La princesa espiritista
Dicen que la princesa Marta Luisa de Noruega posee cualidades que le permiten comunicarse con el más allá, con los ángeles – esperemos que con los buenos – y con los difuntos.
En la segunda década del siglo XIX y a comienzos del XX, el espiritismo, como comunicación directa entre los vivos y los espíritus de los difuntos, causaba furor. Un entusiasmo que no gustó al entonces llamado Santo Oficio.
El 24 de abril de 1917, el Santo Oficio respondió “No a todo” a la siguiente pregunta: “Si es lícito por el que llaman ‘medium’, o sin el ‘medium’, empleado o no el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos”.
La respuesta del Santo Oficio es similar a la que, según la prensa, han dado durante estos días obispos y obispas luteranos noruegos. El obispo Erling Johan Pettersen ha advertido que “contactar a los muertos puede conducir a un tipo de religiosidad muy poco sano” y la obispa Laila Riksaasen Dahl ha señalado que los muertos pertenecen a Dios y deben descansar en paz, y tratar de alterar eso “puede liberar fuerzas ocultas que desconocemos".
Estoy de acuerdo con esta preocupación magisterial de los obispos luteranos. Se han aprestado en indicar que las opiniones de la Princesa no forman parte de la doctrina cristiana. Y, de paso, se puede comprobar que incluso en el muy tolerante luteranismo noruego existe algo así como una autoridad doctrinal, pese al “sola Scriptura”.
Algunos teólogos católicos se muestran cautos a la hora de condenar en bloque lo que podríamos llamar “espiritismo”, siempre que excluya la actitud de “tentar a Dios”. No obstante, el “Catecismo” recuerda que “el ‘espiritismo’ implica con frecuencia prácticas adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte a los fieles que se guarden de él” (n. 2117).

Homilía para el Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
La fe es libre, porque creer es una respuesta voluntaria a Dios. “Ninguna constricción en las cosas de fe”, afirmó en Ratisbona el Papa Benedicto XVI citando una sura del Corán. Nadie puede ser obligado, en contra de su voluntad, a abrazar la fe. La confianza no es el resultado de la presión externa. No podemos ser forzados a amar, a otorgar nuestra amistad o a reconocer algo, por imposición, como bueno o verdadero: “El acto de fe es voluntario por su propia naturaleza” (Dignitatis humanae, 10). Una conversión forzada sería, a lo sumo, una conversión aparente pero no real, como la historia, tristemente, ha puesto de manifiesto en alguna ocasión.
Comúnmente, al hablar de ciencia se suele pensar, de modo inmediato, en las ciencias experimentales, aquellas parcelas del saber humano que emplean como métodos propios la observación y la experimentación. Los científicos construyen hipótesis y teorías que son contrastadas mediante la experiencia. Los hechos empíricos son observables de un modo o de otro, bien se trate de los cambios de presión, volumen o temperatura, o de otro tipo de fenómenos. Las ciencias experimentales son, por ello mismo, precisas pero limitadas, ya que no todo lo real, en su densidad y hondura, es científicamente observable.












