Las lágrimas de las cosas

Ayer me encontré, de nuevo, con esta expresión: “Las lágrimas de las cosas”. En la brillante obra - por otra parte, tan actual, gracias ya no a Hitler, sino a Putin - La liebre con ojos de ámbar, de Edmund de Waal, se evoca el exilio en Londres de Viktor Ephrussi, huyendo del nazismo que anexionó Austria a Alemania: “A veces, cuando los nietos volvían del colegio, les contaba la historia de Eneas y su regreso a Cartago. En los muros de la ciudad hay escenas de Troya. Y es entonces, enfrentado con la imagen de lo que ha perdido, cuando Eneas por fin llora. “Sunt lacrimae rerum”, dice. “Hay lágrimas en las cosas”.

Virgilio supo captar que “hay lágrimas en las cosas”. Muchas cosas se echan de menos, porque las cosas nos dicen lo que éramos y lo que somos. Las cosas tienen memoria. Constituyen un polo objetivo, intencional, que determina lo que queremos; en definitiva, lo que recordamos haber sido o lo que, en el futuro, ansiamos ser.

La frase de Virgilio me hizo traer a la mente, con algunas dudas, un texto de La Regenta de Clarín. En esta novela del siglo XIX se describe a un personaje, Saturnino Bermúdez. Se le caracteriza de la siguiente manera: “Don Saturnino Bermúdez, que juraba tener documentos que probaban al inteligente en heráldica venirle el Bermúdez del rey Bermudo en persona, era el más perito en la materia de contar la historia de cada uno de aquellos caserones, que él consideraba otras tantas glorias nacionales. Cada vez que algún Ayuntamiento radical emprendía o proyectaba siquiera el derribo de algunas ruinas o la expropiación de algún solar por utilidad pública, don Saturnino ponía el grito en el cielo y publicaba en El Lábaro, el órgano de los ultramontanos de Vetusta, largos artículos que nadie leía, y que el alcalde no hubiera entendido, de haberlos leído; en ellos ponía por las nubes el mérito arqueológico de cada tabique, y si se trataba de una pared maestra demostraba que era todo un monumento […] Mas no por esto dejaba el sabio de sacar a relucir la retórica, en que creía, ostentando atrevidas imágenes, figuras de gran energía, entre las que descollaban las más temerarias personificaciones y las epanadiplosis más cadenciosas: hablaban las murallas como libros y solían decir: «tiemblan mis cimientos y mis almenas tiemblan»; y tal puerta cochera hubo que hizo llorar con sus discursos patéticos; por lo cual solía terminar el artículo del arqueólogo diciendo: «En fin, señores de la comisión de obras, sunt lacrimae rerum!»”.

Las “epanadiplosis”, muy de don Saturnino, no son más que las duplicaciones, las reiteraciones – quizá se trate de una broma de Clarín dirigida a los expertos en la lengua española - .

En el libro de Edmund de Waal, las cosas tienen un enorme protagonismo. En un determinado momento, se compara el valor de las cosas con el “valor” de las personas: “Los judíos importan menos que lo que una vez poseyeron. Lo que está en marcha es un examen de cómo cuidar adecuadamente los objetos y darles un decente hogar alemán”. La frase se sitúa en el contexto, ya mencionado, de la anexión de Austria por parte de Alemania.

Deberíamos preguntarnos, de nuevo, sobre el valor de las cosas y sobre la dignidad de las personas. ¿Es aceptable que un país invada a otro país soberano? ¿Es aceptable que la comunidad internacional mire hacia otro lado? No están en juego, solamente, bienes culturales – cosas muy valiosas -; está en juego la vida de muchas personas. Hay hasta quien dice, en medio de sus delirios, que todo se debe al impulso imperialista de los zares. ¡Lo que hay que oír!

 

Guillermo Juan Morado.

Publicado en Atlántico Diario.

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