Iglesia y carismas según Joseph Ratzinger: San Francisco de Asís

Para Joseph Ratzinger el lugar fontal y, al mismo tiempo, el signo diferenciador del Espíritu es la cruz[1]. No cabe separar cruz y resurrección, cristología y pneumatología. En un contexto cristiano, la pneumatología solo puede existir como cristología, desde el Señor resucitado[2]. Desde esta perspectiva se puede comprender el papel de los carismas en la Iglesia.

Siguiendo la enseñanza paulina sobre el significado del término «carisma» se observa una evolución que lleva de lo extraordinario a lo ordinario: «El fenómeno entusiasta se hace secundario, se convierte en signo del milagro propiamente dicho, que no consiste en la glosolalia ni en los prodigios asombrosos, sino en el don del amor de Dios. Ese amor es el milagro cristiano propiamente dicho, al que todos los prodigios solo como signos pueden apuntar»[3]. El capítulo de los carismas desemboca, en san Pablo, en el canto de alabanza del «agape», que constituye, en el fondo, la superación de la vivencia pentecostal corintia.

En 2 Cor 3 hallamos una teología del apostolado. El seguimiento de Jesús recibe su forma concreta en el atenerse al camino, al carisma apostólico, que adquiere, frente a todos los demás carismas, un carácter normativo. La pneumatología se integra en la fe en la resurrección, en la cristología. Y esta inclusión significa también «que solo puede existir desde el testimonio de la resurrección y desde el testigo de la resurrección»[4].

En la historia de la Iglesia se puede verificar la vinculación del Espíritu a la forma apostólica fijándose en la figura carismática de san Francisco de Asís, en quien el «no» a las formas concretas de la cristiandad occidental coexiste con un «sí» a la Iglesia. La obediencia a la misión encomendada por Dios va unida a la perseverancia en la Iglesia concreta, «a fin de sobrellevar y sufrir en ella la misión de la obediencia divina, que no se puede cumplir en ningún sitio más que en la Iglesia»[5].

San Francisco se sometió a la cruz con todas sus consecuencias. La cruz es «la “puerta estrecha” entrando por la cual se reúne la historia y atravesando la cual la historia se dirige en cada caso hacia la resurrección»[6]. A san Juan se le debe la imagen más bella de la unidad de cristología y pneumatología, el costado traspasado de Jesús: “su historia de la pasión termina con la narración de la apertura del costado de Jesús, del que manan sangre y agua (19,31-37); sus relatos de resurrección culminan en la narración de la comunicación del Espíritu a los discípulos mediante el soplo: relato pentecostal y relato pascual están aquí fusionados el uno en el otro en una pneumatología cristológica. La imagen de la sangre y el agua que fluyen del costado abierto dice con gran fuerza expresiva eso mismo: las fecundas aguas del Espíritu que renuevan la tierra brotan del crucificado. El Espíritu es el fruto de la cruz”[7].

En síntesis, la cruz es el auténtico signo diferenciador entre el Espíritu y cuanto se opone a él. Solo del corazón abierto brotan sangre y agua: «El misterio de esta imagen nos interpela, precisamente en este nuestro tiempo: es indicación del camino, llamada y promesa simultáneamente. No extingáis el Espíritu: lo que esto significa se puede entender de verdad, en último término, solamente a la vista del costado abierto del Señor, fuente del Espíritu en la Iglesia y para el mundo»[8].

Jesucristo. El Espíritu. La Iglesia. El mundo. No vale saltarse ninguno de los factores “a gusto del consumidor”.

Guillermo Juan Morado.



[1] Cf. J. Ratzinger, «Observaciones acerca de la cuestión de los carismas en la Iglesia», en Id., Obras completas VIII/1. Iglesia. Signo entre los pueblos. Escritos sobre eclesiología y ecumenismo (Madrid 2015) 310-327, 326.

[2] Cf. Ibid., 321.

[3] Ibid., 316.

[4] Ibid., 321.

[5] Ibid., 325.

[6] Ibid., 326.

[7] Ibid., 326-327.

[8] Ibid., 327.

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