No enseñaba como los letrados, sino con autoridad
Dios había prometido enviar a su pueblo un profeta semejante a Moisés (cf Dt 18,15-20). Un profeta que hablará en nombre de Dios, que será mediador entre Dios y los hombres. Israel aguardaba a este profeta prometido, que se distinguiría por su enseñanza dotada de autoridad y por el poder de sus milagros. Esta expectativa estaba muy viva en tiempos de Jesús y, muchos, al escucharle o verle obrar se preguntaban si no sería él el profeta anunciado.
¿Compartimos nosotros esta esperanza de Israel? ¿Deseamos, en el fondo de nuestro corazón, que Dios nos hable, que irrumpa en nuestras vidas, que nos haga llegar su palabra? ¿Estamos dispuestos a acoger lo nuevo, lo que no proviene de nosotros mismos, de nuestros gustos, de nuestros caprichos, de nuestros proyectos, para dejar que Dios nos sorprenda? ¿Deseamos, en definitiva, que Él nos salve, que nos libre del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad?
Este anhelo de Dios, de la proximidad de Dios, es necesario para acercarnos a la persona de Jesús. Porque Jesús es el profeta esperado que no sólo nos trae las palabras de Dios, sino que nos trae al mismo Dios, ya que Él es el Hijo de Dios, el Verbo encarnado. Dios viene a nosotros en toda su majestad y esplendor, en todo su poder y gloria, pero, para que podamos acercarnos a Él sin ser devorados por el fuego de su santidad, la grandeza divina se presenta cubierta por el velo amable de la humanidad santísima de Jesús. En la humanidad del Redentor se hace visible el Invisible, se puede tocar con las manos al Eterno. Por eso Jesús es el Mediador entre Dios y los hombres; en Él irrumpe en la naturaleza humana la vida de Dios mismo y por Él la naturaleza humana fue elevada hasta Dios.

La Conferencia Episcopal Española ha puesto en marcha un año de oración por la vida; exactamente, el año actual: 2009. Para ayudar a la celebración de este año ha preparado una serie de materiales que ayuden a orar por esta causa a las diversas parroquias, y a otras entidades eclesiales, de las diócesis españolas.
Zapatero se ha revelado, una vez más, como un positivista. No como alguien atento a la realidad de los hechos; sobre los que tiende a no pronunciarse: “¿Es el feto una persona humana o no lo es?” Tal pregunta no obtiene respuesta. El positivismo de Zapatero es un positivismo jurídico, que no se para a pensar sobre la deseable vinculación entre moral y derecho. Lo que importa no es la realidad, sino lo que el derecho positivo; es decir, las leyes vigentes, admiten. Sólo desde esta lógica se comprende que la toma de posición sobre el carácter humano del feto se desplace en favor de una vaga alusión a una sentencia del Tribunal Constitucional.
Además de las cuestiones litúrgicas, en las que se ha producido un mayor acercamiento al reconocer la posibilidad de celebrar la Santa Misa según la llamada “forma extraordinaria”, algunos otros temas dividen a los seguidores de Mons. Lefebvre de las autoridades doctrinales de la Iglesia Católica. Dos de ellos revisten gran importancia teórica y no carecen, obviamente, de repercusiones pastorales. Me refiero a la doctrina de la “Dignitatis humanae” sobre la libertad religiosa, que los lefebvrianos juzgan antropocéntrica, humanista y en discontinuidad con el magisterio católico de siempre, así como a la cuestión del ecumenismo, cuyos principios se exponen en el decreto “Unitatis redintegratio” del Concilio Vaticano II; doctrina sospechosa, para ellos, de desdibujar la identidad de la Iglesia.
El teólogo alemán Metz ha popularizado la expresión “reserva escatológica” para aludir a la relación dialéctica que existe entre las promesas de Dios y la realidad histórica. Toda realización intramundana es provisional; ningún logro político, social o económico es, sin más, “el Reino de Dios”.












