Miércoles de Ceniza

“Te compadeces de todos, Señor, y no aborreces nada de lo que hiciste; pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan, y los perdonas, porque tú eres nuestro Dios y Señor” (cf Sab 11,23-24). Estas palabras de consuelo y de confianza figuran en la antífona de entrada de la santa Misa del Miércoles de Ceniza.

Dios es “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor”, nos dice también el profeta Joel (cf Jl 2,12-18). La misericordia es el límite que el bien divino impone al mal también en nuestra propia vida, si nos abrimos al perdón de Dios: “por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (cf Sal 50).

La Cuaresma, enseña Benedicto XVI, “es el tiempo privilegiado de peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia”: “Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (cf 2 Cor 5,20-6,2). Cristo nos acompaña en esta peregrinación hacia el Padre a través del desierto de nuestra pobreza, de nuestra indigencia, de nuestro desamparo. Él nos guarda y nos sostiene en la intemperie de la tentación y de la desesperanza.

Es tiempo de combate espiritual contra el pecado y contra Satanás. El tentador, que quiso poner a prueba la actitud filial de Jesús, nos pone a prueba a cada uno de nosotros. Nuestra naturaleza está herida por el pecado, inclinada al mal, y el mundo “todo entero yace en poder del maligno” (1Jn 5,19). El hombre, nos recuerda el Concilio Vaticano II, “debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo” (GS 37).

Es el combate de la fe, la lucha por conservarla (cf 2 Tim 4,7), cuando parece que, desde fuera y a veces se diría que hasta desde dentro de la Iglesia, se nos invita a la apostasía, a pensar y vivir como los demás, como si Dios no existiese, como si la esperanza careciese de fundamento, como si el amor fuese poco más que una palabra hermosa.

Es tiempo de profesar la fe, fundada en la revelación divina y no en la especulación humana, transmitida por la tradición viva de la Iglesia, enseñada con autoridad por los sucesores de los apóstoles. La fe que, en su sustancia, no cambia, porque “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre” (Heb 13,8).

Es tiempo de avivar la esperanza, sin sucumbir a la tentación de sospechar que Dios nos ha abandonado, que ha abandonado a su Iglesia, olvidando que él es fiel a sus promesas y a su misericordia.

Es tiempo de sacudir la indiferencia, la ingratitud, la tibieza, la pereza espiritual, que nos hacen quedarnos cortos a la hora de responder al amor divino, como si no mereciese la pena amar a Dios sobre todas las cosas.

Las armas de este combate contra el pecado, mortal y venial, son la oración, el ayuno y la limosna (cf Mt 6,1-18).

La Cuaresma es tiempo eucarístico. La sangre que brota del costado traspasado de Jesús es símbolo de la Eucaristía, el sacramento que nos adentra en la oblación de Jesús, en la dinámica de su entrega. La Eucaristía nos permitirá aceptar el amor de Jesús, su compasión, y nos capacitará para difundirlo, testimoniándolo con gestos y palabras, abriendo el corazón a los demás y luchando contra toda forma de desprecio a la vida humana y contra toda muestra de explotación de las personas.

Que, como hemos pedido antes de recibir la imposición de la ceniza, Dios nos conceda llegar con el corazón limpio a la celebración del Misterio pascual de su Hijo. Amén.

 

Guillermo Juan Morado.

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