InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Julio 2011

30.07.11

Los panes y los peces

Homilía para el Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (ciclo A)

El Señor anticipa, con la multiplicación de los panes y de los peces, el banquete del Reino de los cielos (cf Mt 14,13-21); es decir, el misterio de la comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están unidos a Cristo. No somos capaces de imaginar del todo o de comprender perfectamente qué es el cielo. San Pablo dice que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Co 2,9). La Sagrada Escritura emplea imágenes para hablarnos de esa realidad: la vida, la luz, la paz, el vino del reino, la casa del Padre, la Jerusalén celeste, el paraíso y, de un modo señalado, el banquete (cf Catecismo 1027).

Jesús, con los discípulos, es el anfitrión de ese banquete. Él es quien invita y quien da de comer. Participar en una comida crea entre el anfitrión y los comensales una comunidad de existencia. El Señor, al alimentar al gentío, está creando ese vínculo entre Él y los suyos; está, en definitiva, estableciendo su Iglesia, que es en la tierra el germen y el comienzo del Reino de los cielos. Él es quien bendice y da los alimentos para que todos queden saciados de un modo sobreabundante.

Con este signo milagroso, el Señor manifiesta su identidad: Él es el Mesías, el Salvador, que habla las palabras de Dios y obra las acciones de Dios. Su compasión indica la misericordia y la clemencia divinas. En Jesús se cumple lo que dice el Salmo 144: “Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo; abres tú la mano, y sacias de favores a todo viviente”.

La comida milagrosa nos hace pensar en la Última Cena, en la que Jesús también bendijo el pan y el vino y se lo dio a sus discípulos. La Eucaristía es el sacramento de la Comunión, porque recibiendo el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo nos unimos a Él y a los demás cristianos en la Iglesia santa y, de ese modo, se nos da en prenda la gloria futura, el cielo.

La orden dada por Jesús a los discípulos: “dadles vosotros de comer” debe resonar en nuestra mente y en nuestro corazón. El papa Benedicto XVI enseña que “en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana” (Sacramentum Caritatis, 88) y así nos impulsa a trabajar por un mundo más justo y fraterno.

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28.07.11

El cardenal Virgilio Noé

Hace pocos días, el 24 de julio, falleció en Roma el cardenal Virgilio Noé a los 89 años de edad. Era arcipreste emérito de la Patriarcal Basílica de San Pedro, vicario general emérito de Su Santidad para la Ciudad del Vaticano y presidente emérito de la Fábrica de San Pedro.

Recuerdo que, durante mi etapa romana de estudiante de Teología, era bastante frecuente que acudiese los domingos a concelebrar la Santa Misa capitular a la Basílica de San Pedro. La Santa Misa se celebraba en latín, en el altar de la cátedra, aunque la primera y la segunda lectura, así como la oración de los fieles, se hacía, según la ocasión, en diversas lenguas modernas.

La liturgia se cuidaba muchísimo. La música era también muy digna. En las solemnidades oficiaba el cardenal Noé, entonces arcipreste de la Basílica. Verlo celebrar la Santa Misa inspiraba piedad, respeto y admiración. Piedad porque se notaba que aquel obispo se situaba ante Dios; respeto, porque todo era noble, majestuoso, pero a la vez sencillo, sin excentricidades “barrocas”; admiración, porque con su actitud el cardenal Noé nos estaba diciendo a todos los sacerdotes cómo debíamos celebrar la Santa Misa.

Sus homilías eran relativamente breves, muy comprensibles y, a la vez, formalmente muy elegantes. Su italiano era magnífico. Aunque la elegancia no era solo una característica de su palabra, sino una propiedad que definía toda su persona. A mí me gustaba especialmente su predicación cuando hablaba de la Virgen María; sobre todo, en la solemnidad de la Inmaculada. No se cansaba de exaltar la belleza de la Madonna. A la Santísima Virgen dedicó un precioso libro, escrito por él, con el título de “La Madonna nella Basilica Vaticana”. Un libro que guardo como un grato recuerdo.

Por la tarde, a las cinco, el cardenal siempre asistía a las Vísperas. Revestido con capa pluvial, con mitra y con báculo, presidiéndolas, en las grandes ocasiones. En los demás domingos, bien fuese en la Misa o en las Vísperas, ocupaba su sitial en el coro, siempre con el traje coral cardenalicio.

En la Semana Santa, ya que el papa celebra la Misa vespertina de la Cena del Señor en San Juan de Letrán, el cardenal Noé oficiaba en San Pedro. Era una ceremonia impresionante, verdaderamente ejemplar.

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Suaviter in modo, fortiter in re

La combinación de la suavidad con la energía no me parece un mal principio a la hora de gestionar los diversos asuntos de la vida. Tampoco cuando se plantea cómo anunciar el Evangelio. Jesús, advirtiendo a sus discípulos, les avisa que han de continuar su obra y compartir su destino en medio de muchas dificultades: “Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10,16).

A primera vista resulta difícil comprender de qué manera y hasta qué punto se han de compaginar la suavidad y la firmeza, la sagacidad y la sencillez. Pero no todo lo que, a primera vista, es contrario resulta, en el fondo, contradictorio. Para un cristiano hay aspectos de la fe y de la vida cristiana que son irrenunciables, absolutamente nucleares, no sometidos a negociación. No cabe disputar sobre si hay un solo Dios o tres dioses, sobre si Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, sobre si la Iglesia ha sido querida o no por el plan divino de salvación… Y cito estas verdades a modo de ejemplo.

Con quien no crea, poco hay que hacer – por lo menos hasta que se convierta - . Se les podrá dar, a quienes no crean, las razones por las cuales nosotros sí creemos. Si aceptan la Escritura, se podrá apelar a la Escritura. Si aceptan también la Tradición, habrá que argumentar con testimonios de la Tradición. Si no aceptan ni una cosa ni la otra, solo nos quedan los argumentos de razón. Argumentos positivos en algunos casos, cuando se trate de verdades que por sí mismas no son inaccesibles a la razón humana. Argumentos negativos, en el sentido de disipar objeciones o malentendidos, cuando se haga referencia misterios de la fe en sentido estricto.

La fortaleza, la firmeza y la sencillez de la fe no se oponen de modo necesario a la suave sagacidad. En los primeros siglos del cristianismo buena parte de los apologetas, sin renunciar a nada, buscaron puentes con la mejor filosofía religiosa del momento. Si algunos filósofos paganos reconocían la existencia de un solo Dios, los cristianos veían en ese reconocimiento un punto de coincidencia, una base común, un primer peldaño que podría conducir del simple teísmo al teísmo trinitario.

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26.07.11

No mezclar las cosas

La Iglesia no es el Estado ni el Estado es la Iglesia. En algunos países democráticos, como en Inglaterra o en Noruega, existe una “Iglesia estatal”, sin menoscabo, en principio, de la libertad religiosa. En otros, como en España, el Estado es oficialmente “aconfesional”, sin que eso signifique o debiera significar, de modo automático, que tenga que ser “laicista”, en el sentido de partidario de reducir la religión a la sola esfera de la conciencia privada.

Creo que tanto en un caso como en otro, pero de un modo más perceptible donde Iglesia y Estado están separados, las leyes de la Iglesia no son las leyes del Estado. Ni viceversa: tampoco las leyes del Estado son, “ipso facto”, las de la Iglesia. La Iglesia, como Iglesia, nada, o muy poco, tiene que legislar sobre el pago de tributos, sobre la ley electoral o sobre el apoyo de los ciudadanos a las Fuerzas Armadas. Podemos comprobarlo, por ejemplo, en los Estados Unidos, donde Iglesia y Estado están bien diferenciados, sin que se prohíba a la Iglesia la libertad para ejercer su misión

Si algo ha de decir la Iglesia en esos campos, o en otros, será en referencia a las obligaciones éticas fundamentales; a obligaciones y a deberes que brotan del respeto a lo que el ser humano es y a lo que un ser humano tiene derecho por ser, precisamente, humano. Lo contrario, la imposibilidad de ejercer una crítica, convertiría al Estado en totalitario; en un Estado que pretende absorber y dirigir toda la vida nacional. En un Estado así no cabría ni imaginarse, pongamos por caso, la posible parte de razón que, en principio, pudiera tener un movimiento como el “15-M”.

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22.07.11

El tesoro y la perla

Homilía para el Domingo XVII del tiempo ordinario (Ciclo A)

Las parábolas del tesoro escondido en un campo y de la perla preciosa inciden en la ganancia, en el beneficio, que supone encontrar esos bienes. El hombre que encuentra el tesoro hace un buen negocio vendiendo todas sus propiedades para comprar el campo. Igualmente, para el buscador de perlas finas el hallar una de tanto valor compensa con creces el tener que desprenderse de sus posesiones.

Encontrar a Jesucristo, adherirnos a Él por la fe, es la mejor inversión que podemos hacer. San Pablo expresaba esta convicción con gran claridad: “Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3,8).

Lejos de presentar la vida cristiana como mera renuncia, las parábolas del Señor y el apóstol subrayan ante todo la ganancia. Cristo no da algo a cambio de algo; nos lo da todo – se da a Sí mismo – a cambio de nada. En la homilía de la Misa del inicio de su pontificado, Benedicto XVI dirigía a los jóvenes unas palabras que pueden servir para todos nosotros: “Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.

El encuentro con Cristo es una gracia. No se dice que el hombre que encontró el tesoro escondido hubiese llevado a cabo una búsqueda; simplemente se topó con él. La fe tiene, en muchos casos, este carácter de encuentro aparentemente imprevisto. En el camino de Damasco, Cristo resucitado se presenta a San Pablo como una luz espléndida que transformó su pensamiento y su vida. “San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte”, comenta el papa.

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