La fe y los sentidos

Existe una tendencia a espiritualizar excesivamente la revelación y la fe, así como a disociar el alma del cuerpo. Se trata de un error, porque el cristianismo es la religión de la encarnación – “el Verbo se hizo carne” – y el hombre no es una inteligencia pura, una razón separada, sino que posee una inteligencia sentiente, una razón sensible. Todo nuestro conocimiento toma su origen en los sentidos y no es una excepción el conocimiento que proporciona la fe: “Los sentidos de nuestro cuerpo nos abren a la presencia de Dios en el instante del mundo”, escribe José Tolentino Mendonça.

La doctrina de los “sentidos espirituales” recurre a las imágenes de la experiencia de los cinco sentidos para usarlas como metáforas y símbolos de la experiencia que el hombre vive en relación con Dios. La fe está ligada al oído, viene de la escucha. Es preciso que Dios, con su gracia, prepare nuestros oídos para que podamos escuchar su Palabra; para curar nuestro mutismo y nuestra sordera, abriéndonos a la filiación y a la fraternidad. La palabra - y también el canto y la música - son mediaciones sensibles de lo invisible, la presencia de Cristo en medio de su pueblo.

Quien cree, ve. La fe, decía Pierre Rousselot, es la capacidad de ver lo que Dios quiere mostrar y que no puede ser visto sin ella. La gracia de la fe concede a los ojos ver acertadamente, proporcionalmente, su objeto. El mundo de nuestra experiencia no se empequeñece al creer, sino que se dilata: “Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”, dice el papa Francisco. Podemos ver el mundo con ojos nuevos si nos sabemos bajo la mirada de Dios. La belleza en general, y el arte en particular, puede abrir la vía a la búsqueda de Dios y al encuentro con él.

“Tocar con el corazón, esto es creer”, comenta san Agustín. En el corazón de lo real, Dios viene en la carne para que la doble reunión del hombre con Dios y el prójimo sea una única reunión. Como recuerda el papa, “el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo […] El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura”.

San Pablo enseña que Cristo “difunde por medio de nosotros en todas partes la fragancia de su conocimiento”. El perfume no permanece como algo exterior, sino que se adhiere a la persona que lo lleva consigo. Walter Benjamin escribió que del reconocimiento de un olor esperamos el privilegio de un consuelo y san Agustín comparó la búsqueda de Dios con la persecución de un perfume embriagador: “Él nos miró a través de la red de la carne, nos inflamó de amor con sus caricias, y nosotros corrimos detrás de su perfume”.

Creer es también gustar, experimentando el “sabroso saber” del encuentro con Cristo. El sabor es inmediato, porque no hay distancia entre el sujeto y el objeto. Al saborear las cosas, las hacemos propias, nos incorporamos a ellas en un proceso similar al saber, a la identificación entre quien conoce y la realidad conocida. Guillermo de St. Thierry remite al salmo que reza: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” para comentar que a Dios se le ve a través del gusto. Para Guillermo, el cuerpo de Cristo es la Iglesia universal. En la “Cabeza” de ese cuerpo, en su parte más elevada, hay cuatro sentidos: los ojos (los ángeles con su profunda visión), los oídos (la escucha obediente de los patriarcas), la nariz (los profetas que olfateraron la venida de Cristo) y el tacto, que es el sentido común del pueblo. Pero antes de la venida del Salvador faltaba el gusto, que solamente lo proporciona Cristo. Él es el que “ha gustado todo y nos lo ha hecho gustable en virtud del gusto interno de su divinidad, del sabor con que se convirtió para nosotros en sabiduría”.

La fe no está separada de la vida, no pertenece a un mundo paralelo, sino que fundamenta nuestra existencia sensible y concreta.

 

Guillermo Juan Morado.

Publicado en Atlántico Diario.

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