II Domingo de Pascua (B): El paso de incrédulo a creyente

“Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”. En la Octava de Pascua seguimos celebrando el día santísimo de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. El Evangelio nos transporta al anochecer de aquel día, el primero de la semana.

El Señor no se somete a un examen forense por parte de los incrédulos, sino que se aparece a los suyos. Son estos encuentros los que, bajo la acción de la gracia, despiertan la fe de los discípulos en la Resurrección.

Dios todo lo hace nuevo. Su palabra, la entrega de su Hijo en la Cruz, el agua y la sangre, el amor más fuerte que la muerte… transforman lo terreno en lo celeste, lo temporal en lo eterno.

Verdaderamente se trata, como explicaba Benedicto XVI valiéndose de una analogía, de la mayor “mutación”, del salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos. Su cuerpo, el de Cristo, se llena del Espíritu Santo y participa, para siempre, de la gloria de Dios.

La Resurrección es un acontecimiento transcendente que irrumpe en la historia. El mayor signo que el Señor da a los suyos es su propia presencia, que revela y vela, que manifiesta y oculta. Se encuentra con María Magdalena y las otras mujeres, se aparece a Pedro y a los Doce. Se aparece también a otros discípulos.

La figura de Tomás personifica la “prueba de la fe”: Si no veo la señal de los clavos, si no toco su costado, no lo creo. Tomás ha de realizar su propia “pascua”, su tránsito, su paso de incrédulo a creyente. Un paso que han tenido que dar asimismo los demás apóstoles. Un paso que debemos dar cada uno de nosotros, ya que para ver es necesario creer.

No estamos dispensados de creer. La Resurrección es objeto de fe y solo es accesible en la fe, aunque esta fe cuenta en su favor con la credibilidad del testimonio apostólico.

Jesús se encuentra con estos primeros creyentes “el día primero de la semana”, “a los ocho días”… Se encuentra también con nosotros en “su” Día, el Día del Señor.

Se encuentra con nosotros en la comunión de su Iglesia (“un solo corazón y una sola alma”). Se encuentra con nosotros en la Eucaristía. Se encuentra con nosotros y nos da su paz, nos envía a la misión, nos comunica su Espíritu y su perdón para que cada uno de nosotros, en su Iglesia, podamos ver y creer; podamos confesar como Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!

¡Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo! Amén. Aleluya.

 

Guillermo Juan Morado.

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