5.10.11

María, silencio de amor

He recibido un texto de un amable lector. Me dice que es del P. Cándido Pozo y que ha sido publicado en un semanario de Granada. Lo reproduzco en este blog, pues puede resultar de interés para muchas personas.

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El pasado 9 de septiembre se cumplieron cinco meses del fallecimiento del teólogo jesuita padre Cándido Pozo. Su testimonio y sus enseñanzas, especialmente sobre la Virgen María, siguen hoy presentes.

Silencio. Hagamos silencio, exterior e interior, porque contemplaremos a la Madre de Dios… ¡María! “Morada de grandeza,/ templo de caridad y de hermosura,/ resplandece en Ella,/ la humanidad profunda,/ que la lleva a escuchar,/ para ponderar, y luego actuar,/ por ella hablan: su vida,/ testimonio de coherencia/ porque conoce y sabe,/ de donde le viene,/ su valor y su dignidad,/ que plasma en la responsabilidad,/ de la que sabe amar”. Con estas hermosísimas palabras, Fray Luis de Granada nos deja entrever la hermosura sin par de la Madre de Dios.

María reunió en sí misma todos los atributos y todas las virtudes porque fue “la llena de gracia”… Por ello, entre todos los creyentes, ella es como un “espejo” donde se reflejan del modo más profundo y claro “las maravillas de Dios”. En Ella se dan en grado perfecto todas las virtudes que se manifiestan a través del testimonio de su vida, callada, serena, donde se oculta la Madre con Cristo en Dios, por medio de la fe (Col 3,3), pues la fe es un contacto con el misterio de Dios.

Detengámonos y meditemos cómo vive María este silencio activo e integral. Silencio de expresividad porque es la perfecta discípula que se abre a la palabra y se deja penetrar por su dinamismo; cuando no lo comprende y queda sorprendida, no lo rechaza o relega; lo medita y lo guarda; cuando suena dura a sus oídos, persiste confiada en un diálogo de fe con el Dios que le habla.

Ella es la serenidad profunda, donde resuena la palabra eterna, y esa palabra eterna reclama un silencio infinito, inabarcable, para resonar potente y obrar la reconciliación. Eso es María, el remanso silencioso, sosegado, donde acampó la palabra. Ella es la tierra fecunda de la que habló el profeta Isaías, es tierra fecunda en donde germinó la salvación y gracias a ella la Palabra no regresó vacía (Is 55, 10-11).

He aquí la sonoridad inconmensurable de María; ella es el silencio más elocuente del universo, es la virgen oyente que vive a la escucha de la Palabra para ponerla en práctica viviendo el diálogo de la fe, de tal manera que este misterio de su ser, sólo se revela para quien tiene ojos para ver tras el velo de los gestos y las acciones de la Madre. Tal fue la misión de María: cumplir la voluntad de Dios en un eterno “hagan lo que Él les diga”.

María escucha, sabe escuchar. “El ángel del Señor anunció a María…”. “Alégrate llena de gracia”, llena de Dios, llena de amor, gracia plena. Por ello, “el Señor está contigo”.

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4.10.11

Prejuicios

Según el Diccionario de la Real Academia Española un “prejuicio” es una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”.

En realidad, sabemos – lo que se dice “saber” - muy pocas cosas. En la mayoría de los asuntos nos limitamos a opinar con menor o mayor acierto. Elaboramos un dictamen acerca de algo o de alguien – lo hagamos público o lo reservemos para nuestro uso interno – en base a muchos factores: si nos gusta el tema o no, si nos cae bien la persona o no, si nos han hablado bien de ese tema o de esa persona o, por el contrario, nos han contado las peores cosas, sobre el tema o sobre la persona.

Siempre hay elementos “previos”, anticipados, que van por delante. De algún modo, somos como exploradores que, por la intuición, la costumbre o por los mapas que otros han trazado, necesitamos orientarnos mínimamente.

Pensemos en un alimento y supongamos que no somos expertos en nutrición. ¿Es bueno para la salud o contraproducente? ¿Engorda o ayuda a mantener el peso? Nuestra mente necesita seguir alguna especie de hilo conductor. Si los científicos, los medios de comunicación, las personas famosas y aquellos a quienes admiramos de algún modo nos dijesen, pongamos por caso, que las fresas son lo mejor de lo mejor, apenas dudaríamos a la hora de comer fresas. Y, por el contrario, estaríamos dispuestos a repudiarlas si según los expertos, los periodistas y las celebridades de turno las fresas fuesen, al final, presentadas como una especie de veneno.

Los prejuicios son tenaces. Se adhieren a uno como lapas y no se desprenden ni con agua caliente. Es muy difícil levantarse cada día y tener que reinterpretar el mundo. El mundo es, o percibo que es, más o menos lo mismo que percibía ayer. Tendría que producirse un choque, un descubrimiento o un desengaño para que llegase a modificar mis rutinas. Si estoy muy persuadido de que el martes y trece es un día malo, seguiré pensándolo en principio, salvo que justamente un martes y trece me toque el premio gordo de la lotería.

También son desfavorables. Hemos crecido en la llamada “cultura de la sospecha”. “Piensa mal, se dice, y acertarás”. Una cierta sospecha puede ser razonable, en el sentido de servir como barrera y contención frente a la vana credulidad. Pero la sospecha por sistema es irracional y, en la práctica, imposible. Jamás tomaría un medicamento si sospechase siempre del médico. Jamás daría mi amistad si creyese que nadie puede corresponder, siquiera mínimamente, a ella. Jamás me fiaría de nadie si estimase que todo el mundo miente y traiciona. Pero si me comportase así, no podría ni salir de casa.

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1.10.11

El viñedo del Reino de Dios

Homilía para el Domingo XXVII del TO (Ciclo A)

El pueblo de Israel es comparado a una viña plantada por Dios, de la que el Señor espera buenos frutos (cf Is 5,1-7). Pero no siempre sucede así; en ocasiones, en lugar de derecho, se encuentra asesinatos y, en lugar de justicia, lamentos.

La imagen del viñedo es empleada por Jesús para referirse al Reino de Dios; un Reino que se nos ha confiado a cada uno de nosotros para que demos a Dios los frutos a su tiempo (cf Mt 21,33-43). Nos comportaríamos como viñadores malvados si, despreciando a los profetas y al propio Hijo de Dios, nos empeñásemos en construir el Reino según nuestras propias convicciones particulares.

En los tiempos de la vida terrena de Jesucristo había otros proyectos alternativos al suyo para edificar el Reino. Los zelotes, por ejemplo, querían imponer lo que ellos entendían por el Reino de Dios mediante la fuerza. Otros, como los que formaban la comunidad de Qumrán, pensaban que ese Reino era solo para los elegidos, para un grupo limitado.

Existe una conexión entre el Reino y la Iglesia, porque la Iglesia es el Reino de Cristo “presente ya en misterio” (Lumen gentium,3). Un Reino que se manifiesta en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo, que es la verdadera “piedra angular” de todo el edificio. Jesús dotó a su Iglesia de una estructura y eligió a los Doce, con Pedro como Cabeza, como cimientos. En la Iglesia encontramos la salvación que nos viene de Cristo.

También en nuestros días puede surgir el deseo de despreciar a los pastores que Dios envía a su Iglesia – al Papa y a los obispos en comunión con él – para construir “otra” Iglesia, más afín a nuestras preferencias y caprichos o a lo que entendemos que es más justo. Benedicto XVI ha alertado sobre esta tentación: “La insatisfacción y el desencanto se difunden si no se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la ‘Iglesia`’ y los ‘ideales sobre la Iglesia’ que cada uno tiene” (Berlín, 22-IX-2011).

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29.09.11

Santos Arcángeles

En el siglo V, en la vía Salaria de Roma, se dedicó un 29 de septiembre una basílica al arcángel San Miguel. En ese hecho tenemos un precedente de la fiesta que celebramos hoy.

Es muy interesante repasar la Misa de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. La antífona de entrada está tomada del Salmo 102: “Bendecid al Señor, ángeles suyos, poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su palabra”.

En la oración colecta se alaba a Dios, “que con admirable sabiduría” distribuye “los ministerios de los ángeles y los hombres”, y se le pide que “nuestra vida esté siempre protegida en la tierra” por aquellos que le asisten continuamente en el cielo.

Como primera lectura se puede optar por un texto del profeta Daniel que evoca a los “miles y miles de ángeles” que sirven a Dios en su trono (cf Dan 7, 9-14). El Salmo 137 repite: “Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor”.

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28.09.11

Formalismos

Dicen que el “formalismo” es la tendencia a concebir las cosas como formas y no como esencias. Se entiende que la “forma”, en contra de Platón, es la pura configuración externa y no aquello que atañe a lo real.

En gran medida la cultura relativista actual es “formalista”. Lo externo parece más importante y más decisivo que lo interno. “Aparentar” es casi más que “ser”. La democracia corre el riesgo de convertirse en el reino de la forma: Si se observan los procedimientos “todo vale”, o “todo puede llegar a valer”.

En cierto modo es verdad. La democracia es un procedimiento. Se trata de oír a las mayorías. El “pueblo”, se dice, tiene la última palabra. ¿Qué dice el pueblo? Puede decir, casi, cualquier cosa. El “pueblo” es la gente común. ¿Y qué dice la “gente común”? Puede decir varias cosas: lo que piensa, lo que siente o lo que, por medio de la propaganda, puede verse inducida a pensar o sentir.

Apostar por la democracia es, en principio, un acierto. En el gobierno de un Estado parece que el pueblo tiene mucho que decir. Y, sin duda, lo tiene. Pero el acierto no está asegurado. Juan Pablo II decía que “la Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (Centesimus annus, 46).

Está muy bien que los ciudadanos elijan a sus gobernantes. Pero no basta con eso: “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Centesimus annus, 46).

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