InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Enero 2012

7.01.12

Vio rasgarse el cielo

Homilía para la Fiesta del Bautismo del Señor (Ciclo B)

Juan es el precursor de Jesús. Su bautismo de agua, de penitencia, que expresa el deseo de ser purificados de los pecados, es todavía imperfecto y provisional. Puede desconcertarnos a nosotros, como desconcertó a los primeros cristianos, que Jesús fuese bautizado por Juan. Jesús no tenía pecado ni, en consecuencia, necesidad de ser purificado. Además, Jesús es superior a Juan.

¿Cuál es, entonces, la razón de su Bautismo? Santo Tomás de Aquino indica un motivo de ejemplaridad: “Cristo quiso ser bautizado para inducirnos al bautismo con su ejemplo”. Y añade: “por eso, a fin de que su incitación fuese más eficaz, quiso ser bautizado con un bautismo que evidentemente no necesitaba para que los hombres se acercasen al bautismo que necesitaban”.

El Señor, haciéndose bautizar por Juan, se acerca más a nosotros; se introduce entre los pecadores, se hace solidario con nosotros compartiendo, por decirlo así, nuestra suerte para de esa manera transformala en camino de salvación.

San Marcos escribe en su evangelio la visión que, apenas salió del agua, tuvo Jesús: vio rasgarse el cielo y al Espíritu Santo bajar hacia Él como una paloma (cf Mc 1,9-11). El cielo no simplemente se abre, sino que se rasga. Se cumple así el deseo expresado por el profeta Isaías: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 63,19).

En el Bautismo de Jesús, Dios ha rasgado de un modo irrevocable los cielos, que ya no podrán cerrarse de nuevo. Se anticipa, en el Bautismo del Señor, lo que acontece en su Pascua, cuando en el momento de su muerte “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15,38).

A través de esta cortadura de gracia, Dios derrama su Espíritu en la tierra. Al igual que el Espíritu Santo sobrevuela en el momento de la creación las aguas originales del caos (cf Gn 1) desciende ahora hacia Jesús como una paloma. En Él, en Jesús, comienza la nueva creación, el mundo reconciliado con Dios.

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5.01.12

Creer y obedecer

No se equivocan quienes identifican el creer con un acto intelectual. Lo es. Se trata de un asentimiento. Pero el asentimiento no excluye, sino que incluye, una disposición moral por parte del sujeto.

Para creer, para creer como católicos, hace falta la obediencia, la gracia y el amor. El acto de creer es sintético, simultáneamente intelectual y moral. Esta síntesis se pone de relieve al considerar la fe como obediencia. La escucha de la conciencia, decía el Beato Newman, tiene la naturaleza de la fe.

El hombre, si es dócil a lo que su conciencia le indica, llegará a reconocer a Dios como Legislador y Juez. Y no será, entonces, el propio juicio la instancia suprema, sino una autoridad superior y exterior al propio yo. Aunque esa otra voz se perciba en la interioridad.

El gran obstáculo para la fe es un espíritu orgulloso y autosuficiente. No solo la escucha de la conciencia exige esta actitud de apertura. También la revelación pide obediencia. La revelación es mensaje y mandato, enseñanza y ley.

Creer es obedecer. Creer es confiar en la revelación divina y someterse a ella. Abraham, Moisés y David creyeron y obedecieron. Refiriéndose a estos personajes comentaba Newman: “Entiendo por fe una confianza absoluta, sin reserva, en los mandatos y las promesas de Dios, y el celo por su honor, la sumisión y entrega a Él de sí mismos y de todo lo que tenían”.

La fe como sumisión y entrega (“a Surrender and Devotion”). El gran obstáculo para creer es siempre el mismo: la obstinación, la confianza en el propio juicio. La revelación nos sitúa ante una gran alternativa: la fe o la obstinación en la voluntad propia.

Para Newman, en la época apostólica “la peculiaridad de la fe consistía en el sometimiento a una autoridad viva: esta era su nota distintiva, esto la convertía realmente en un acto de sumisión que destruía el juicio privado en las cuestiones de religión”.

Aferrarse al juicio privado a la hora de interpretar un texto bíblico supone un ejemplo de obstinación. Si lo que prima es el juicio privado entonces es el sujeto el que, en última instancia, decide qué es lo que ha de creer o lo que no. Pero la revelación es, ante todo, anuncio de una Verdad personal.

No se obedece a un texto, sino a una autoridad viva, a una Persona: a Dios mismo o a los mensajeros de Dios, a los Apóstoles y a Iglesia, que, en la etapa actual de la salvación, es voz de Dios, “oráculo que procede de Él”, en palabras de Newman.

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La luz de Dios

Homilía para la solemnidad de la Epifanía del Señor (Ciclo B)

La luz de Dios nos dispone y nos guía siempre para que podamos aceptar con fe pura y vivir con amor sincero el misterio de Cristo. El profeta Isaías hace referencia a una luz que invade Jerusalén disipando las tinieblas: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora” (cf Is 60,1-6). La luz que llega a Jerusalén está orientada a iluminar a todos los pueblos de la tierra.

Esa luz es Jesucristo. Él ha venido para salvar, para iluminar, a todos los hombres: a los judíos y a los paganos. “También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”, explica san Pablo (cf Ef 3,2-3.5-6).

Los Magos de Oriente se dejaron atraer por la luz de Cristo. Habían visto salir su estrella y se ponen en camino para adorarlo (cf Mt 2,1-12). No ahorran ningún esfuerzo: viajan desde sus lugares de origen hasta Jerusalén, allí preguntan al rey Herodes y, con la información proporcionada, se dirigen hacia Belén. No se trata de una búsqueda infructuosa, sino que obtiene como resultado una inmensa alegría; la alegría de ver a Jesús con María, su madre, de poder adorarlo de rodillas y de ofrecerle regalos: oro, incienso y mirra.

Para creer con fe pura necesitamos “un corazón atento” (1 Re 3,9) como el de los Magos. Dios no nos deja abandonados, sino que continuamente nos da pistas que nos llevan a Él: nos habla a través de la naturaleza, se sirve de las experiencias de nuestra vida, hace resonar su voz en nuestra conciencia y nos dirige su palabra por medio de la predicación de la Iglesia. Todas estas señales son luces que nos guían hacia Jesús.

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