InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Febrero 2013

13.02.13

La homilía del papa

El Miércoles de Ceniza marca el inicio de la Cuaresma; un tiempo de interioridad, de purificación, de reconocimiento ante Dios de la verdad de lo que somos, tras el vano intento de los disfraces del carnaval. La Cuaresma es preparación para la Pascua, pero, al mismo tiempo, es como una metáfora de nuestras vidas: caminamos hacia la vida eterna, y en ese recorrido sobran los adornos, lo superfluo; solo cuenta lo esencial.

Benedicto XVI ha iniciado el camino cuaresmal en un escenario diferente al acostumbrado. No en la basílica de Santa Sabina, en el Aventino, sino en la basílica de San Pedro, en el Vaticano, consciente del “particular momento” que vive la Iglesia, “renovando nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor”. Sí, Cristo es el Pastor Supremo de la Iglesia. Él es, en definitiva, el Pastor y Obispo de nuestras almas.

El papa ha glosado las lecturas del día. “Con todo el corazón”, así pide que retornemos a Dios el profeta Joel. Es decir, “desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, desde las raíces de nuestras decisiones, elecciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad”. En ese ámbito, sagrado e íntimo, de la conciencia, de la interioridad, se mueve la vuelta a Dios. Una vuelta, un retorno, que su gracia, que su misericordia, hace posible. No se trata de rasgarse las vestiduras ante los escándalos ajenos, sino de mirar al propio corazón, a la propia conciencia, a las propias intenciones.

La llamada a la conversión compromete no solo a cada individuo, sino también a la comunidad. “La dimensión comunitaria – recuerda el papa – es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana”. Le fe es eclesial; Cristo nos reúne en el “nosotros” de la Iglesia.

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12.02.13

La renuncia del papa: sorpresa, agradecimiento y confianza

Publicado en el Faro de Vigo

La noticia de que Benedicto XVI renunciará, el próximo 28 de febrero, al pontificado ha causado enorme sorpresa. Nada parecía hacerlo prever, al menos de momento. Es verdad que en su libro “Luz del mundo”, publicado en 2010, contemplaba esa posibilidad, pero la reciente convocatoria de un Año de la Fe, que comenzó en octubre de 2012 y que se extenderá hasta noviembre de 2013, ponía ante nuestra consideración un intenso programa de acciones pastorales que Benedicto XVI llevaría a cabo en primera persona.

¿Qué ha pasado, pues, en estos últimos meses? Debemos creer en la sinceridad del papa cuando afirma que “para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Es decir, el papa manifiesta sentirse especialmente debilitado y, atendiendo a esa situación, “siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad”, declara que renuncia al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro.

Se trata de una decisión absolutamente personal ante la que solo cabe expresar un profundo respeto. Nadie como él mismo puede ser consciente de cuáles son sus fuerzas y sus límites. Desde la perspectiva de la legislación canónica de la Iglesia, la renuncia del papa es una situación prevista, aunque históricamente se haya dado pocas veces. Habiendo expresado esta voluntad con total lucidez y libertad, en cuanto se haga efectiva la renuncia el Colegio de Cardenales se ocupará del gobierno de la Santa Sede hasta que un cónclave elija a un nuevo papa. Un proceso que, suponemos, estará concluido a lo largo del mes de marzo.

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11.02.13

Un papa que sorprende

A eso de las doce del mediodía, escuchando un programa de radio, me enteré de la noticia que, en un primer momento, me pareció dudosa; fruto quizá de una mala y precipitada interpretación. El mismo locutor matizaba que la información provenía de una agencia que se remitía a un discurso del papa pronunciado en latín ante el consistorio de cardenales de una Congregación romana y que habría que confirmarla.

Llamé a dos sacerdotes y ambos compartieron la misma sensación de extrañeza: “¿Cómo? ¡Hay que esperar a saberlo por fuentes de la misma Iglesia!”, decían. No hizo falta esperar mucho. Si por algo sorprende el papa Benedicto XVI es por la claridad con la que, hasta en latín, dice las cosas. Es casi imposible no entenderle.

Sus palabras no dejaban espacio a la duda: “Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice”.

Es casi imposible decir tanto en tan pocas líneas. Subrayo algunas expresiones: “he llegado a la certeza”, “vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad”, “siendo muy consciente”, “con plena libertad”, “declaro”…

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8.02.13

Vocación

V Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

Una palabra esencial en el vocabulario cristiano es la palabra “llamada”, “vocación”. Toda la Sagrada Escritura está llena de escenas de vocación. Dios, en su grandeza y en su misterio, llama al hombre, apela a su generosidad, a su capacidad de superar el miedo y de decidir libremente responder a esa llamada. Dios llama para enviar, para confiar una misión: “En el origen de la vocación hay por tanto una elección divina; en su término, una voluntad divina que realizar” (J. Guillet).

El relato de la vocación de Isaías (Is 6) resalta el contraste entre la santidad de Dios y la pequeñez del profeta. El Señor aparece sentado “sobre un trono alto y excelso”, la orla de su manto llena el templo y los serafines le sirven. Y, frente a esta gloria, la humildad de un hombre de labios impuros, que habita en medio de un pueblo de labios impuros. Pero Dios puede purificar lo impuro y destinar a un hombre para ser su enviado.

También Jesús, llamando a los primeros discípulos (cf Lc 5, 1-11), deja transparentar algo del misterio de su gloria: Manda a Simón remar mar adentro y echar las redes para pescar. Contra todo pronóstico humano – habían estado toda la noche bregando sin coger nada - , la pesca resulta prodigiosa.

Hablando del ministerio eclesial, el Catecismo dice que nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado habla con la autoridad recibida de Cristo: “Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida”; en suma, los ministros de Cristo, en virtud del sacramento del Orden, “hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar” (n. 875).

Pero esta desproporción que existe entre la llamada-misión y las propias fuerzas no es un elemento que afecte exclusivamente a aquellos que han recibido el Orden sacerdotal. En realidad, esta distancia se da en todos los cristianos. Es la desproporción entre Dios y el hombre, entre la santidad y el pecado, entre la fe y la confianza en uno mismo, en sus propias fuerzas. Todos los que hemos recibido la llamada a ser hijos de Dios, a creer y a recibir el bautismo, podemos experimentar cada día esta divergencia, que sólo la gracia es capaz de colmar.

La misión consiste en el anuncio, en hacerse portavoces de una Buena Noticia, la Resurrección de Cristo: Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras; se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce, recuerda San Pablo, sintetizando el Evangelio predicado por los Apóstoles desde el primer momento (cf 1 Cor 15). En este anuncio se resume el dogma fundamental de la fe cristiana, proclamado desde el principio. Una fe que “se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos, y de los que la mayor parte aún vivían entre ellos” (Catecismo 642).

Sobre muchas cosas debemos hablar los cristianos, pero la primera de todas las palabras que han de salir de nuestros labios es la proclamación de que Cristo está vivo, porque el amor de Dios es tan fuerte que ha podido excluir la muerte, protestando contra ella, negándola, venciéndola, transformándola, desde dentro, en vida eterna.

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7.02.13

Sacerdotes santos

Cuando se habla de sacerdotes santos, la imaginación de muchos – sacerdotes y fieles laicos- vuela, casi automáticamente, hasta la venerable imagen de San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars.

La imaginación no es una magnitud de segunda categoría. El beato John Henry Newman –sacerdote - decía que, a la hora de aceptar la verdad de una proposición, contaba no solo el “asentimiento” - la aceptación incondicional de la verdad de esa proposición- , sino también la “inferencia”, las razones que a favor de esa verdad se pueden exponer y, asimismo, la “aprehensión”, el hacerse cargo imaginativamente de algo. La imaginación, pensaba Newman, lleva a cabo la tarea de conexión entre las palabras como símbolos de las cosas y la propia experiencia.

San Juan María Vianney fue un sacerdote santo. ¿Por qué? No por ser el cura de una aldea. Como él, en eso de ser un cura de aldea, ha habido miles de curas. Y no todos santos. Muchos lo serán, otros tal vez no. Estar destinado en una aldea, en una ciudad, en una sede cardenalicia o en otras tareas, de por sí, no dice nada. Uno no es santo por ser un cura de aldea; en todo caso, uno llegará a ser santo por ser un “santo” cura de aldea.

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