InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Febrero 2013

28.02.13

¿Éxito, fracaso o responsabilidad?

Yo no sé si las palabras “éxito” o “fracaso” son los términos adecuados a la hora de hacer balance de un pontificado. Me temo que no es así. ¿Todo en la vida depende del resultado feliz de nuestras acciones o de la buena aceptación de nuestras propuestas?

Diría que no. La vida humana no es tan simple. ¿Qué significa “triunfar” o “fracasar” en la vida? ¿Qué significa “triunfar” o “fracasar” en el desempeño del ministerio sacerdotal? ¿Qué significa “triunfar” o “fracasar” en el ejercicio del ministerio petrino?

No podemos dejar que la lógica de la mera eficiencia nos invada. El teólogo Joseph Raztinger contraponía, ya en la “Introducción al Cristianismo”, el binomio “saber-hacer” al binomio “estar-comprender”; es decir, el pensamiento “pragmático” al pensamiento “razonable”, que parte, este último, de una confianza inicial que abre, y no cierra, el camino a la comprensión.

Se dice que Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha fracasado en un triple frente: En relación a la Modernidad, apostando por una razón abierta al misterio, en lugar de resignarse a los confines de una razón cerrada a los límites de la experiencia sensible. En relación al enfriamiento de la fe que vive gran parte de Occidente, apostando por la “nueva evangelización”. Y, por si fuera poco, en tercer lugar, en lo que atiene a una reforma interna de la Iglesia – y, cuando se habla de “reforma”, se habla un poco de todo: desde la búsqueda de una mayor credibilidad de los cristianos hasta cuestiones más puntuales como la renovación de la Curia o del IOR, el llamado “Banco Vaticano”-.

Si Benedicto XVI hubiese “fracasado” en su intento de diálogo con la Modernidad, el fracaso no sería, primeramente, del papa, sino también de la Modernidad y, en suma, de la causa del hombre. En cierto modo, este diagnóstico lo ha dejado entrever, entre otros, Mario Vargas Llosa. La renuncia del papa, a juicio de este escritor agnóstico, pone de relieve “lo reñida que está nuestra época con todo lo que representa vida espiritual”, la preocupación por los valores éticos y la vocación por la cultura y las ideas.

El enfriamiento de la fe es un problema grave, que sí puede hacer pensar en las imágenes que Benedicto XVI ha empleado, hablando de una barca que hace aguas por todas partes, a punto de hundirse…, etc. Pero también ha recordado que, aunque el Señor parezca dormido, sigue estando en la barca. La fe es don de Dios. Es, además, un bien para el hombre. Y el hombre ha sido creado para la fe, para entrar en la Iglesia; en definitiva, para salvarse. No podemos pensar que una estación sea todo el año y donde, aparentemente, la fe muere puede también resurgir.

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26.02.13

¿Seguir siendo católico?: perplejidades y certezas

Si durante estos días uno se asoma a “los medios” nacerá en su corazón – o se reforzará, en el caso de que ya haya nacido antes – una pregunta esencial: ¿Por qué permanezco en la Iglesia?

Si nos fiásemos de todo lo que se dice, de todo lo que se publica, dejaríamos de ser católicos. Nadie, salvo que se tratase de un ser pervertido, desearía ser cómplice del mal. Casi con solo pronunciar la palabra “Iglesia” surge, de golpe, una constelación tétrica de términos: Corrupción, intrigas, intereses ocultos, falsedad, hipocresía, intolerancia, abusos….

Es la hora de la fe y de la razón. De escrutar, racionalmente, a la luz de la fe, por qué, a pesar de los pesares, seguimos siendo católicos. Una pregunta que, en su día, se planteaba el cardenal Ratzinger. Comentaba él: “El primer y más elemental principio que hemos de establecer es que cualquiera que sea o haya sido el grado de infidelidad de la Iglesia, así como es verdad que esta tiene continuadamente necesidad de confrontarse con Cristo, también es cierto que entre Cristo y la iglesia no hay ningún contraste decisivo. Por medio de la Iglesia Él, superando las distancias de la historia, se hace vivo, nos habla y permanece en medio de nosotros como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo, haciéndolo vivo y presente en medio de nosotros, regenerándolo continuamente en la fe y en la oración de los hombres, la Iglesia da a la humanidad una luz, un apoyo y una norma sin los que no podríamos entender el mundo”.

A mí me parece que esto es literalmente así. Sin la Iglesia, no sabríamos nada de Cristo. La Iglesia es, por voluntad del Señor, “el canal a través del cual pasa y se difunde la ola de gracia que fluye del Corazón traspasado del Redentor” (Juan Pablo II).

En momentos de zozobra hay que rezar y hacer memoria. Antes de su Pasión, Cristo dejó ver a Pedro, a Santiago y a Juan el resplandor de su gloria, para que no sucumbiesen ante el escándalo de su muerte en la Cruz. Es el misterio de la Transfiguración, que la Iglesia pone ante nosotros en el II Domingo de la Cuaresma. La memoria de lo que Dios ha hecho en nuestro favor puede despertar la plegaria, una oración que se alimenta, también, de lo que Dios ha hecho ya en favor de nosotros.

Algunas personas se sienten como sacudidas por la renuncia del papa. ¿Cuáles son los motivos de esa renuncia? Yo creo que, únicamente, son los que el papa Benedicto ha revelado como tales: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.

Añadir a “la” causa “otras” causas equivale a estar ciegos. Los que hoy se presentan como los graves problemas desencadenantes de esta decisión no son ni tan nuevos ni tan graves. Benedicto XVI no era, cuando se hizo cargo del ministerio de Sucesor de Pedro, un recién llegado a la Curia romana. Sabía de sobra cómo era la Curia; conocía perfectamente, eso creo, sus virtudes y sus defectos.

Llegado a este punto, me atrevo a romper una lanza a favor de la Curia. La Curia romana, los organismos que ayudan al papa a la hora de desempeñar su misión, están formados por personas que, como todas las personas humanas, tendrán virtudes y defectos. Pero, ni por una apuesta, cedería yo a la idea, completamente irreal, de que esa corporación sea una especie de nido de víboras.

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24.02.13

¿Conciertos en las iglesias?

Hoy me han preguntado, con absoluta corrección, por qué yo era tan remiso a la hora de autorizar un concierto en la iglesia parroquial. Subrayo lo de “con absoluta corrección”, ya que los mínimos de cortesía se están perdiendo de un modo alarmante. La sana distancia del “usted” parece, casi, un recuerdo del pasado. A mí no me parece bien que a una persona con la que no se tiene confianza se le tutee. Y, menos, que se tutee a un sacerdote; que se borren, así de golpe, “todos los tratamientos de cortesía y de respeto”.

Pero vayamos al tema: los conciertos. No tengo nada en contra de la música, pero no me acaba de convencer el afán de convertir las iglesias en auditorios. Las iglesias son iglesias: Son lugares sagrados, es decir «separados», destinados con carácter permanente al culto de Dios, desde el momento de la dedicación o de la bendición.

La música sagrada es de enorme importancia, pero no es un bien absoluto: ha de adaptarse al ritmo y a las modalidades de la celebración. No está la celebración al servicio de la música – por muy sagrada que sea, la música - , sino que la música ha de estar al servicio de la celebración.

Desde el punto de vista práctico me parece muy significativo lo que, en su día (el 5 de noviembre de 1987), ha dicho la Congregación para el Culto Divino:

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22.02.13

El encuentro con la gloria de Cristo

La Transfiguración del Señor tiene lugar después de la confesión de fe de San Pedro (cf Lc 9,20). Jesús es reconocido por sus discípulos como Mesías y les revela cómo va a realizarse su obra: su resurrección tiene que pasar por el sufrimiento y por la muerte. Por eso elige como testigos de la Transfiguración a los que serán testigos de su agonía: Pedro, Santiago y Juan.

La fe, la adhesión personal a Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador del mundo, inaugura, para los primeros discípulos y para nosotros, el camino del seguimiento. Y este itinerario que hemos de recorrer tras los pasos de Cristo incluye, como un momento necesario suyo, el Via Crucis, la ruta dolorosa que conduce al Calvario: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23).

Nos gustaría, quizá, como a Pedro, ahorrarle a Jesús el trago amargo de la Pasión: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso” (Mt 16,22). Es el escándalo de Pedro y el nuestro: El escándalo de quienes no sienten las cosas de Dios, sino las de los hombres. Que el Reino de Dios venga en la figura del ocultamiento y de la muerte, que el amor más grande sea aquel que da la vida, provoca nuestra instintiva resistencia. El misterio del mal, de nuestra lejanía de Dios, que parece invadirlo todo, no puede ser vencido sin que sea asumido hasta las últimas consecuencias: el abandono y la muerte.

Para afrontar, sin desaliento, el camino de la cruz necesitamos, también nosotros, el encuentro con la gloria de Cristo; necesitamos que el resplandor de su divinidad nos ilumine para confirmar con su luz la oscura luminosidad de la fe. San Juan Damasceno decía que “la oración es una revelación de la gloria divina” y que “el que conoce la recompensa de sus trabajos, los tolerará más fácilmente”.

En la oración, en el encuentro personal con Jesucristo, se despierta la memoria de los acontecimientos luminosos que proporcionan sentido a la existencia; de esos hechos que nos gustaría prolongar el tiempo, como Pedro deseaba prolongar la contemplación de la gloria de Cristo: “Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas” (Lc 9,33). ¿Quién no desearía que durase siempre la alegría de amar y de saberse amado, el entusiasmo de la propia vocación, el sentimiento de acción de gracias por tantos bienes que hemos recibido? En estos misterios luminosos de la propia vida se anticipa, como en la montaña de la Transfiguración, la gloria de la Pascua.

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21.02.13