Lecturas. R. Strange, "Newman, El corazón de la santidad"

R. Strange, Newman. El corazón de la santidad, Desclée De Brouwer, Bilbao 2021, ISBN: 978-84-330-3161-7, 184 páginas.

 

Roderick Strange (1954) es un sacerdote inglés, ordenado en 1969, especialista en el pensamiento de Newman. Desde 2015, ocupa el cargo de profesor de Teología en la Universidad de Santa María, Twickenham, la única universidad confesional del área de Londres.

En el prólogo de este libro, se recoge una sentencia de Newman: “Como todo el mundo sabe, no tengo nada de santo”. Y añadía: “es una severa (y saludable) mortificación que piensen que uno está a punto de serlo” (p.21). Decía, el célebre cardenal inglés, que, en el cielo, se contentaría “con limpiarles los zapatos a los santos; a san Felipe [Neri], si usa betún”. La Iglesia no ha pensado, en este punto, lo mismo que Newman. La prueba es que fue beatificado por Benedicto XVI en Birmingham, el 19 de septiembre de 2010, y canonizado por Francisco en el Vaticano, el 13 de octubre de 2019.

R. Strange pretende en esta obra “desvelar las diferentes capas de su espiritualidad a fin de explorar de forma respetuosa el corazón de su santidad” (p.24). La palabra “corazón” es elegida a propósito. Newman aspiraba a tocar los corazones de los demás, porque, cuando hablaba, lo que decía provenía de la profundidad de su corazón; es decir, comunicaba lo que creía que era verdad. No es superfluo recordar su lema cardenalicio: “Cor ad cor Loquitur”, “el corazón habla al corazón”. Ya como anglicano, Newman estaba persuadido del vínculo que unía a lo visible con lo invisible, y de que ese vínculo se reveló de manera suprema en Jesús de Nazaret, la Palabra hecha carne (cf. p.27).

A lo largo de diez capítulos, el autor nos ayuda a adentrarnos en las capas de la espiritualidad newmaniana. En el capítulo 1, “El viaje de Newman”, traza una panorámica de su vida, señalando los grandes momentos que han marcado su itinerario interior: su participación en el Movimiento de Oxford, su recepción en la Iglesia católica, su ordenación como sacerdote católico y las muchas amarguras y controversias que siguieron a su conversión: “Desde que soy católico, me parece que, en lo personal, no he tenido más que fracasos” (p. 36). Muchos anglicanos dudaron de su integridad y muchos católicos desconfiaban de su catolicismo. Su creación como cardenal por León XIII en 1879 disipó los recelos de los católicos. En 1873 supo anticiparse, como en tantos otros temas, a lo que vendría más tarde: “El cristianismo no ha tenido todavía la experiencia de un mundo simplemente irreligioso”. Hablaba, en aquel entonces, de un futuro en el que la gente de Gran Bretaña ya no creería. Para nosotros, ese futuro es ya presente, no solo en Gran Bretaña, sino en casi todo el mundo. En medio de las disputas doctrinales, Newman trató de mantenerse en una “vía media”, moderada, defendiendo la integridad de la verdad católica, apartándose del error, pero evitando caer en los excesos. Sus grandes preocupaciones eran la revelación y la Iglesia; preocupaciones que serían fundamentales, como sabemos, en el concilio Vaticano II. El interés por ambas cuestiones se basaba en la profunda fe de Newman en Dios y en la motivación pastoral que animó toda su vida. Siempre se ocupaba de la gente. No tenía interés alguno en vencer los razonamientos de nadie “sin tocar sus corazones”.

El capítulo 2, “Todo lo que es, lo que se ve y lo que no se ve”, recoge una de las convicciones profundas y constantes de Newman. Se trata del principio sacramental: La realidad no está formada solo por lo que se ve; también por lo que no se ve. En su primera conversión, en 1816, cuando tenía 15 años, Newman llegó a descansar “en el pensamiento de [que solo hay] dos y solo dos seres absoluta y luminosamente autoevidentes: yo y mi Creador”. “Esta presentación de la realidad como una relación entre Dios y él, entre lo que se ve y lo que no se ve, entre el mundo visible y el invisible, era absolutamente fundamental para Newman. Modeló y condicionó su vida para siempre”, anota Strange (p.47). El lenguaje, en consecuencia, podía tener una cualidad sacramental, que abría caminos hacia lo que estaba oculto (cf. p.49). Newman creía que “ese vínculo entre lo que se ve y lo que no se ve se revelaba en Cristo” (p. 55). Pero para captarlo, es necesario estar alerta, permanecer a la espera.

El capítulo 3, “Estar a la expectativa de Cristo”, desarrolla el contenido de ese “permanecer a la espera”. El tiempo de Adviento resume una orientación que ha de ser característica de la disposición cristiana de cada día: “Es el tiempo en que los cristianos somos llamados más explícitamente a estar a la espera de Cristo, en el pasado, en el futuro y en el presente” (p.57-58). “Tener intimidad con Cristo es estar alerta a su presencia” (p.58), sabiendo que las palabras, las confesiones de fe, por sí solas, no son suficientes. “Las palabras se vuelven reales cuando son sinceras y encuentran un hogar en el corazón” (p.62). Como escribió Newman: “No olvidemos nunca dos cosas muy verdaderas: debemos tener el corazón penetrado del amor de Cristo y lleno de abnegación, pero si no lo está realmente, profesar que lo está no corregirá la deficiencia” (p.62). El verdadero cristiano es el que busca a Cristo, evitando que su presencia pase desapercibida: “Digo que Cristo, el Hijo de Dios libre de pecado, podría vivir ahora en el mundo literalmente como el vecino de al lado y quizás nosotros no nos diéramos cuenta” (p.66).

El capítulo 4, “La vida en Cristo”, incide en la convicción de Newman de la presencia personal de Cristo en los que creen. La fe es el medio “por el que el alma ve a Cristo” (p.80). A través de la fe contemplamos a Cristo, y por la fe, Cristo viene a morar en nosotros. La santidad es la presencia personal de Cristo en el creyente. Cristo invita a la humanidad a compartir su naturaleza divina en virtud de su participación en nuestra humanidad. Cristo se hace presente en la Eucaristía (capítulo 5), para que nosotros podamos acercarnos a él. En la oración (capítulo 6) podemos contemplar los misterios de la fe, sabiendo que “una revelación es la doctrina religiosa contemplada desde su lado luminoso; un Misterio es la misma doctrina, contemplada desde su lado oscuro” (p.112). La conversión al catolicismo de Newman trajo consigo momentos de vivir “en la oscuridad” (capítulo 7), pero, por muy abrumado que se sintiera, estaba decidido a ser fiel, incluso en la perplejidad o en la tristeza. “La Iglesia en 1845 no sabía qué hacer con Newman”, resume Strange (p.122). No acababan, tras su conversión, de fiarse de él.

El capítulo 8 nos acerca al “ministerio pastoral” de Newman. Siempre estuvo convencido de la importancia de la influencia personal como medio para propagar la verdad. Siendo rector de la Universidad Católica de Dublín escribió: “Un sistema académico sin la influencia personal de los maestros sobre los alumnos es como un invierno ártico; creará una universidad bloqueada por el hielo, petrificada, como fundida en acero” (p.137). Newman, como anglicano y como católico, siempre estuvo pendiente de los fieles. En primer lugar, con su predicación: “Tengo como canon fundamental que un sermón, para ser eficaz, debe ser imperfecto”, decía sabiamente. Igualmente, Newman poseía “un talento para educar” (capítulo 9). Defendió que la Universidad era un lugar para “enseñar el conocimiento universal”, descubriendo la interconexión de los saberes y de las cosas, superando un pragmatismo que puede socavar la coherencia de lo real.

¿Qué cabe retener del camino de santidad de John Henry Newman? Strange habla, en este sentido, de “una apología para nuestros tiempos” (capítulo 10). Frente a la visión dominante de un mundo “simplemente irreligioso”, el legado de Newman ofrece “una comprensión de Cristo como la persona en la que lo humano y lo divino estaban plenamente presentes y perfectamente unidos” (p.169); un fundamento, en suma, para la integración y la unión de los secular y lo sagrado. “Newman proponía una visión profundamente encarnada de la santidad en la que las dos partes, lo que es del orden de la gracia y lo que es humano, son distintos entre sí pero están en perfecta sintonía” (p.170). La mente religiosa no ve menos, ve más: “ve mucho más de lo que es invisible para la mente no religiosa” (p.177). Para ofrecer una apología para nuestro tiempo, un punto de vista alternativo, “tenemos que cultivar la percepción apropiada para la fe”, nos dice Strange (p.177). Como afirmaba Newman, la fe no es el razonamiento de una mente débil, sino “el razonamiento de una mente divinamente iluminada” (p.177).

Nos ha tocado vivir en ese mundo irreligioso, entrevisto por Newman, en el que la Iglesia se enfrenta a “una oscuridad de un tipo diferente de ningún otro que haya existido antes”, a un tiempo en el que se ve perjudicada por “escándalos por la mala conducta de sus miembros” (“estamos a merced de cualquier miembro indigno”, escribió). Para la fe y para la teología es importante que el anuncio de la revelación esté acompañado del signo de credibilidad del testimonio de la vida de los cristianos. Una palabra, “testimonio”, muy presente en la reflexión teológico-fundamental, que designa lo que también se entiende por “santidad”. El pensamiento y el ejemplo personal de Newman nos ayudan a recordarlo.

Guillermo Juan Morado.

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