InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Septiembre 2011

10.09.11

El perdón indivisible

Homilía para el Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Dios es “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Sal 102). La misericordia de Dios tiene por objeto nuestra miseria, nuestras debilidades y pecados. Él es rico en misericordia porque ofrece a los pecadores el perdón por la penitencia sin ninguna limitación. Como explica Benedicto XVI: “A pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar ‘obstinado’, y nos envuelve en su inagotable ternura”.

La vida de nuestro Señor Jesucristo, y de modo particular su Cruz, revelan la misericordia de Dios. Si el misericordioso es aquel que se deja conmover y que se inclina para atender a las necesidades de otro, no cabe pensar inclinación más profunda que la Cruz. Cristo, dice santo Tomás de Aquino, no solo es misericordioso por la aprehensión de nuestra miseria - porque en cuanto Dios conoce la pasta de que estamos hechos – sino que lo es también por la experiencia, “y así es como Cristo, de modo principalísimo en la Pasión, probó en carne propia la miseria nuestra”. Por eso la enseña, la manda y la ejercita.

En la oración del Padrenuestro el Señor nos enseñó a pedir: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El Catecismo Joven de la Iglesia Católica (Youcat) explica el sentido de esta petición: “El perdón misericordioso, que nosotros concedemos a otros y que buscamos nosotros mismos, es indivisible. Si nosotros mismos no somos misericordiosos y no nos perdonamos mutuamente, la misericordia de Dios no puede penetrar en nuestro corazón” (n. 524). Un corazón cerrado a la acción de la gracia hace imposible el perdón y bloquea nuestra participación en la misericordia de Dios.

El libro del Eclesiástico pone de relieve la contradicción en la que incurre la persona rencorosa, vengativa e inclemente: “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por sus pecados?” (Eclo 28,3-4).

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7.09.11

¿Pluralismo teológico o disolución de la fe?

El “pluralismo” es un modo de pensamiento y una actitud que reconoce la pluralidad de doctrinas o de posiciones. No solo reconoce ese hecho, la pluralidad, sino que lo acepta como algo valioso, digno de ser considerado y promovido. En el ámbito teológico, el “pluralismo” apuesta por la variedad de “las teologías” y por las diferencias de enfoque en cada rama de la teología: no una cristología, sino muchas; no una antropología teológica, sino muchas; no una eclesiología, sino muchas.

No siempre quienes reivindican el pluralismo lo practican. En ocasiones el término “pluralismo” equivale a poco más que a una etiqueta formal: “ser pluralista” vendría a significar, en la práctica, a “pensar más o menos como yo pienso”. Quienes se quedasen fuera de lo que yo pienso pasarían a engrosar, lo quieran o no, la lista negra de los “monolíticos” o, peor aun, de los “fundamentalistas”. Naturalmente se da por descontado que el sospechoso de “fundamentalismo” queda desterrado de la república de la razón y condenado al ostracismo de la tribu, de la reserva. Se le tolerará, en el mejor de los casos, como se sobrelleva la presencia de un elemento molesto.

Los más afanosos en presentarse como “pluralistas” son curiosamente, en la práctica, los más propensos a identificarse con el “pensamiento dominante”, con esa forma de entender la vida de la que uno en público no se atreve fácilmente a discrepar. Un “pluralista” de pro será partidario del “derecho” al aborto, de acatar la voluntad “suprema” del Parlamento en todo lo divino y lo humano, de servir a quienes en realidad mandan en el mundo.

Pero no deseo satanizar un término. No hay, más allá de su uso coyuntural en ciertos ambientes, razones para abominar de él. Ni siquiera me puedo oponer al “pluralismo teológico”, siempre y cuando pueda seguir siendo calificado como “teológico”. Para un católico la teología es la ciencia que tiene como principio objetivo de conocimiento la revelación y como principio subjetivo de conocimiento la fe. Y cuando digo fe me refiero a la “fides Ecclesiae”, a la fe eclesial que precede, conforma y normativiza la fe personal del teólogo católico.

No es una novedad afirmar que en todas las épocas de la historia ha habido pluralidad de escuelas, distintos modos de pensar y de decir, distintas maneras de expresar lo recibido, la tradición que se remonta a Cristo y a los apóstoles. Incluso en el Nuevo Testamento podemos ver que, diciendo sustancialmente lo mismo, no lo dicen del mismo modo, pongamos por caso, san Mateo, san Juan o san Pablo.

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6.09.11

La búsqueda de la verdad: De Newman a Benedicto XVI

El Instituto Teológico Compostelano está celebrando, desde el 5 al 7 de septiembre, las XII Jornadas de Teología con el título: “Que resuene en el corazón de Europa: Prioridad de la pregunta por Dios”, haciéndose así eco de la petición del papa en su visita a Santiago de Compostela.

Los tres días se han organizado en conformidad con el siguiente programa: el día 5: “A la búsqueda de sentido"; el día 6: “El diálogo entre la razón y la fe en la cultura hispana"; y el 7, “Propuestas de futuro".

Los organizadores han tenido la amabilidad de invitarme a pronunciar una conferencia el primer día sobre “La búsqueda de la verdad desde Newman hasta Benedicto XVI". El texto de todas las ponencias se publicará pronto en un volumen editado por el Instituto Teológico Compostelano.

Para los que siguen este blog les ofrezco la conclusión de mi intervención. Espero que sea de su interés:

La escucha de las aportaciones y propuestas del beato John Henry Newman y del papa Benedicto XVI se revelan como una bandera levantada en favor de la verdad y de la posibilidad del acceso personal a la misma. Esta apuesta por la verdad sigue siendo la gran aportación que el Cristianismo ha de hacer en nuestro tiempo.

Para Newman, en completa coherencia con su trayectoria vital, no cabe una separación entre religión y verdad. El conocimiento no se reduce al conocimiento científico ni la fe puede quedar relegada al ámbito del sentimiento o del entusiasmo. La fe es un modo de conocer perfectamente legítimo que se asemeja, desde el punto de vista epistemológico, a los procesos habituales con los que el hombre llega a la verdad.

En el conocimiento están implicadas todas las dimensiones del hombre. La toma de conciencia de este hecho ha de ampliar el uso de la razón, que no puede renunciar a ser racional pero tampoco a ser humana. La revelación cristiana se presenta como una verdad garantizada por Dios que incide de modo decisivo en la orientación de la propia existencia.

El Cristianismo, la religión de la Encarnación, no está llamado a caminar por los senderos de la mera opinión, sino por la vía de la certeza. En medio de los saberes del mundo, la revelación invita a los hombres a no mutilar lo real, a no renunciar a un saber tendencialmente universal.

En continuidad con el pensamiento de Newman, también el teólogo J. Ratzinger y el papa Benedicto XVI apuesta por situar la verdad en el centro del esfuerzo intelectual y de la tarea pastoral de la Iglesia. Frente al reto del relativismo, la Iglesia no puede intentar comprar su “derecho de ciudadanía” al precio de prescindir de la verdad. Y no puede hacerlo por un doble motivo: la fidelidad a Dios y la fidelidad a los hombres.

Mantener despierta la sensibilidad por la verdad se convierte en un compromiso inexcusable para todo cristiano, para todo hombre y, con mayor motivo, para los pastores de la Iglesia. Ha sido Cristo quien ha proclamado: “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,32). En realidad, conocer la verdad es conocerlo a Él y dejarse atraer por Él. Sin esta referencia, la Iglesia no tendría nada que decir al mundo y nada que aportar a la construcción de la sociedad.

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3.09.11

La salvación del otro

Homilía para el Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

San Pablo resume todos los mandamientos en el amor: “amar es cumplir la ley entera” (Rom 13,10). Pero el verdadero amor no es indiferente con relación al destino del prójimo. Hemos de ver a los otros no como instrumentos útiles para nuestros intereses, sino como hermanos, como miembros de la familia de Jesús que es la Iglesia. Una familia en la que cada uno de nosotros debe sentirse corresponsable del bien de los demás.

El pecado no solamente aleja al hombre de Dios, sino que introduce también una distancia entre los que, por seguir al Señor, somos hermanos. El profeta Ezequiel pone en boca de Dios una advertencia muy seria: Si “tú no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre” (Ez 33, 8). Es decir, Dios nos va a pedir cuenta de nuestra negligencia a la hora de preocuparnos por la salvación de los demás.

Jesús concreta todavía más la práctica de la fraternidad, exhortándonos a velar por los hermanos para que ninguno se pierda. Al que peca, al que se aparta de Dios y crea discordia en la Iglesia, hay que intentar volver a reintegrarlo en la comunidad, sin abandonarlo a su suerte como si su situación no fuese cosa nuestra. A este fin se orienta la corrección fraterna: “repréndelo a solas entre los dos”, “si no te hace caso, llama a otro o a otros dos”, “si no les hace caso, díselo a la comunidad”. Y si no hace caso a la comunidad “considéralo como un pagano o un publicano” (Mt 18, 15-17).

Se ofrece así toda una gradación de medidas que buscan la recuperación del otro, su vuelta a la comunión. Incluso en la peor de las situaciones, cuando haya que considerarlo como un pagano o un publicano, sigue estando vigente la obligación de no desentenderse de su bien, pues Dios quiere la salvación de todos, también de los publicanos y de los paganos.

San Juan Crisóstomo ve la corrección fraterna como la ayuda de un hermano sano a otro enfermo. El pecador, dice, “está ebrio por la ira y la vergüenza y como sumergido en un sueño profundo” del que hay que despertarlo. Pero no se acerca uno para acusar al otro, para reñir o para pedir venganza – eso no sería verdadera caridad - , sino para corregir. Y en ocasiones este deber de corrección se omite, ocultando la verdad por intereses egoístas, por cálculo o por miedo. Debemos recordar unas palabras de San Jerónimo: “Adquirimos nuestra propia salvación mediante la salvación de otro”.

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2.09.11

La cercanía de Dios

No es aconsejable sacar más de un post al día. Yo no lo hago. Entre uno y otro pasan horas, a veces muchas horas.

Pero si llega algo nuevo tampoco es plan de callarse. Pues una novedad es la publicación de un próximo libro, titulado “La cercanía de Dios".

Lo edita el CPL de Barcelona. Ofrezco, para quien esté interesado, la introducción de este texto:

“En la homilía pronunciada en la compostelana plaza del Obradoiro, el 6 de noviembre de 2010, Benedicto XVI se hacía eco de ‘lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención’.

En la profundidad del hombre puede ser captada la presencia de Dios. La aportación específica y fundamental de la Iglesia a nuestro mundo, añadía el papa, ’se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre’.

Podríamos, quizá, pensar que Dios está muy lejos. Pero no es así. Sin dejar de ser Dios, Él se ha acercado a cada uno de nosotros. Se ha manifestado en Cristo de un modo concreto e histórico.

Esta manifestación de Dios en Cristo no ha quedado relegada a un momento del pasado. En la liturgia de la Iglesia, la obra de Cristo se hace presente y actual por el poder del Espíritu Santo.

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