1.11.08

La muerte

La muerte, la cesación o término de la vida, se nos impone como una realidad que no podemos evitar; que se nos escapa de las manos. De algún modo, la repugnancia instintiva que experimentamos hacia la muerte constituye una proclama en favor de la vida. Lo deseable, nos parece, es la vida; la vida propia y también la vida de aquellos a quienes amamos. ¿Quién prefiere la muerte de un ser querido a su vida? Si dependiese de nosotros aquellos a quienes amamos no morirían nunca.

Para un cristiano, la realidad de la muerte – como la de la vida – sólo puede comprenderse de modo adecuado desde Dios. Y, más en concreto, desde Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que quiso asumir como suya – asumir para redimir – la muerte. La asume para vencerla, para aniquilarla, para transformarla, por el poder de Dios, en lo que nunca podría ser: en vida verdadera.

Sólo Cristo muere voluntariamente. A nosotros, en cambio, no se nos permite escoger, porque la muerte es herencia del pecado. San Pablo dice que por el pecado entró la muerte en el mundo – al menos la muerte tal como la conocemos - y “así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rm 5, 12). Pero Jesucristo, Dios verdadero, Dios de la vida, pudo transformar por completo la muerte. Pudo transformarla en favor nuestro. Un cristiano no muere ya como Adán. Un cristiano puede morir como Cristo; es decir, puede salir de este cuerpo terreno para vivir con el Señor (2 Co 5,8). La muerte, entonces, ya no es una condena, sino una llamada que Dios nos hace para que vivamos, para siempre, con Él y en Él.

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31.10.08

Dios nos habla en los santos

En el capítulo séptimo de la constitución dogmática “Lumen gentium” del Concilio Vaticano II, tratando de las relaciones de la Iglesia peregrina con la del cielo, se hace una afirmación de gran interés para comprender el significado de la Solemnidad de Todos los Santos: “Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro en la vida de aquellos que, compartiendo nuestra misma humanidad, sin embargo se transforman más perfectamente a imagen de Cristo”. Y añade el Concilio: “En ellos [en los santos], Él mismo nos habla y nos da un signo de su Reino” (LG 50).

Dios no permanece en el silencio en relación con los hombres. Ha querido mostrar su presencia y su rostro. Y lo ha hecho, de un modo definitivo, en Cristo: “quien ve a Jesucristo, ve al Padre; Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino” (“Dei Verbum”, 4).

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La libertad de la Reina

Aunque la Casa Real – quizá por órdenes del Gobierno, supongo yo – ha publicado un comunicado “tranquilizador” para la opinión pública políticamente correcta, no se puede dejar de aplaudir las declaraciones de Su Majestad la Reina que recoge Pilar Urbano en un libro-entrevista, con ocasión del setenta cumpleaños de Doña Sofía.

Algunos parecen querer a una Reina sin cabeza, sin criterio, sin convicciones. O, al menos, a una Reina muda. Todos podrían, en esta bendita democracia, expresar su opinión. La Reina, no. Y no sabemos por qué no. En una monarquía constitucional, el Rey ha de atenerse a las reglas de juego. Pero un oficio no puede anular a la persona que lo ejerce hasta el punto de convertirla en una no-persona, en alguien sin memoria, sin entendimiento y sin voluntad. No obstante, esas mismas reglas de juego dejan, supongo, un mayor margen de maniobra a la consorte del Rey.

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29.10.08

Un librito para conocer a San Pablo

Cuando los obispos son a la vez teólogos y unen la profundidad de los conocimientos a la vocación didáctica pueden resultar obras de gran interés. Los Padres de la Iglesia eran, muchos de ellos al menos, ambas cosas. Permítaseme esta evocación de la Antigüedad cristiana con ocasión de un pequeño libro que acabo de comprar y de leer: “En camino con san Pablo”, de Carlo Ghidelli, editado por Paulinas (Madrid 2008, 79 páginas, 6 euros).

Carlo Ghidelli es un biblista italiano. Pero, a esta trayectoria personal y profesional, que ha cristalizado en numerosas publicaciones, se añade su condición de pastor de la Iglesia. De hecho, desde el año 2000, es el arzobispo de Lanciano-Ortona, en Italia. Y el libro que presentamos, “En camino con san Pablo”, es una carta pastoral que el Arzobispo dirige a sus diocesanos: “no sería procedente – escribe – que nos comprometiésemos únicamente en iniciativas de carácter exterior, como peregrinaciones y exposiciones, sin ponernos previamente a conocer en serio las Cartas de Pablo: éste es el principal motivo de esta carta”.

El libro está dividido en trece capítulos, cuyos títulos paso a enumerar para proporcionar una idea adecuada de su contenido: 1. La personalidad de Saulo/Paulo; 2. El encuentro de Damasco; 3. Páginas autobiográficas; 4. Pablo visto por Lucas; 5. Pablo en el Concilio de Jerusalén; 6. Pablo teólogo; 7. Teología cristocéntrica; 8. Pablo místico; 9. La paradoja paulina; 10. Pablo pedagogo; 11. Pablo misionero; 12. Pablo y nosotros; 13. Un posible itinerario.

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27.10.08

El poder de los demonios

Un elemento fundamental para enfocar adecuadamente el tema de la existencia y del poder de los demonios es la afirmación básica de que estos seres son también criaturas de Dios. No podría ser de otro modo. Dios es el Creador de “todo lo visible y lo invisible”. En tanto que criaturas, los demonios son buenos, ya que todo lo que es, en tanto que es, es bueno. El concilio Lateranse IV, del año 1215, establece: “Creemos firmemente y confesamos con sincero corazón… que Dios es el único origen de todas las cosas, el Creador de lo visible y de lo invisible, de lo espiritual y de lo corpóreo… El diablo y los demás espíritus malignos fueron creados por Dios buenos por naturaleza, pero por sí mismos se hicieron malos”.

¿Cómo entender que un ser creado bueno se hace por sí mismo malo? La razón que explica esta mutación es que ninguna criatura espiritual está eximida de decidirse – ya que es inteligente y libre – a favor o en contra de Dios. Los demonios son ángeles que se han convertido, voluntariamente, en antagonistas de Dios y que pretenden que los hombres se revuelvan también contra Dios y contra Cristo.

Lo demoníaco está presente en el mundo. San Pablo, en la epístola a los Efesios, menciona al “Príncipe del imperio del aire, el Espíritu que actúa en los rebeldes” (2,2). Su labor, la labor de este Príncipe, es tentar y pervertir; viciar con malas doctrinas o ejemplos las costumbres y la fe. Pero no toda tentación ni toda perversión proviene de él; ya que en el hombre, herido por el pecado, puede surgir la tentación por sí misma. En cualquier caso, provocado directamente por él o por una naturaleza herida, el pecado es la baza de Satanás. Si uno quiere caer en manos del demonio lo tiene “fácil”: basta con pecar.

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