Homilía para el Domingo XI del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
Jesús no es solamente un maestro, ni solamente un profeta. Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. En Él, en toda su figura, en sus palabras y en sus obras, nos sale al encuentro el amor de Dios; un amor siempre dispuesto a la misericordia y al perdón. San Pablo se dejó atraer por el amor de Cristo hasta el punto de decir: “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Ga 2, 20).
San Pablo describe de este modo la experiencia de la fe y del Bautismo. Por la fe, nos adherimos a Cristo y así Él vive en nosotros y nosotros en Él. En el Bautismo, explicaba Benedicto XVI a propósito de estas palabras de San Pablo, “se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia” (15.IV.2006).
La existencia nueva que la adhesión a Cristo hace posible implica una lucha continua contra el pecado, que es lo único que nos puede separar de Él, y que, separándonos de Él, acorta las perspectivas de nuestra vida, nos reduce al horizonte estrecho de un yo egoísta.
El movimiento de conversión tiene como principal motor el amor a Dios. La mujer pecadora que va al encuentro de Jesús se deja mover por el amor. El relato de San Lucas abunda en verbos, que expresan las acciones que el amor suscita en aquella mujer: se entera de donde está Jesús, va a la casa de un fariseo con un frasco de perfume, se coloca junto a los pies del Señor, llora, riega los pies de Jesús con sus lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los cubre de besos, los unge con el perfume… (cf Lc 7,36-8,3).
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