Vacunas

La pandemia que soportamos suscita múltiples interrogantes: ¿Qué pasará con las relaciones humanas? ¿Serán, estas relaciones, el ámbito de la enfermedad o de la sanación? ¿Qué nos une a los otros? ¿Somos individuos aislados o estamos llamados a la comunión? ¿Hasta dónde llega nuestra confianza en la técnica?

Giorgio Agamben ha llegado a escribir sobre “La medicina como religión”. La ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. En la medicina, nos dice, la ciencia es menos “dogmática” y más “pragmática”. En una especie de nuevo dualismo, se contrapone el mal – el virus – al bien – los médicos y la terapia - .

La novedad es que esta lucha entre virus y terapia no se circunscribe ya a los momentos precisos en los que uno se sentía mal y, por ello, acudía al médico. No. Toda nuestra vida, en todas sus manifestaciones y en cada uno de sus minutos, se ve sometida a este combate entre virus y medicina. Un combate supervisado por el poder político, que vigila y sanciona.

No dejan de ser relevantes las preguntas arriba mencionadas y la sospecha que desliza el conocido filósofo italiano. Desde una perspectiva filosófica y teológica merece la pena leer el ensayo coral, multidisciplinar, titulado “Covid-19: Lo humano en cuestión”, editado por José Noriega y Carlos Granados (Didaskalos, Madrid 2020).

Sartre decía que “el infierno son los otros”. Hace un par de días experimenté esa sensación, de ser el infierno, cuando, a la puerta de un quiosco, me apartaba para que el cliente que salía pudiese hacerlo con comodidad. No pensaba yo tanto en la pandemia como en la cortesía cuando de mi ensoñación me despertaron los aspavientos y quejas del cliente ofendido porque mi presencia le resultaba amenazante: “No hay espacio”, “no hay distancia”, profería en una mezcla de grito y de lamento.

Hace falta tener una mentalidad muy mágica para pensar que, por coincidir a menos de dos metros por un segundo en la salida de un quiosco, uno se vaya a infectar de algo. Quizá pueda contagiarse de una tendencia neurótica que se ilusiona, en el fondo, con el canto de sirena de que superada esta pandemia, estará superado todo. No es así, hasta los supervivientes del covid morirán algún día, sin que ningún laboratorio terreno haya inventado aún el antídoto contra la muerte.

¿Es bueno vacunarse? Yo creo que sí. De hecho, me proporciona un gran alivio saber que mis padres, ya mayores, han recibido la primera dosis de la vacuna. Y yo mismo, en cuanto se me ofrezca legítimamente la ocasión, me vacunaré, porque deseo no perder posibilidades en mi vida; entre ellas, la de poder viajar con una mayor seguridad – que en lo humano siempre será relativa -.

La  Congregación para la Doctrina de la Fe, un organismo de la Santa Sede, ha hecho una reflexión que me parece muy pertinente: “es evidente para la razón práctica que la vacunación no es, por regla general, una obligación moral y que, por lo tanto, la vacunación debe ser voluntaria. En cualquier caso, desde un punto de vista ético, la moralidad de la vacunación depende no sólo del deber de proteger la propia salud, sino también del deber de perseguir el bien común. Bien que, a falta de otros medios para detener o incluso prevenir la epidemia, puede hacer recomendable la vacunación, especialmente para proteger a los más débiles y más expuestos”.

Y un segundo apunte de la misma Congregación: “existe también un imperativo moral para la industria farmacéutica, los gobiernos y las organizaciones internacionales, garantizar que las vacunas, eficaces y seguras desde el punto de vista sanitario, y éticamente aceptables, sean también accesibles a los países más pobres y sin un coste excesivo para ellos. La falta de acceso a las vacunas se convertiría, de algún modo, en otra forma de discriminación e injusticia que condenaría a los países pobres a seguir viviendo en la indigencia sanitaria, económica y social”.

Estas consideraciones, que dictan la prudencia y el sentido común, no eliminan las preguntas de fondo. No deben empujarnos ni a un absurdo negacionismo ni tampoco, pienso yo, a convertirnos en exaltados augures, no de la medicina en sí, sino de una presunta medicina convertida en supuesta religión y supervisada por la política.

 

Guillermo Juan Morado.

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