1.066 milagros

Parece ser que en el curso 2020-2021 se registraron 1.066 seminaristas mayores en España. Muchos me parecen. Creo que se trata de un auténtico milagro. Cada vocación al sacerdocio es, al menos en nuestro entorno, realmente milagrosa.

Maurice Blondel sostenía que la significación última de los milagros era mostrar la presencia de lo divino en todas partes. El verdadero milagro es Cristo que muere en la cruz; un signo “a la vez notorio y misterioso, discreto y apremiante”. Un signo dirigido a las almas bien dispuestas a recibirlo:

“Si no se tratase más que de ver – y de ver los milagros – para creer, los testigos del Calvario serían lógicos reclamando el signo prometido: ‘¡Sálvate a ti mismo, repara tu templo!’. Pero no; Dios no responde a las intimidaciones de la curiosidad, de la lógica, del sentido común, de la vulgaridad moral. Su signo, siempre a la vez notorio y misterioso, discreto y apremiante, se dirige a las almas en búsqueda, a las que se preparan o se abren a la paradoja del camino de la vida a través de la muerte y la cruz, a aquellas que, en el mismo Calvario, en medio de la ruina sensible y el desmoronamiento de las esperanzas carnales, sienten la divina belleza de la paciencia, del sacrificio, del eterno Espíritu”.

El gran signo es notorio y misterioso a la vez. Un signo que pide ser descifrado por las almas bien dispuestas. En definitiva, todas las buenas razones son necesarias para que la fe sea razonable. Pero todas las buenas razones juntas no dispensan al creyente de creer. La fe no es la razón, no se reduce a ella, pero la fe es siempre razonable, conforme a la razón y socialmente responsable.

Pero estábamos hablando de vocaciones al sacerdocio, de seminaristas. Por una gracia inmerecida – y toda gracia lo es – llevo ya muchos años dedicándome a la docencia de materias filosóficas y teológicas dirigidas a los candidatos al sacerdocio, a los seminaristas. Puedo asegurar que es casi imposible, para un profesor, soñar mejores alumnos. Los hay más aplicados y menos. Más estudiosos y menos. Pero todos ellos, creo que sin excepción, están enormemente interesados en formarse y en capacitarse para ejercer con competencia su posible/futuro ministerio.

Estoy asimismo convencido de los progresos que hacen estos alumnos desde su ingreso en el Seminario Mayor hasta que, seis años más tarde, concluyen sus estudios. Es un avance que, curso tras curso, los profesores podemos constatar con enorme satisfacción.

Resulta un poco absurdo pretender medir el “hoy” de la Iglesia en nuestro país por el “ayer”. Esta mirada fija hacia el pasado no se parece a la mirada de la fe, sino que más bien evoca un llanto crónico y nostálgico por lo que nunca más volverá a repetirse.

El ayer no será, previsiblemente, el mañana. Ni tiene por qué serlo. La pandemia del coronavirus, se dice, ha propiciado que dejen de ir a la Misa dominical entre un treinta y un cincuenta por ciento de personas. Nada que objetar si esas personas tan precavidas no salen de casa. Más dudas me plantearía esa reserva si esas personas fuesen a todas partes menos a Misa. Han dejado de ir, sin motivo, los que quizá iban también sin motivo.

Estos días vemos al Papa en Iraq. ¿Si en nuestro, pese a todo, apacible país nos atacase el Estado Islámico, cuántos volverían a Misa? Tal vez ninguno; ni el párroco.

Estamos, en España y en Europa, sumergidos en una sima de secularismo. Inmersos en una caída sin precedentes de la natalidad. Con todo eso a algunos les parece escasa la cifra de 1.066 seminaristas. A mí me parece milagrosa. Dios actúa a través de lo pequeño, mediante signos discretos y apremiantes. Claro, para quien quiera verlos.

 

Guillermo Juan Morado.

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