15.11.14

Aprovechar el tiempo

La parábola de los talentos (cf Mt 25,14-30) nos invita a aprovechar el tiempo que nos queda antes de la segunda venida del Señor y, en todo caso, antes de nuestro definitivo encuentro con Él en la muerte. Si pensamos que la llegada del Señor está muy lejos podemos sucumbir a la tentación de la indolencia, de la pereza. Pero, a su vuelta, el Señor va a pedirnos cuenta de nuestra vida, de lo que hemos hecho con ella. Los dos siervos que han obrado con responsabilidad son llamados a participar del gozo con su señor. En cambio, el siervo inútil debe permanecer afuera.

 

Una importante tarea que se nos ha confiado es el trabajo: “La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra”, recordaba san Juan Pablo II en la encíclica Laborem  exercens (n. 4). El trabajo tiene su origen en el orden creador de Dios y, aunque por el pecado original se convirtió en fatiga y dolor, ha sido asumido por Cristo para redimirlo. Citando a San Josemaría Escrivá, Benedicto XVI enseña que “al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no solo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (31.3.2007).

 

Toda actividad humana ha de ser, pues, ocasión para desarrollar los talentos personales poniéndolos al servicio del bien común en espíritu de justicia y de solidaridad. Servimos a Dios en medio de la actividad cotidiana y no al margen de ella. No puede existir para un cristiano una disociación entre el trabajo, la vida de familia, las relaciones sociales y el cultivo de la vida espiritual. Todo está unido, porque somos, en la globalidad de nuestro ser personal, destinatarios de la llamada divina a ser santos, a hacer fructificar en nuestra existencia los dones de la gracia.

 

Naturalmente, la parábola de los talentos no avala una burda “teología de la prosperidad” que identifique sin más éxito mundano con bendición divina. La riqueza es, en sí misma, un bien; pero un bien secundario. La riqueza se convertiría en un obstáculo si se antepusiese a Dios y al servicio del prójimo, erigiéndose en una especie de ídolo capaz de impulsar todas las energías de nuestro egoísmo. La codicia no solo nos hará perder el alma sino que, a largo plazo, como podemos constatar tantas veces, supone una auténtica amenaza para el verdadero desarrollo económico (cf Benedicto XVI, Caritas in veritate, 32).

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12.11.14

Doctorarse en Teología

Estoy muy contento porque varios ex-alumnos son, a día de hoy, doctores en Teología. Me parece algo de gran relevancia. La fe pide la inteligencia. Y la Teología es la fe que se piensa, la fe que es pensada.

 

Hoy, tristemente, no existen muchos estímulos para que los alumnos de Teología deseen doctorarse. En las diócesis prima la urgencia de cubrir determinados destinos pastorales. No obstante, es verdad que algunos obispos, o muchos de ellos, siguen apostando porque haya alguien que se doctore.

 

“El tiempo es superior al espacio”, dice el papa Francisco. E ilustra el Papa este enunciado comentando: “Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos” (“Evangelii gaudium”, 223).

 

Pues es así. Hay que trabajar a largo plazo. No basta con una Iglesia que cubra “espacios”; es preciso, también, entrar en los “procesos”. Es imposible, a corto o a medio plazo, seguir cubriendo las parroquias que hoy tenemos. Hay que pensar, muy a fondo, si se puede seguir de este modo. Y la verdad es que no se puede. La idea de una Iglesia que coincida, - punto por punto -  con un territorio, es una idea obsoleta.

 

La Iglesia, hoy y siempre, ha de pensar su despliegue en clave de misión. Y no puede haber misión sin pensamiento. No puede haber misión sin Teología.

 

El día que me digan – los obispos – que han preferido dejar un “espacio” con el fin de entrar en un “proceso”, yo asentiré con total convicción.

 

Pero voy a lo que voy. Son, pese a todo, muchos. Muchos sacerdotes jóvenes los que, con el apoyo de sus obispos – sin eso, no hay nada –, han proseguido el laborioso camino de la tesis doctoral.

 

No son mejores ni peores, pero han trabajado. Y yo siempre defenderé a los doctores “laboris causa”, frente a los doctores “honoris causa”, aunque el honor, si es honor, puede ser causa más que de sobra.

 

Hace muy poco he recibido un precioso volumen. El título es: “Cristo, centro de la historia, en la obra cristológica de Marcello Bordoni y Olegario González de Cardedal”, escrito por David Varela Vázquez, y publicado por la Universidad Pontificia de Salamanca (Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 2014). Es el texto de una tesis  defendida en la Pontificia Universidad Gregoriana, dirigida por Mons. Luis Fernando Ladaria.

 

Su autor, David Varela Vázquez, no ha sido mi alumno. Pero, leyendo este libro, me sentiría orgulloso de que lo hubiese sido.

 

Un texto, el de David Varela, que recomiendo.

 

David Varela Vázquez, “Cristo, centro de la historia, en la obra cristológica de Marcello Bordoni y Olegario González de Cardedal”, Publicaciones Universidad Pontificia (Bibliotheca Salmanticensis. Estudios 349),  Salamanca 2014, 397 páginas.

 

 

Guillermo Juan Morado.

 

8.11.14

La catedral del Papa y la sacralidad de la Iglesia

La fiesta de la dedicación de la basílica de Letrán nos invita a dirigir nuestra mirada a la Iglesia de Roma y a su Obispo, el Papa, cuya catedral es la basílica lateranense, edificada por el emperador Constantino y dedicada hacia el año 324.

 

La iglesia, el templo, es el lugar en el que se reúne la asamblea de los cristianos. Es un lugar sagrado, en el que habita Dios con los hombres (cf Gén 28,17). Contra lo que a veces se dice, el cristianismo no ha eliminado la distinción entre lo sagrado y lo profano, aunque le ha dado una nueva definición. Existen, para los cristianos, tiempos sacros – especialmente el domingo -, lugares sacros – como las iglesias -, y signos sacros – los sacramentos - .

 

El profeta Ezequiel nos presenta una visión simbólica. Ve una corriente de agua que brota de los fundamentos del templo, se vuelve cada vez más profunda y recorre el país hasta llegar al Mar Muerto, cuyas aguas son saneadas: “Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida; y habrá peces en abundancia” (Ez 47,9).

 

Del templo, del espacio de Dios, mana un caudal de vida, capaz de sanear el mundo. Recuperar el sentido de lo sagrado, de todo aquello que está relacionado con Dios, no nos empequeñece sino que, por el contrario, nos hace más grandes. Sin Dios, todo se convierte en gris y monótono y, a la postre, en un desierto o en un mar salobre en el que no hay vida. Necesitamos, como personas y como sociedad, abrirnos al espacio nuevo de lo divino para no perecer ahogados por nuestras miserias y nuestros egoísmos.

 

El Evangelio según San Juan interpreta el templo en sentido cristológico. El templo no es ya, principalmente, un lugar, sino Jesucristo mismo: “Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,21). En Él ha querido morar Dios en toda su plenitud. Abrirse a lo sacro es entrar en relación con Jesucristo, dejándonos alcanzar por el río vivificante de la gracia que brota de su costado traspasado en la Cruz. Dios, sin dejar de ser Dios, no está lejos del hombre, no resulta ya inalcanzable. Se aproxima a nosotros en la humanidad del Redentor.

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5.11.14

Rehabilitar la política

En estos momentos que nos toca vivir, caracterizados en buena medida por el desencanto y por el hartazgo, conviene leer con calma algunos pasajes de la exhortación apostólica “La alegría del Evangelio” – “Evangelii gaudium” – del Papa Francisco.

 

“¡Pido a Dios – escribe el Papa – que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo!”.

 

Se trata, pues, de apostar por la realidad y no por la apariencia. Se trata de ir a la raíz y de no quedarse en las ramas. ¿En qué se fundamenta esta petición del Papa? Sustancialmente en la convicción de la importancia de la política; esta, la política, “es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común”. El Papa se hace eco de un documento que, en 1999, publicaron los obispos de Francia con el significativo título de “Rehabilitar la política”.

 

¿Cuáles son las raíces profundas de los males de nuestro mundo? Tienen que ver, ante todo, con las causas estructurales de la inequidad, con las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial.

 

Ir a la raíz de los males supone renunciar a la autonomía absoluta – recalco el adjetivo “absoluta”-  de los mercados y de la especulación financiera. Toda política económica ha de estar articulada desde unos parámetros básicos: el respeto a la dignidad de cada persona humana y la búsqueda del bien común.

 

A medio y largo plazo no se pueden seguir orillando – ¡hasta por egoísmo, hasta por mera supervivencia! – las “palabras molestas”. ¿Cuáles son estas palabras? Son palabras, o expresiones,  como “ética”, “solidaridad”, “distribución”, “fuente de trabajo”, “dignidad de los débiles”… Molesta, en suma – y quizá sea lo que más moleste – que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia.

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4.11.14

Rezar por los difuntos: la realidad y la idea

El Papa Francisco dice en Evangelii gaudium que la realidad es más importante que la idea: “La realidad simplemente es, la idea se elabora” (EG 231).

 

Este principio, que el Papa relaciona con las tensiones de toda realidad social y con el ritmo de la evangelización, se puede aplicar a la doctrina sobre el purgatorio. En este caso, como en casi todos, ha habido una realidad que ha precedido a la idea.

 

¿Cuál es la realidad? Yo creo que es, ante todo, la práctica de la oración por los difuntos, “de la que ya habla la Escritura: ‘Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado’ (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos” (Catecismo de la Iglesia Católica 1032).

 

La vida precede a la doctrina, como es normal. Y eso que la doctrina del purgatorio se ha ido explicitando, no sin base bíblica, a lo largo de la historia, singularmente en los concilios de Florencia y de Trento. La labor de la Tradición es, sustancialmente esa: hacer explícito lo implícito, lo que ya, de modo nuclear, está en la revelación

 

Próspero de Aquitania decía que “lex orandi, lex credendi”, la regla de la oración es la regla de la fe. La Iglesia ora en conformidad con lo que cree, y cree en conformidad con lo que ora. No oraría por los difuntos sin suponer, como fundamento de tal plegaria, la existencia del purgatorio.

 

El purgatorio es la purificación final de los elegidos: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (Catecismo, 1030).

 

Jesús, en el Sermón de la Montaña, dice: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). No se puede ver a Dios si falta esta limpieza, esta pureza, del fondo de nuestro ser. La santidad de Dios no es compatible ni con el pecado ni con sus consecuencias.

 

No basta con pecar y arrepentirse del pecado. Es algo, es mucho, pero no lo es todo. Porque cualquier acción entraña consecuencias. Y las consecuencias de nuestros pecados van más allá de nuestra voluntad. Yo puedo arrepentirme de lo que he hecho mal, pero no puedo lograr que eso que he hecho mal deje de repercutir en la suerte de otras personas y del mundo.

 

Las acciones, y las consecuencias de las mismas, pesan sobre uno, y sobre el destino de todos, con una lógica no menos implacable que la de los primeros principios, como el de identidad o el de no contradicción. Yo no puedo lograr que lo que he hecho sea algo diferente a lo que he hecho, y menos conseguiré que llegue a ser lo contrario.

 

“La realidad es más importante que la idea”. ¿Y qué nos dice la realidad de una práctica ininterrumpida de oración por los difuntos? Pues nos dice, más o menos, que cuando alguien muere suponemos que tiene como destino inmediato el purgatorio.

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