Lecturas: R. Fisichella, L'albero della scienza

Rino Fisichella, L’albero della scienza. Dio e/o Galileo, San Paolo (col. Sub lumine fidei), Cinisello Balsamo 2024, ISBN: 9788892244030, 221 páginas.

 

El arzobispo y teólogo R. Fisichella es el Pro-Prefecto del Dicasterio para la Evangelización - Sección para las cuestiones fundamentales de la evangelización en el mundo. En este ensayo, dedicado a la relación entre la ciencia y la fe, se muestra especialmente atento a las nuevas tecnologías, en particular a la Inteligencia Artificial y a las problemáticas que surgen a partir de la nueva cultura digital. El diálogo con esta nueva cultura afecta a “la concepción del hombre del futuro cercano al cual la fe no puede ser ajena” (p. 19). Desde el comienzo, Fisichella está convencido de que “la oposición entre ciencia y fe carece de sentido” (p. 21), ya que ambas deben colaborar para ofrecer a la humanidad un horizonte lo más completo posible a partir del cual orientar la existencia personal.

El libro se compone de ocho capítulos. En los tres primeros se pregunta, respectivamente, por Dios, por la ciencia y por la religión. Los capítulos cuarto y quinto reflexionan sobre la irrupción de la nueva ciencia, con Galileo, y sobre los desafíos que plantea la Inteligencia Artificial y la cultura digital. El capítulo sexto aborda directamente la relación entre fe y razón científica. Los dos últimos capítulos, más concentrados en lo teológico, tratan sobre la creación y sobre Dios como Padre.

¿”Dios” es todavía actual? ¿Cabe conocerlo y hablar sobre él de modo responsable? Es posible un conocimiento natural de Dios, pero existe otra vía de acceso, que parte de la revelación y cuenta con la fe como cauce cognoscitivo a ella proporcionada. Poder y saber hablar de Dios resulta decisivo para superar la crisis cultural de Occidente y, sobre todo, es decisivo para la Iglesia que “parece haber olvidado el objeto fundamental de su predicación” (p. 39). La razón debe reemprender el coraje de buscar a Dios, aun sabiendo que, aunque no “incognoscible”, sí es “incomprehensible”. El interrogante acerca de la existencia de Dios no es un problema científico, sino que posee una connotación existencial. La fe no anula la razón, más bien se hace su compañera de camino en la búsqueda permanente de sentido que caracteriza la vida de cada persona (cf. p. 51).

¿Qué es la ciencia?  La historia muestra la evolución del concepto, desde la comprensión aristotélica, la nueva ciencia moderna hasta llegar a la visión contemporánea. Hoy se ve la necesidad de clarificar la relación entre el avance científico, la vida personal y social y el juicio ético (cf. p. 58). La ciencia “estudia cada fenómeno que el hombre encuentra en el mundo y en el universo como fruto de la experiencia sensible, tratando de crear las conexiones necesarias para proporcionar una visión unitaria de la realidad y descubrir su fundamento” (p. 58-59). Cuando la ciencia y la fe no rebasan sus propios confines no existe ningún conflicto entre ellas. Pero la ciencia no puede pretender explicarlo todo sobre la realidad, imperando a otras disciplinas – a la filosofía o a la teología – el total mutismo sobre “Dios”. La razón científica no agota la razón crítica: La existencia personal se abre a un horizonte tan vasto que exige que la ciencia no sea la única implicada a la hora de proporcionar una respuesta (cf. p. 61). Un problema al que hay que hacer frente es el de la fragmentariedad de los saberes, que es distinto a la especialización de los mismos. La fragmentariedad puede conducir a la desconfianza en la razón y, a la postre, a la desconfianza en la posibilidad de que exista una sola verdad. La necesidad de un saber unitario se impone como una exigencia de la búsqueda de esa verdad.

El fenómeno de la religión está presente en todas las épocas y lugares, pero no se trata de una realidad homogénea, sino plural, muy vinculada a las diversas culturas. Se han intentado diferentes interpretaciones de la religión: desde la psicología o la sociología, por ejemplo. La secularización y el secularismo tienden a recluir la religión en la esfera privada del sujeto. En suma, “el hombre y su conquista tecnológica han marginado a Dios, creando un vacío existencial acerca de la cuestión del sentido” (p. 80). La religión hace tomar conciencia al hombre de su finitud a la vez que acrecienta en él el sentido de lo infinito” (p.83). Es posible “definir” la religión como “la relación que orienta el hombre a Dios” (p. 83). Un aspecto de gran importancia es la consideración de la relación existente entre religiones y verdad. El cristianismo tiene pretensión de verdad; es más, pretende ser la verdadera religión (cf. p. 84). No se trata de eliminar tal pretensión, sino de dar razón de ella, presentando los elementos objetivos que hacen del cristianismo la expresión culminante del fenómeno religioso. En definitiva, “el tema de la verdad es esencial para cada religión” (p.86) y, vinculado con este, está el tema de la respuesta coherente al sentido de la vida humana.

Con Galileo tiene lugar un cambio de paradigma en la comprensión de la ciencia. La “nueva ciencia”, la física moderna, busca un modelo basado en “sensatas experiencias” y en “necesarias demostraciones”. Contaba ahora con instrumentos tecnológicos – entre ellos, el telescopio - para adentrarse en la interioridad del universo. ¿Cómo hacer posible, en nuestros días, el diálogo entre cosmología y antropología; entre filosofía, teología y cosmología? No desde la fragmentariedad, sino desde el intento de lograr la unidad del saber: es necesaria “una epistemología que sepa hacerse cargo de respetar las metodologías propias de cada ciencia, pero con la previsión de crear las posibilidades para una visión de conjunto que recree en cierto modo la unidad del saber” (p. 97). El conocimiento físico “debe entrar en el organigrama del saber filosófico y teológico”, al menos para afrontar con coherencia la cuestión antropológica (cf. p. 100). El saber cosmológico no anula la interrogación metafísica o teológica, sino que la sitúa en un espacio diverso. La tecnología – pensemos en la “Inteligencia Artificial” - está construyendo una nueva visión del hombre, del mundo y de la misma ciencia. La teología no puede quedar al margen de todo ello. Cuenta en su favor con el testimonio de autores de la tradición, como san Agustín, que en De Genesi ad litteram enseña que la interpretación literal de la Escritura sobre cuestiones “científicas” daña la correcta hermenéutica del texto sagrado y atenta contra la credibilidad de la fe (cf. p.102-103). Hace falta descubrir un “nuevo telescopio” como instrumento adecuado para repensar la vida y su sentido.

La IA no es una simple sigla, sino que “constituye una auténtica revolución sobre todo para la informatización de la vida personal” (p. 112). Pone en cuestión la relación con la verdad, ya que la IA no está programada para proporcionar afirmaciones verdaderas, sino verosímiles (p. 117). La cultura digital supone una transformación de los comportamientos que inciden en la formación de la identidad personal y en las relaciones interpersonales, en un nuevo modelo de comunicación y de formación. Toca cuestiones decisivas del hombre, como la de la verdad y la de la libertad (cf. p. 118). La Iglesia no puede ignorar esta transformación antropológica que se está produciendo. La memoria pasa de ser una memoria dinámica a ser una memoria estática, que conserva contenidos, pero que no los produce (al menos de momento); el conocimiento crítico cede ante las reacciones emotivas; se altera la percepción del espacio y tiempo, con un desplazamiento hacia el hic et nunc. Lo digital informa, pero no crea comunicación: “si no se comprende que estamos ante un punto de inflexión antropológica, se continuará a tratar la problemática desde la perspectiva de la instrumentalidad y no de la cultura” (p. 121). La educación y la formación han de acompañar la evolución tecnológica, acompasando el enorme crecimiento tecnológico con el desarrollo de la responsabilidad, de los valores y de la conciencia. Junto a los elementos positivos de la IA, habrá que verificar cómo se relaciona esta con la inteligencia personal, así como la manera de afrontar los intereses económicos, políticos y financieros que acompañan estos desarrollos. La centralidad de la “máquina” no debería devaluar el concepto de persona. Las autoridades competentes habrán de vigilar para que los ciudadanos no terminen convertidos en conejillos de indias. ¿Cómo evangelizar a la generación digital?, ¿cómo transmitir una cultura rica de humanismo en una cultura que otorga primacía a la técnica? Con Pascal, cabe pensar que la grandeza del pensamiento personal no puede ser sustituida por nada.

¿Cuál ha de ser la relación de la fe con la ciencia? El problema no es, en primer lugar, la ciencia como tal, sino el uso que se hace de sus descubrimientos (cf. p. 135). La ciencia ha de gozar de autonomía y su uso ha de conformarse a la norma ética. No obstante, también el conocimiento científico ha de estar orientado hacia el hombre: “La finalidad a la que todo conocimiento debería tender, por tanto, es la verdad de todo lo que existe y en particular del hombre que percibe, conoce y desea alcanzar la verdad sobre sí mismo y sobre el mundo” (p. 136). La ciencia no puede cerrarse a la búsqueda de la verdad plena sobre el hombre. De esta búsqueda dan testimonio el pensamiento y la filosofía, así como el arte. La Iglesia no puede estar contra la ciencia, sino en una alianza necesaria con ella. Son muchos los hombres de Iglesia que están en el origen de grandes descubrimientos científicos y que testimonian la importancia de la ciencia, pero no separada de la visión humanista que forma a la persona (cf. p. 1381-142). San Agustín, en de Doctrina christiana, exhortaba a los jóvenes cristianos a hacerse cargo del conocimiento científico de los paganos. La luz de la revelación no desvirtúa esas conquistas, sino que las lleva a su plena valoración. La fe cristiana, ni entonces ni ahora, ni anula la razón ni humilla la ciencia, sino que se une con ellas en la búsqueda permanente de sentido.

Lo creado, su observación y contemplación, provoca la mente del hombre. La verdad de las cosas debe ser encontrada en la conciencia y sacada a la luz. Lo creado está ligado al hombre, pero no concluye su verdad en el hombre, sino que esa relación mutua se abre a la verdad de Dios (cf. p. 158). De la creación se puede remontar uno a Dios creador (cf. Rom 1,19), porque la creación es una mediación de la revelación (cf. p. 160). La respuesta coherente a la revelación es la fe. La teología habla de un divino proceso creativo, que abarca el origen, que continúa en la historia y que tiene su cumplimiento al final de los tiempos (cf. p. 163-164). La creación es obra de la Trinidad que atestigua la potencia del amor de Dios que se extiende y alcanza a cada ser viviente. El único fin de lo creado el la manifestación y la comunicación de la gloria de Dios, como expresaba san Buenaventura. Aquí radica el fundamento de la relación entre creación y belleza: “el sumo Artífice ha dispuesto todas sus obras de modo ordenado, hacia el único fin de la belleza”, escribe san Agustín en De vera Religione. Esta belleza solo se percibe si se considera en su conjunto. Y para esta consideración es preciso contemplar: “Lo creado es don que es ofrecido para acoger la voz de Dios incluso en el silencio. Y desde aquí viene dada la verdad sobre la existencia, entonces es decisivo que se tenga el coraje de lanzarse a la contemplación” (p.170). La contemplación, al modo de san Francisco, de la belleza de las criaturas y del rostro sufriente de Dios que hace suyo el dolor de los hombres.

Dios es Padre. La ciencia jamás podría alcanzar esta conclusión. A la teología, basada en la revelación, le corresponde mostrar esta verdad. El tema de Dios Padre, en el que se halla la unidad del misterio revelado y de su inteligencia, permite superar la fragmentación que afecta a los saberes y a la misma ciencia. No en vano la unidad del pensar teológico precede la diferenciación de las disciplinas y de las escuelas teológicas (cf. p. 179). Karl Rahner ha demostrado que en el Nuevo Testamento la expresión “ho Theós” se refiere siempre al Padre, a la primera persona de la Santísima Trinidad. La revelación del Padre, cumplida por Cristo con el reclamo a la filiación, no está referida a un genérico Dios, sino a “su Padre”. El camino para profundizar en la unicidad de Dios no parte de su naturaleza, sino de la persona del Padre: del Padre procede el Hijo y por medio de él el Espíritu Santo. Dios es único; es decir, no hay otro Dios fuera del Padre de Jesús. La paternidad de Dios, que revela su unicidad, se expresa en la historia: El Dios Padre de Jesús no es aún el único Dios para todos los hombres; de ahí la responsabilidad para los cristianos de la misión y de la evangelización. Por otra parte, en la estela de von Balthasar, la garantía de la unidad de Dios, de las tres personas de la Trinidad, es el amor; es decir, la forma que mejor revela la esencia divina (cf. p. 190). Una metafísica del amor que se conjuga fácilmente con el evento de la encarnación. La paternidad de Dios es un “dar todo”. “El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son este amor de total autodonación como positiva forma del amor que en la libertad acoge sin pretender ser el otro” (cf. p. 192). Este amor se ofrece al mundo tal como se actúa en la vida trinitaria y, por consiguiente, es puesto en el mundo “el criterio último para reconocer el amor y adherirse a él” (p. 193). El amor cristiano “no es la palabra – ni siquiera la última – del mundo sobre sí mismo, sino la Palabra conclusiva de Dios sobre sí y propiamente por esto también sobre el mundo”, dice von Balthasar (cf. p. 193). Este amor es la íntima esencia de Dios. El verdadero desafío de todos los tiempos, también para la teología, es el conocimiento de Dios.

            Nos encontramos, en resumen, ante un ensayo profundo, meditado, que plantea numerosas cuestiones a la teología en su diálogo con la ciencia y que apuesta, igualmente, por la colaboración de los saberes en la búsqueda de la verdad a fin de proporcionar una respuesta coherente a la búsqueda de sentido, tratando de proporcionar “una vida mejor para toda la humanidad y no solo para un grupo privilegiado de personas” (cf. p. 203). La fe no desprecia ningún saber, sino que presenta el rostro creíble de Jesús de Nazaret, “Dios hecho hombre que no anula lo humano sino que lo inserta al interno de una vida de amor que llama a la participación de la misma vida de Dios” (p. 204).

Guilllermo Juan Morado. 

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