InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Agosto 2010

21.08.10

La puerta estrecha

Domingo XXI del Tiempo Ordinario. Ciclo C

La palabra “salvación” constituye uno de los términos esenciales del vocabulario cristiano. Sin embargo, no resulta fácil proporcionar una definición. Puede entenderse como “el estado de realización plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las diversas ramificaciones de su existencia” (G. Iammarrone).

¿Es posible la salvación? ¿Cabe esperarla? ¿Debemos aguardar una vida que sea plenamente vida? Para muchos, la vida cumplida y feliz se circunscribe al horizonte de la historia. La “salvación” sería, entonces, una vida buena, caracterizada por el bienestar, por el disfrute de la salud, de una posición económica desahogada y de una estabilidad emocional.

El Evangelio abre un panorama más amplio. La salvación del hombre consiste en su apertura a Dios; en la comunión de vida con Él. Esta posibilidad de una existencia nueva es, fundamentalmente, un don de Dios. Un regalo que Dios nos ha hecho enviando a Cristo y haciéndonos partícipes de su Espíritu. La salvación como vida en comunión con Dios se inicia aquí, en la tierra, y encuentra su plenitud en el cielo.

Este don divino comporta la redención del mal y de la corrupción. Comporta también el rescate del pecado y de la muerte. Los bienes que hacen buena la vida no son, desde esta perspectiva, exclusivamente los bienes de este mundo, porque estos bienes pueden estar presentes o no estarlo. No es seguro que siempre podamos gozar de buena salud, o de la abundancia de dinero. No está tampoco en nuestras manos evitar la muerte de las personas a las que amamos.

La salvación que Cristo nos ofrece es compatible con la ausencia de estos bienes y, por ello, es capaz de engendrar una esperanza que va más allá de las posibilidades meramente humanas. El gran obstáculo, la amenaza del sufrimiento, ha sido removido por Él en la Cruz. Siguiendo las huellas de Cristo doliente es posible encontrar la vida que merece la pena ser vivida, sin que nada ni nadie pueda arrebatárnosla.

¿Qué hacer para acceder a esta nueva vida? Jesús habla de la necesidad de “entrar por la puerta estrecha”. Es decir, el paso a la verdadera vida resulta exigente, porque consiste en identificarse con Jesús, en vivir como Él para, de este modo, vivir con Él para siempre. Todos podemos entrar por esa puerta del seguimiento del Señor – ya que la salvación no está restringida a unos pocos privilegiados - , pero a todos se nos pide, para atravesarla, desprendernos del propio egoísmo.

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15.08.10

La Asunción de Nuestra Señora. El premio de la gloria

Los primeros cristianos tenían conciencia viva de ser ciudadanos del cielo, donde nos aguarda Cristo. Esperaban la vida eterna. También nosotros, y todos los hombres, esperamos una vida que valga la pena: “una vida que es plenamente vida y por eso no está sometida a la muerte” (Benedicto XVI).

¿En qué consiste la gloria? ¿En qué consiste la vida eterna? En conocer y amar a Dios: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida es conocimiento y relación. “Conocer” es algo más que tener noticia de un acontecimiento. Conocer es, como enseña Benedicto XVI, “llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro”: “Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar”.

Vivir de verdad es ser amigo de Jesús. La amistad con Él se expresa en la forma de vivir: con la bondad del corazón, con la humildad, la mansedumbre y la misericordia, el amor por la justicia y la verdad, el empeño sincero y honesto por la paz y la reconciliación. “Éste, podríamos decir, es el «documento de identidad» que nos cualifica como sus auténticos «amigos»; éste es el «pasaporte» que nos permitirá entrar en la vida eterna”, explicaba el Papa Benedicto.

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6.08.10

Oración y Transfiguración

Homilía para la Fiesta de la Transfiguración del Señor (Ciclo C)

Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar (cf Lc 9,28-36). En ese contexto de oración, “Cristo les dio a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad”. Comentando el misterio de la Transfiguración, San Juan Damasceno dice que “la oración es una revelación de la gloria divina”. La majestad de Dios se transparenta en el cuerpo del Verbo encarnado, que se convierte así en sacramento del encuentro misterioso entre el Dios vivo y verdadero y el hombre que busca a Dios.

Cada uno de nosotros está llamado a experimentar este encuentro, subiendo a lo alto del monte de la humildad, donde el hombre es ensalzado por Dios. La comunión con Cristo, la mediación de su Cuerpo, no es un obstáculo para la relación viva con Dios, sino el cauce que Él mismo ha elegido para acercarse a nosotros. En el cuerpo de Jesús, Dios “que era invisible en su naturaleza se hace visible”. En su cuerpo eucarístico, el Señor nos eleva a la comunión con Él. Haciéndonos su Cuerpo, convirtiéndonos en su Iglesia, no sólo nos reúne en torno a Él, sino que nos unifica en Él.

Sólo la oración es capaz de suscitar la mirada de la fe, de despertar el recuerdo de Dios y la memoria del corazón, a fin de poder superar el escándalo que provocan en la mirada del mundo los caminos elegidos por Dios para salvarnos: el camino del ocultamiento en la Encarnación, el camino del dolor en la Cruz, la peregrinación de la Iglesia por la historia y el desafío de la muerte como acceso a la vida.

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5.08.10

La vigilancia

Domingo XIX del Tiempo Ordinario. Ciclo C

“Vigila aquel que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera, el que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la pereza y de la negligencia”, escribía San Gregorio. Se presenta con estas palabras uno de los rasgos de la vida cristiana: la vigilancia.

Vigilancia, ante todo, en los modos de pensar, para evitar que nos invadan las mentalidades de este mundo (cf Catecismo 2727). Estar abiertos a la luz verdadera significa estar dispuestos a acoger a Jesucristo como Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Lo verdadero no se reduce a lo que la razón y la ciencia pueden verificar por sí mismas; ni a lo útil o a lo productivo, ni al activismo, ni tampoco al sensualismo o al confort. Los ojos de la fe descubren una hondura de lo real que abarca la dimensión de misterio, una esfera que desborda nuestra conciencia, que hace espacio a lo aparentemente “inútil”, que no retrocede ante la inaferrable gloria de Dios.

La vigilancia se esfuerza por mantener la coherencia entre la fe y la vida; rechazando todo lo que, en la teoría o en la práctica, se opone al testimonio cristiano. Este esfuerzo exige luchar contra las tentaciones, evitando tomar el camino que conduce al pecado y a la muerte. Vigilar es guardar el corazón, para que se mantenga en la opción perseverante en favor de Dios.

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