InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Septiembre 2010

29.09.10

La “autobiografía” secreta del Padre Pío

Francesco Castelli, “La ‘autobiografía’ secreta del Padre Pío. La investigación del Santo Oficio”, Ed. Palabra, Colección Arcaduz, Madrid 2010, 315 páginas, 18,00 euros.

Francesco Castelli es un sacerdote especializado en Historia. Trabaja en la Postulación para la causa de beatificación del Papa Juan Pablo II. Enseña Historia de la Iglesia Moderna en un Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Taranto.

Este libro, “La ‘autobiografía’ secreta del Padre Pío. La investigación del Santo Oficio”, prologado por Vittorio Messori, tiene la originalidad de dar a conocer el “Voto”, el informe, que Mons. Raffaello Carlo Rossi realizó sobre el Padre Pío en 1921, por encargo del Santo Oficio (la actual Congregación para la Doctrina de la Fe). El libro está articulado en tres partes. La primera, “Un nuevo punto de partida”, proporciona las claves para comprender ese informe. La segunda parte, “Voto”, recoge el texto de la detallada investigación de Mons. Rossi. La tercera parte, “Profundizaciones”, proporciona más amplios conocimientos sobre la persona del investigador – el obispo Rossi – y del investigado – el Padre Pío -.

El acceso libre a los archivos del Santo Oficio hasta 1939, que Benedicto XVI ha permitido, ha hecho posible examinar los documentos que se conservan sobre San Pío de Pietralcina. Entre ellos, sobresale el mencionado “Voto”.

En 1921, San Pío tenía treinta y cuatro años. Se había extendido por todas partes su fama de santidad y, a la vez, ciertas sospechas sobre la autenticidad de la misma. Fenómenos extraordinarios como los estigmas, el perfume que en ocasiones exhalaba su presencia o el extraño hecho de que llegase a alcanzar una temperatura corporal de 48 grados, hacía aconsejable una investigación por parte de la autoridad de la Iglesia.

Mons. Raffaello Carlo Rossi cumplió su misión con un celo ejemplar y con una evidente voluntad de objetividad: “yo acudí – escribe en el “Voto"- a San Giovanni Rotondo con el ánimo resuelto, con el deber de hacer una investigación absolutamente objetiva, pero a la vez con una verdadera prevención personal contra todo lo que se narraba del Padre Pío. Hoy no soy un… convertido, un admirador del Padre, absolutamente no”. Y añade: “pero, obligación de conciencia, debo decir que ante algunos hechos no he podido permanecer en la ‘personal’ prevención contraria, aunque nada externamente haya manifestado” (p. 126-127).

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28.09.10

Calendarios

Los calendarios representan el paso de los días, agrupándolos en unidades superiores como semanas, meses o años. Están ahí, delante de nosotros, como notarios que registran el transcurrir del tiempo. Son, quizá, testigos incómodos porque, si los repasamos, nos damos cuenta del número de horas invertidas en nada o en casi nada.

Cuando se acerca un nuevo año, se preparan los calendarios. La verdad es que, a ciertas edades, los años acaban y comienzan sin que apenas medie un intervalo significativo entre su inicio y su fin. Esta brevedad constituye un argumento en favor de la continuidad de los días. Toda división se muestra, a la postre, como artificial.

No sólo los bomberos – y las amas de casa, y los futbolistas, y los coleccionistas de sellos, y los aficionados al arte etrusco – hacen calendarios. Yo también los hago. Selecciono, para ese fin, algunas imágenes de la iglesia parroquial. Y así, poco a poco, me hago con un inventario gráfico muy completo.

Los feligreses pueden, de ese modo, llevar a sus casas un icono del templo parroquial: el retablo principal, el pequeño oratorio, una imagen de la Virgen o una fotografía del Crucifijo. Este año he seleccionado tres imágenes: la del Sagrado Corazón, la de Nuestra Señora del Carmen y la de San Roque.

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25.09.10

¿Hay o no hay una autoridad doctrinal en la Iglesia?

La pregunta no es baladí. Da la sensación de que no la hay. No porque la autoridad no ejerza su papel, que lo ejerce. Y basta leer lo que dicen los papas para corroborarlo. El problema radica, más bien, en que, por la “izquierda” y no menos venenosamente por la “derecha", se tiende a impugnar, a reducir, a limitar hasta la insignificancia, la enseñanza del magisterio eclesiástico. Al final, es magisterio lo que a mí me gusta. Lo que no, no lo es.

Sin fe católica no se puede aceptar la función del magisterio de la Iglesia. Porque la confianza en esa función brota de la relación que vincula la Palabra de Dios con la sucesión apostólica. Es decir, el poder magisterial de los apóstoles y de sus sucesores no se fundamenta en un grado mayor de competencia técnica – algo que indigna los oídos de los católicos de hoy, que, por ser expertos en algo, si lo son, se creen “ipso facto” expertos en todo -. No es preciso que el Papa sea el más listo, ni que el Obispo lo sea. Pero, más o menos listos, tienen una potestad que deriva de la sucesión apostólica, no de sus conocimientos privados.

¿Quién les ha confiado ese poder? Sólo el que puede confiárselo: Jesucristo. Les ha confiado, sacramentalmente, el poder de hacer, dar y enseñar lo que, por sí mismos, no serían capaces de hacer ni de dar ni de enseñar. En el tema que nos ocupa, la enseñanza, se trata de la potestad de exponer, guardar y defender la doctrina de la revelación de forma auténtica; es decir, autorizada, dotada de autoridad.

Toda la Iglesia es portadora de la revelación, pero la Iglesia es jerárquica. Y la autoridad de enseñar deriva de Cristo y está estrechamente vinculada a la sucesión apostólica y al sacramento del Orden. Sí, al sacramento del Orden. No sólo al del Bautismo.

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24.09.10

Pena de muerte

En un penal del Estado de Virgina, ha sido ejecutada Teresa Lewis. En su contra, haber organizado el asesinato de su marido y de su hijastro, con la finalidad de cobrar el seguro de vida de ambos. Que sea una mujer me parece irrelevante. Un asesinato es un asesinato, sea perpetrado por un hombre o por una mujer.

Que su coeficiente intelectual bordease el límite quizá no represente, tampoco, un argumento decisivo, ya que demostró la suficiente destreza como para hacer eliminar a esos dos hombres.

Yo no hablaría fácilmente de “injusticia”. Si la justicia es dar a cada uno lo suyo, lo que le es debido, no atenta contra la equidad que quien procura la muerte de dos personas pague por su delito con su propia muerte. En casos así no hay desproporción.

Sí encuentro la desproporción si comparamos la actuación de un criminal con la actuación del Estado. El criminal, en su crimen, no se rige por un alto código ético. Transgrede la ley y hasta la moral. Al Estado cabe, pienso yo, pedirle más. Debe actuar con ejemplaridad, no sólo con contundencia.

Ya sé que la pena de muerte, en principio al menos, no es contraria a la doctrina católica. Santo Tomás la justificaba con vistas al bien común: “Es lícito matar a un malhechor en cuanto que su muerte está ordenada a la salvación de toda la colectividad”. Y añadía: “corresponde solamente a aquel a quien se le ha confiado la tarea de procurar la salvación colectiva, lo mismo que corresponde al médico proceder a extirpar un miembro enfermo, cuando lo exige el cuidado de todo el organismo”.

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23.09.10

La ceguera de Epulón

Homilía para el XXVI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro nos invita a la sobriedad y a la solidaridad. La moderación en el estilo de vida y el desprendimiento de las cosas ayuda a estar alerta para descubrir las necesidades de los demás; para abrirnos al otro y, de este modo, también a Dios.

No se dice en el texto evangélico que Epulón cometiese grandes crímenes. Más bien, vivía ocupándose sólo de sí mismo y con indiferencia en relación a la suerte de los otros: “vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes” (Lc 16,19). Una vida cómoda, disoluta, que está en origen de la falta de compasión y de la ceguera ante los males ajenos. También el profeta Amós advierte a sus contemporáneos del riesgo que comporta este estilo de vida: “bebéis vinos generosos, os ungís con los mejores perfumes, y no os doléis de los desastres de José” (cf Am 6,1-7).

Lázaro no estaba lejos, estaba a la puerta de la casa de Epulón. Esta proximidad, incluso física, hace más reprobable su indiferencia: “Estaba recostado a la puerta para que el rico no dijese: yo no lo he visto, nadie me lo ha anunciado. Lo veía ir y venir y estaba cubierto de llagas para dar a conocer en su cuerpo la crueldad del rico”, comenta San Juan Crisóstomo.

La ceguera ante las necesidades del prójimo impide que podamos acoger la palabra de Dios, aunque estuviese acompañada de manifestaciones extraordinarias. Epulón, en vida, no quiso escuchar ni a Moisés ni a los profetas. Tampoco sus cinco hermanos, en la medida en que continúen sumergidos en la ebriedad de las riquezas, harán caso de las advertencias de Dios.

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