InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Septiembre 2012

29.09.12

Las exigencias del seguimiento

Homilía para el Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (B)

El Señor advierte sobre la inconveniencia de juicios prematuros que pudiesen llevarnos a una actitud exclusivista: “El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9,40). Los cristianos, ayer y hoy, vivimos inmersos en una sociedad en la que no todos sus miembros forman parte de la Iglesia.

Muchas de estas personas, aun no profesando la fe católica, miran con simpatía a Jesús y con benevolencia a sus discípulos. Esta disposición favorable debe ser valorada y puede convertirse en un camino que conduzca a muchos a acercarse cada vez más al Señor y a integrarse en la unidad de la Iglesia.

No podemos oponernos al bien de cualquier parte que venga, sino que, por el contrario, debemos procurarlo cuando no exista, decía San Beda. Y el Concilio Vaticano II afirma que “la Iglesia percibe con agradecimiento que, tanto en su comunidad como en cada uno de sus hijos, recibe distintas ayudas de hombres de toda clase o condición” (GS 44). La defensa de la familia y de la vida, la promoción de la justicia y de la paz, la ayuda a los más pobres y tantas otras iniciativas buenas han de ser bien recibidas por un cristiano aunque procedan de no cristianos.

El Señor tendrá en cuenta el trato que los hombres dispensen a sus discípulos: “El que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no quedará sin recompensa” (Mc 9,41). E igualmente señala la relevancia que, en el último juicio, tendrá la actitud contraria, la de escandalizar, la de hacer que se quiebre la fe de los creyentes más débiles (cf Mc 9,42).

Jesucristo no disimula las exigencias del seguimiento. La fe tiene ojos y manos y pies; es decir, nos compromete totalmente y excluye todo aquello que nos pueda apartar de Dios. Lo que para nosotros sea ocasión de pecado debemos evitarlo radicalmente. Los ojos no pueden emplearse para atisbar las tentaciones, ni los pies para caminar hacia el mal ni las manos para realizar acciones contrarias a los mandamientos de la Ley de Dios.

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22.09.12

Coraje y optimismo

Ante los desafíos de la secularización de la sociedad se ha de buscar una respuesta “con coraje y optimismo” proponiendo con audacia la novedad permanente del Evangelio. Coraje, optimismo, audacia. Palabras presentes en el interesantísimo discurso del papa a los obispos de Francia pronunciado el 21 de septiembre de 2012.

Con frecuencia se respira en determinados medios un ambiente totalmente distinto: miedo, pesimismo e inhibición. La secularización asusta porque se extiende como un ciclón que arrasa cuanto toca. Muchos de nuestros conciudadanos viven como si Dios no existiese y como si, al menos aparentemente, no sintiesen nostalgia de Él.

El mayor riesgo es que esa onda expansiva nos afecte y nos venza. Solo se puede resistir enraizando nuestra vida en Dios, sabiendo por experiencia que abrirnos a Él nos hace más grandes, infundiéndonos alegría, esperanza y motivos para ser mejores y para intentar construir, en lo que podamos, un mundo más habitable, más amplio, más humano.

La primacía de Dios ha de guiar la acción de la Iglesia a fin de no caer en una especie de “burocratización de la pastoral”, reduciendo todo esfuerzo a reformar y cambiar estructuras, olvidando que el drama de la salvación tiene como protagonistas a Dios y a los hombres y nunca los planes, los proyectos y las programaciones. Los medios no son fines y si los medios se convirtiesen en fines iríamos, muy organizadamente, eso sí, camino del desastre.

Una señal de la principalidad de Dios es el sacerdocio ministerial. El sacerdote visibiliza sacramentalmente – de modo a la vez simbólico y real – que “lo primero” nos viene de arriba; que no podemos dárnoslo a nosotros mismos, sino solo recibirlo con agradecimiento. ¿Qué es “lo primero”? Es Dios mismo. Dios que nos habla en su Palabra, que sale a nuestro encuentro en los sacramentos, que conduce a su Iglesia a través de la peregrinación de este mundo a la meta del cielo.

Valorar el sacerdocio ministerial en nada disminuye la dignidad del sacerdocio de todos los bautizados. Al contrario, la refuerza. Para que podamos ofrecer a Dios la oblación de nuestras vidas necesitamos que Él nos dé la fuerza para lograrlo. Y esa energía nos viene a través de los sacramentos; en particular, del sacramento de la Penitencia – en el que Dios nos perdona – y de la Eucaristía – en el que Dios se hace continuamente presente -.

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20.09.12

El primero y el último

Domingo XXV del TO (B)

El Señor realiza un nuevo vaticinio de su pasión, pero los discípulos “no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle” (Mc 9,32). “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”; es decir, en lugar de ser recibido con alegría va a ser víctima de los impulsos violentos originados por el pecado.

En su renuncia a preguntar los mismos discípulos se revelan, en cierto modo, como duros de corazón: no entienden ni quieren entender. Tienen delante al Maestro y no se esfuerzan por aprovechar sus enseñanzas. A veces, como ellos, podemos ser los causantes de la propia ceguera cuando preferimos continuar la inercia de nuestras vidas en lugar de confrontarnos con la Palabra de Dios, con la persona misma de Jesús.

El Señor insiste y, una vez llegados a Cafarnaún, es Él quien formula la pregunta: “¿De qué discutíais por el camino?”. Los discípulos optan de nuevo por el silencio porque no se atreven a decirle que por el camino habían discutido quién era el más importante. Habían hecho el camino junto a Jesús, pero no lo habían hecho con Él. El camino del Señor conduce a la gloria de la Pascua a través de la vía dolorosa de la entrega y del servicio hasta la muerte. El camino paralelo de los discípulos se aferra a la gloria mundana, a los criterios de este mundo: “¿Quién es el más importante?”.

Como los discípulos, necesitamos muchas veces reorientar el camino para que se identifique con el del Señor. Podemos pensar vanamente que seguimos a Cristo, que trabajamos por su causa y, sin embargo, sin que quizá nos atrevamos a confesarlo abiertamente, estar más preocupados por prevalecer sobre los demás que por servir. No solo en la sociedad, sino también en el seno de la Iglesia, entre los cristianos, puede anidar la codicia, la ambición, las luchas y las peleas (cf Sant 3,16-4,3).

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15.09.12

Y vosotros, ¿quién decís que soy?

Domingo XXIV del TO (Ciclo B)

Jesús pregunta a los suyos sobre su propia identidad. Han escuchado sus palabras y han visto los milagros que realizaba. Sobre esta base pueden ya hacerse una idea ajustada acerca de su naturaleza y de su misión.

Una primera opinión – que responde al interrogante: “¿Quién dice la gente que soy yo?” – recoge, por así decirlo, el sentir popular acerca de Jesús. Unos dicen que es Juan Bautista; otros, que es Elías, y otros, que es uno de los profetas (cf Mc 8,27). La respuesta es inexacta, aunque no completamente desacertada, ya que sitúa a Jesús en la estela de los profetas. Pero Él es más que un profeta.

El Señor no se conforma con esta primera respuesta y se dirige directamente a los discípulos: “Y vosotros, quién decís que soy?” Pedro toma la palabra y da la contestación correcta: “Tú eres el Mesías” (Mc 8,29). Jesús es el rey esperado de Israel, que enseñará al pueblo los rectos caminos de Dios y establecerá el reinado divino sobre la tierra. Pero esta respuesta verdadera no puede ser divulgada hasta después de la muerte y Resurrección del Señor. Solo entonces, con la Pascua, se pondrá de relieve la auténtica esencia de su realeza.

Como un maestro que enseña gradualmente a sus discípulos, el Señor revela a los suyos la singularidad de su mesianismo haciendo una predicción de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días” (Mc 8,31). Así ha sido profetizado por las Escrituras en la figura del Siervo sufriente que ofrece la espalda a los que le golpeaban (cf Is 50,5-9). Dios realiza su plan salvador según unos parámetros que nos desconciertan y nos sorprenden.

Como Pedro, también nosotros podemos tener la tentación de querer instruir al Maestro; de decirle a Dios cómo ha de salvarnos, apartando del camino el escollo de la cruz. Nos parece impropio de Dios el abajamiento terrible de su Hijo, el descenso hasta el abismo del sufrimiento, del dolor y de la muerte. También nosotros, como Pedro, querríamos tal vez un reino terreno, visible, resplandeciente ante los ojos del mundo. Un reino del bien que aplastase definitivamente a los enemigos. Pero ese no parece ser el querer de Dios, que ha optado por el sinsentido y la locura de la cruz. Pedro, sin saberlo, sigue el juego de Satanás. Rechazando el sufrimiento del Mesías rechaza los planes de Dios, intentando poner a Dios a su nivel, reduciéndolo a su altura: “¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”, le dice Jesús.

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7.09.12

La fe y el oído

Domingo XXIII del TO (B)

Los seres humanos nos orientamos en el mundo gracias a los sentidos. La vista, el gusto, el tacto, el oído y el olfato nos permiten recibir y reconocer estímulos que provienen del exterior o, incluso, de nosotros mismos. La privación de alguna de estas fuentes de conexión con la realidad nos atrofia en mayor o menor medida.

La imposibilidad de oír nos aísla singularmente. Gracias a Dios, ha habido progresos en el tratamiento y en la inserción social de las personas que padecen una pérdida auditiva. Hoy, merced a esos avances, el mundo del silencio no es ya tan dramáticamente silencioso.

Jesús se encuentra con un sordomudo, con alguien que “era sordo y que a duras penas podía hablar”. La dificultad de comunicarse traía como consecuencia inevitable la exclusión, la marginación, la soledad, el ostracismo. El Señor se hace cargo de esa situación. Él, que es la Palabra, sabe ponerse en el lugar del que no puede oír. Discretamente, lejos de la muchedumbre, mete los dedos en los oídos del sordo y toca su lengua para que aquel hombre pueda, en adelante, oír y hablar.

Suscita asombro la humanidad del Señor: ve incluso a los que se esconden, como Zaqueo; huele el perfume que a sus pies derrama una mujer pecadora; nota cómo tocan la orla de su manto; escucha a aquellos a quienes nadie oye, como escuchó a aquella mujer que iba a buscar agua al pozo; saborea el pan y el pescado. E impregna con este realismo de la Encarnación todos los gestos salvadores que ha querido legar a los suyos para que, en las diversas generaciones, sigan experimentando, palpando, la grandeza y la misericordia de Dios.

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