Una meditación sobre la Penitencia

Meditación dirigida al clero de la diócesis de Tui-Vigo

Seminario Mayor de Vigo, 23.3.2021

 

  1. La Penitencia, el ámbito de la máxima personalización de lo cristiano

Siempre es oportuno recordar a san Telmo y reparar en el núcleo de su método evangelizador y misionero: La predicación, el anuncio de la palabra de Dios que juzga y salva, y la atención a cada uno en el sacramento de la Penitencia, expresión de la máxima personalización de lo cristiano.

Como fieles cristianos, y como pastores de la Iglesia, queremos escuchar la Palabra de Dios, dejarnos conmover por ella y encaminarnos a la Penitencia, entendida como virtud y como sacramento.

El tiempo cuaresmal es un proceso de “peregrinación interior hacia Aquel que es la fuente de la misericordia”[1]. La Cuaresma es un camino, un itinerario, cuya meta es Dios, de quien brota la misericordia. El profeta Joel llama – lo escuchábamos al comienzo de la Cuaresma - a esta peregrinación; a la conversión: Ahora…. “convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso” (Jl 2,13).

Caminar hacia Dios supone reconocer nuestro pecado. Como decía Pascal: “nosotros no podemos conocer bien a Dios más que conociendo nuestras iniquidades”[2]. Y añadía: “es igualmente peligroso al hombre conocer a Dios sin conocer su miseria y conocer su miseria sin conocer a Dios”[3]. Algo similar encontramos en el maravilloso Salmo 50: “yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado”, “misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa”.

En esta peregrinación, Dios nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino con la intensa alegría de la Pascua. En la desolación de nuestra miseria, de nuestra soledad; en el desierto de la oscuridad, donde ya no parece haber lugar para la esperanza, Dios se hace presente.

No permite, por su bondad, que triunfe sobre nuestra alma la tentación de la falta de esperanza, la angustia de pensar que la Iglesia de Cristo parezca abocada a su final en la tierra, a un viernes santo sin mañana de gloria. La misericordia de Dios, que pone un límite al mal, pone freno también a nuestra desesperanza.

La Cuaresma es peregrinación y es, asimismo, combate espiritual contra el mayor enemigo, contra Satanás, y contra el pecado. El ayuno y la abstinencia son expresiones, gestos, que simbolizan la verdadera abstinencia, que es la de evitar el pecado, tanto mortal como venial. Se trata de un combate sin pausa, librado con las “armas” de la oración, el ayuno y la limosna, de las que nos habla el Señor.

Es una lucha también contra la desesperación, contra el pobre balance de nuestra vida: ¡Tantas “Cuaresmas” vividas y qué pocos frutos, qué poca conversión, cuánto hay de malo y de peor todavía en nuestra alma! Frente a la desesperación, Pascal pone en labios de Jesús unas palabras consoladoras que nos pueden servir para no cejar en el empeño de la conversión: “Tu conversión es cosa mía; no temas y reza con confianza”[4].

 2. La “proporcionalidad directa”

 

¡No temamos! Dios nos ha sumergido en el agua del Bautismo – en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo – para revelarnos su amor trinitario, para introducirnos en la atmósfera divina de la comunión de Dios. ¡No temamos! Nos da la Sangre de la Eucaristía, que nos adentra en la oblación de Jesús; en su amor entregado: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo…“, “mi Sangre… derramada por vosotros y por muchos”.

“Rasgad vuestros corazones” (Jl 2,13). Dejemos que el Espíritu Santo haga nuestro corazón semejante al Corazón traspasado de Cristo en la Cruz, para que aceptemos el amor de Jesús, que brota de su Corazón, y aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor en cada gesto y en cada palabra.

“No temas y reza con confianza”. “Tu conversión es cosa mía”. En la relación de Dios con el hombre no rige la ley de la competencia. Cuanto más abierto está el hombre a Dios, más es él mismo: más plenamente humano, más libre. Es lo que podemos denominar la “ley de la proporcionalidad directa”. El cristiano no es únicamente una instancia testimonial de la acción exclusiva de Cristo, sino que es a la vez sujeto de lo que recibe. Dios no trata a los destinatarios de su gracia como objetos, sino como sujetos capacitados por Él para ser sus colaboradores.

El modelo de esta ley es Jesucristo: su humanidad es la manifestación del Logos divino. El concilio de Calcedonia nos ayuda a comprender que Dios no se revela simplemente a través de la humanidad de Jesús, sino como la humanidad de Jesús.

La máxima personalización de la Penitencia – como virtud y como sacramento - expresa el dinamismo personal de la fe. No es casual que la llamada a la conversión esté unida a la llamada a la fe: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). La fe, el acto de creer, es un don de Dios. La necesaria acción de su gracia, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo (cf DV 5), hacen posible que el acto de creer sea, al mismo tiempo, plenamente humano, conforme a la razón, libre y socialmente responsable. Es la “proporcionalidad directa”: cuanto más libre y propio es el actuar de una criatura, tanto más es expresión del actuar de Dios.

Necesitamos afianzar esta dimensión personal – y también experiencial y, en cierto modo, mística – de la fe. Se trata de una dimensión genuina del creer y de una dimensión más necesaria si cabe cuando constatamos el derrumbe de la sociedad cristiana y la demolición de un edificio – el de una Iglesia coextensiva con la población – del que ya no cabe seguir apuntalando su fachada, porque ya no queda ni la fachada.

En 1958, en el intervalo entre la muerte del papa Pío XII y la elección de su sucesor, Joseph Ratzinger –entonces un joven profesor de Teología – escribió:

“Según las estadísticas sobre la religión, la vieja Europa sigue siendo una región de la Tierra casi por completo cristiana. Pero difícilmente existirá otro caso en el que, como en este, todo el mundo sepa que las estadísticas engañan: la imagen de la Iglesia de la Modernidad está determinada de forma esencial por el hecho de que, de una manera totalmente nueva, se ha convertido en una Iglesia de paganos y cada vez lo será en mayor medida: ya no es, como antaño, una Iglesia formada por paganos conversos al cristianismo, sino una Iglesia de paganos que aún se llaman cristianos, pero que en realidad se han convertido al paganismo”[5].

La diferencia entre 1958 y nuestro presente radica en que, como he apuntado, la fachada ha caído: los paganos ya apenas se llaman cristianos. Algunos que aparentemente permanecían han huido de modo injustificado, no por la presión de un martirio inminente – como el que acosó a los cristianos de Iraq - , sino en la confusión de la pandemia. Queda lo que en el fondo había: la pequeña comunidad de los creyentes, el pusillus grex.

 

3. Penitencia y fe

 

“Cualquier tiempo es bueno para profundizar en la fe de la Iglesia. Este tiempo de Cuaresma es especialmente propicio para hacerlo porque en este camino hacia la Pascua la Iglesia nos invita a todos los cristianos a volver los ojos del corazón y de la mente a la fe que profesamos”, nos recordaba el Sr. Obispo[6].

Las “Orientaciones doctrinales y pastorales del Episcopado Español” que encontramos en el Ritual de la Penitencia dedican un amplio apartado a comentar la relación que existe entre la fe y el sacramento de la Penitencia[7].

No podemos olvidar que todos los sacramentos son “signos de la fe”, en los que la fe del cristiano se funde con la fe de la Iglesia y se hace presente la acción santificadora del Kyrios en su cuerpo y en los miembros de su cuerpo que es la Iglesia[8].

La conexión entre la fe y el perdón de los pecados es una de las afirmaciones básicas del Nuevo Testamento y una vivencia constante de la Iglesia. Desde los inicios de la predicación de Jesús hay una identidad entre conversión y fe. El Concilio de Trento afirma que “la fe es el fundamento y la raíz de la justificación”, por la cual el hombre pasa del pecado a la gracia y es hecho amigo de Dios.

El proceso de conversión es siempre, básicamente, un despertar de la fe y del amor hacia el Padre, como se refleja en la parábola del Padre misericordioso: “me levantaré, e iré a mi Padre” (Lc 15,18).

Pero el misterio del pecado solo adquiere su plena luz en la medida en que se parte de la Palabra de Dios. Como también enseña el Sr. Obispo:

“Una de las mayores dificultades que hoy tenemos en la vida pastoral es la permanente tendencia a juzgar las realidades de la vida cristiana con criterios puramente humanos. Nos falta la profunda convicción de que la esencia y la misión de la Iglesia no pueden describirse solo con categorías sociológicas” (“La fe de la Iglesia”)[9].

Las categorías sociológicas son insuficientes para captar el significado del pecado. Tal como hacía san Telmo, es preciso predicar “la palabra de la fe” (Rom 10,8), sin la cual no se puede comprender ni el alcance del pecado ni tampoco el sentido del sacramento de la Penitencia. Es urgente, pues, “la predicación de la fe para llamar a la conversión, para promover el compromiso responsable en el interior de la comunidad eclesial, para urgir el testimonio misionero en el mundo”[10].

Una llamada a la conversión que ha de ser muy concreta para que la Palabra de Dios “ilumine lo más íntimo del corazón del hombre y de las situaciones en que actúa, y le muestre el pecado que hay en él y en el mundo”[11].

Para acercarnos al sacramento de la Penitencia, no nos basta con el conocimiento conceptual de las verdades dogmáticas, ni con un planteamiento individualista, pretendiendo una relación exclusiva y espiritual con Dios, sino que necesitamos la fe activa y eclesial que nos moverá a reconocer y confesar humildemente nuestros pecados, a comprometernos a luchar contra el mal y a seguir, con la fuerza de Dios y la ayuda de los hermanos, el camino de las bienaventuranzas.

La fe nos permitirá vivir la alegría de ser reconciliados con Dios y con la Iglesia, por la acción de Cristo presente en ella, y la gracia del Espíritu Santo.

 

4. La Penitencia, virtud y sacramento.

 

La ley de la “proporcionalidad directa”, según la cual Dios nos hace cooperadores suyos en la obra de nuestra salvación, se refleja de modo singular en el sacramento de la Penitencia. No debemos separar la Penitencia como virtud y la Penitencia como sacramento; el plano moral, subjetivo, interior, y el plano sacramental, objetivo, exterior:

“en la teoría y en la práctica estas dos realidades, la conversión y el sacramento, deben ir al unísono, pues se necesitan mutuamente, de modo que la penitencia es una virtud que es sacramento y es un sacramento que supone y se refiere a su homónima virtud sobrenatural; sin el elemento personal, no solo el sacramento se reduciría a una mera acción sin participación fructuosa alguna, sino que incluso no habría sacramento”[12].

La virtud de la Penitencia tiene por objeto la aniquilación del pecado cometido, por ser una ofensa a Dios por la cual el pecador se causa un daño a sí mismo y a la Iglesia. Esto produce dolor por el pecado cometido, que origina el compromiso de destruir sus consecuencias.

Por la virtud de la Penitencia, el hombre, movido por la gracia divina, colabora con Dios, coopera mediante la conversión en la celebración sacramental del perdón de los pecados. Si el pecado es una decisión personal contra Dios, la penitencia es un retorno personal a Dios.

La virtud de la penitencia radica y se expansiona en las virtudes teologales: fe en la Pasión de Cristo, que nos justifica; esperanza en el perdón misericordioso de Dios; amor a Dios, que es el bien supremo.

El sacramento de la Penitencia es la plenitud de la virtud de la Penitencia: “Cuanto más se arrepiente un cristiano más necesita y exige el Sacramento de la Penitencia”[13].

En resumen, como decía Pedro Lombardo: “El Bautismo es solo sacramento; pero la penitencia es sacramento y virtud, es decir, hay una penitencia exterior y otra penitencia interior; la exterior es el sacramento; la interior es la virtud y ambas son causa de la salvación y de la justificación”[14].

Sin olvidar este vínculo entre virtud y sacramento en la Penitencia, recordemos los tres planos esenciales del sacramento de la Penitencia: el signo exterior (el sacramentum tantum); la penitencia sacramental interior (la res et sacramentum) y la remisión del pecado (la res tantum).

a) El signo sacramental de la Penitencia (“sacramentum tantum”) está integrado en el orden material por las acciones del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción, y, en el orden formal, por la absolución del ministro.

La acción del hombre está armonizada con la acción de la Iglesia. Los actos de la virtud de la Penitencia – el arrepentimiento, la confesión y la satisfacción – son partes integrales de la materia penitencial. Son mediaciones de las que Dios se sirve para la remisión de nuestros pecados; son, según santo Tomás, con-causas eficaces del perdón de los pecados.

El penitente tiene una participación activa en el perdón y en la purificación de sus mismos pecados. Tanto lo personal –los actos del penitente – como lo eclesial – la absolución – constituyen inseparablemente el sacramento.

b) La penitencia sacramental interior (res et sacramentum) es a la vez gracia sacramental y signo sacramental. El primer efecto sacramental de la Penitencia y la última disposición para su efecto definitivo, la remisión de los pecados, es – según santo Tomás de Aquino - la penitencia interior o la conversión del corazón, que implica el voto del sacramento.

La penitencia interior, que se identifica con la contrición, es el elemento personal y moral integrado en el contexto eclesial del sacramento. Está causada por la penitencia exterior o signo sacramental y concurre significando y causando (con la confesión, la satisfacción y la absolución) a la remisión del pecado.

La penitencia interior sacramental consagra y conforma al penitente con Cristo y con la Iglesia. En este sentido, la contrición del corazón no es algo previo al sacramento, sino parte del signo sacramental y la penitencia interior es también efecto de la gracia sacramental.

La penitencia interior es el “bautismo laborioso” de quien toma conciencia, al advertir que tiene un Dios que quiere perdonarlo, de la verdad de su pecado, de la verdad de la conversión y de la verdad del perdón de Dios.

c) La remisión del pecado (res tantum). El futo del sacramento de la Penitencia es doble: en primer lugar, la penitencia interior, la purificación del corazón, y, en última instancia (res tantum), la remisión del pecado, la gracia final del sacramento, que implica la reconciliación con Dios, con la Iglesia, con uno mismo y con la naturaleza.

La remisión del pecado se hace mediante la gracia operante de Dios y la gracia cooperante del hombre en el momento de la absolución por la unión con Dios, quien quiere restablecer la comunión con Él en esta vida y en la vida perdurable. Con la remisión del pecado grave, Dios infunde la gracia santificante y con ella todas las virtudes.

Se expresa en toda esta dinámica del sacramento de la Penitencia la famosa afirmación de san Agustín: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”, en conformidad con la señalada lógica de la proporcionalidad directa.

La gracia de la remisión del pecado es una gracia de misericordia por la que Dios acoge y cura la miseria del hombre. Es como un segundo bautismo de quien recobra la vida. La recepción frecuente de este sacramento, experiencia del perdón y de la misericordia de Dios, nos capacita para perdonar también nosotros “setenta veces siete”, siendo testigos de la misericordia del Padre. Es el sacramento de la alegría, pues el gozo del perdón supera el dolor por los propios pecados.

5. Experimentar y dispensar la misericordia de Dios

 

En la carta para la convocación del Año Sacerdotal (2009-2010), Benedicto XVI  afirmaba: “Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros las palabras que él [el cura de Ars] ponía en boca de Jesús: ‘Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita’ ”[15].

La misericordia de Dios es infinita. Como sacerdotes estamos llamados, en primer lugar, a experimentar esta confianza infinita en la misericordia de Dios y en el sacramento de la Penitencia. No basta con conocer nocionalmente, teóricamente, la grandeza del amor de Dios, siempre inclinado al perdón. Es preciso gustarla, experimentarla:

“La conciencia de su propia limitación y la necesidad de recurrir a la Misericordia divina para pedir perdón, para convertir el corazón y para ser sostenidos en el camino de santidad, son fundamentales en la vida del sacerdote: solo quien ha experimentado personalmente su grandeza puede ser un anunciador y administrador convencido de la Misericordia de Dios”[16].

San Gregorio Magno, comentando el pasaje de la parábola de la gran cena (cf. Lc 14,15-24), se preguntaba: ¿cómo es posible que un hombre diga “no” a lo más grande que hay, que no tenga tiempo para lo más importante? Y responde: en realidad, nunca han hecho la experiencia de Dios; nunca han llegado a “gustar” a Dios; nunca han experimentado cuán delicioso es ser “tocados” por Dios. Les falta este “contacto” y, por tanto, el “gusto de Dios". Y nosotros sólo vamos al banquete si, por decirlo así, lo gustamos[17].

Es preciso “gustar” la misericordia y el perdón de Dios para acudir al sacramento en el que se dispensa, este perdón, de un modo tan abundante. Y para poder gustar la misericordia, debemos aprender a pensar como pensaba Cristo: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2,5). A pensar, no solo con la mente, sino también con el corazón, para que se despierte en nosotros la alegría con respecto a Dios, el amor a Él, la alegría de saber que existe y de que podemos conocerlo. Para que se despierte en nosotros el deseo de probar su perdón.

Se trata, en definitiva, de la centralidad de Dios. Debemos invocar al Espíritu Santo para que despierte en nosotros el deseo de Dios: “Lava lo que está sucio, riega lo que está seco, sana lo que está herido. Dobla lo que está rígido, calienta lo que está frío, endereza lo que está torcido”.

Estamos llamados a experimentar la misericordia y a dispensar, como ministros de Dios, su misericordia. Estamos llamados a ser signos que apunten hacia lo Alto para que los hombres puedan conocer a Dios y, de este modo, como decía Pascal, conocer también la propia miseria, el propio pecado. Resulta, igualmente, iluminador el ejemplo del santo cura de Ars:

“el santo cura de Ars hizo “de la iglesia su casa", para llevar a los hombres a Dios. Vivió con radicalidad el espíritu de oración, la relación personal e íntima con Cristo, la celebración de la santa misa, la adoración eucarística y la pobreza evangélica; así fue para sus contemporáneos un signo tan evidente de la presencia de Dios, que impulsó a numerosos penitentes a acercarse a su confesionario”[18].

Solo quien es cada día presencia viva y clara del Señor puede suscitar en los fieles el sentido del pecado, infundir valentía y despertar el deseo del perdón de Dios. Es necesario que los sacerdotes nos dediquemos generosamente a la escucha de las confesiones sacramentales; a fin de guiar el rebaño con valentía, para que no se acomode a la mentalidad de este mundo (cf Rom 12, 2), sino que también sepa tomar decisiones contracorriente, evitando acomodamientos o componendas.

En el sacramento de la Penitencia, el Señor “se confía al sacerdote para que los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge al hijo pródigo, restituyéndole la dignidad filial y la herencia (cf Lc 15, 11-32)”. No nos ha de faltar su gracia, que suscita nuestra cooperación personal en la tarea de administrar su perdón.

 

6. A modo de conclusión: Tres expresiones que explican el sacramento de la Penitencia

 

A modo de conclusión, consideremos algunos pasajes de un discurso de Francisco en el que se refiere a tres expresiones que explican el sacramento de la Penitencia[19]. Extracto, conservando su literalidad, algunas de las principales afirmaciones del mismo.

La primera expresión que explica este sacramento, este misterio es: “abandonarse al Amor”; la segunda: “dejarse transformar por el Amor”; y la tercera: “corresponder al Amor”. Siempre está presente el Amor: si no hay Amor en el sacramento no es como Jesús lo quiere.

1) “Abandonarse al Amor significa hacer un verdadero acto de fe. La fe nunca puede reducirse a una lista de conceptos o a una serie de afirmaciones que hay que creer. La fe se expresa y se entiende dentro de una relación: la relación entre Dios y el hombre y entre el hombre y Dios, según la lógica de la llamada y la respuesta: Dios llama y el hombre responde. También es verdad lo inverso: nosotros llamamos a Dios cuando nos hace falta y Él responde siempre. La fe es el encuentro con la Misericordia, con Dios mismo que es Misericordia —el nombre de Dios es Misericordia— y es el abandono en los brazos de este Amor misterioso y generoso, que tanto necesitamos, pero al que, a veces, tenemos miedo de abandonarnos”.

“La experiencia nos enseña que quien no se abandona al amor de Dios acaba, tarde o temprano, abandonándose a otra cosa, terminando “en brazos” de la mentalidad mundana, que al final acarrea amargura, tristeza y soledad y no se cura”.

2) “Vivir así la confesión significa dejarse transformar por el Amor. Es la segunda dimensión, la segunda expresión sobre la que me gustaría reflexionar. Sabemos muy bien que no son las leyes las que salvan, basta  con leer el capítulo 23 de Mateo: el individuo no cambia por una árida serie de preceptos, sino por la fascinación del Amor percibido y libremente ofrecido. Es el Amor que se manifestó plenamente en Jesucristo y en su muerte en la cruz por nosotros. Así, el Amor, que es Dios mismo, se hizo visible a los hombres, de un modo antes impensable, totalmente nuevo y, por tanto, capaz de renovar todas las cosas. El penitente que encuentra, en la conversación sacramental, un rayo de este Amor acogedor, se deja transformar por el Amor, por la Gracia, empezando a experimentar esa transformación de un corazón de piedra en un corazón de carne, que es una transformación que se da en toda confesión. Así es también en la vida afectiva: se cambia por el encuentro con un gran amor”.

3) “La tercera y última expresión es: corresponder al Amor. El abandono y el dejarse transformar por el Amor tienen como consecuencia necesaria una correspondencia con el amor recibido. El cristiano tiene siempre presentes las palabras de Santiago: «Pruébame tu fe sin obras, y yo te probaré por mis obras la fe» (2,18). La verdadera voluntad de conversión se concreta en la correspondencia al amor de Dios recibido y aceptado. Es una correspondencia que se manifiesta en el cambio de vida y en las obras de misericordia que le siguen. Quien ha sido acogido por el Amor no puede dejar de acoger a su hermano. Quien se ha abandonado al Amor, no puede sino consolar al afligido. Quien ha sido perdonado por Dios, no puede dejar de perdonar de corazón a sus hermanos”.

Y, como dice finalmente el Santo Padre:

“Queridos hermanos y hermanas, recordemos siempre que cada uno de nosotros es un pecador perdonado —si alguno de nosotros no se siente tal, es mejor que no vaya a confesar, mejor que no sea confesor—, un pecador perdonado puesto al servicio de los demás, para que también ellos, a través del encuentro sacramental, puedan encontrar ese Amor que ha fascinado y cambiado nuestras vidas. Teniendo esto en cuenta, os animo a perseverar fielmente en el precioso ministerio que desempeñáis, o que pronto se os confiará: es un servicio importante para la santificación del pueblo santo de Dios. Encomendad este ministerio de reconciliación a la poderosa protección de san José, hombre justo y fiel”.

Guillermo Juan Morado.



[1] Benedicto XVI, “Mensaje para la Cuaresma 2006”.

[2] B. Pascal, Pensamientos, Madrid 2018, 172.

[3] Ib., 319.

[4] Ib., 574.

[5] Citado por P. Seewald, Benedicto XVI. Una vida, Bilbao 2020, 318.

[6] L. Quinteiro, “La fe de la Iglesia”, en Faro de Vigo, 1-3-2021.

[7] Cf Ritual de la Penitencia, Madrid 2012, 34-36.

[8] Cf. F. Sebastián Aguilar, La fe que nos salva, Salamanca 2012, 277.

[9] L. Quinteiro, “La fe de la Iglesia”.

[10] “Orientaciones…” 57, en Ritual de la Penitencia, 34.

[11] Ib., 35.

[12] P. Fernández Rodríguez, El Sacramento de la Penitencia, Salamanca-Madrid 2000, 183.

[13] Ib., 187.

[14] Citado en Ib., 187.

[15] Benedicto XVI, “Carta para la convocación de un Año Sacerdotal”, 16-6-2009.

[16] Benedicto XVI, “A los participantes en el curso sobre fuero interno”, 11.3.2010.

[17] Texto glosado en Ib.

[18] Ib.

[19]  Cf Francisco, “Discurso a los participantes en el curso sobre fuero interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica”, 12.3.2021.

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