InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Febrero 2009

7.02.09

Nuestra Salud es Jesucristo

Nuestra Salud es Jesucristo. San Pedro afirma que “bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos” (Hechos 4, 12).

Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre, encarnado en el seno de la Virgen María “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”. Él nos ofrece la salud plena, la posibilidad de una vida nueva, reconciliada con Dios, vivida en el amor de Dios: la vida de los hijos de Dios, “partícipes de la naturaleza divina” ( 2 Pedro 1, 4).

El Señor, en el Evangelio, aparece curando a algunos enfermos, como a la suegra de Pedro, para devolverles la salud. Pero esas curaciones son signos de una salud más profunda: la liberación de la esclavitud del pecado, la salud del alma, la salvación. Jesús es el verdadero Médico de los cuerpos y de las almas (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1503).

A un paralítico que habían llevado a la presencia del Señor para que lo curase, Jesús le dice: “Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mateo 9, 2). Y a quienes asistían a esa escena, les explica: “Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados – se dirigió entonces al paralítico - , levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mateo 9, 6).

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3.02.09

¿Quién era San Blas y cuál es el motivo de su popularidad?

Si todos los santos son modelos e intercesores, pues en ellos se ha cumplido el misterio pascual, algunos de los santos han conquistado, por decirlo así, el fervor del pueblo de un modo especialmente destacado. San Blas es uno de estos santos, ya que su culto tuvo una gran extensión, tanto en Occidente como en Oriente. En Oriente la fiesta de San Blas se celebraba el 11 de febrero y, en Occidente, tenía señaladas dos fiestas; el 3 de febrero, aún vigente, y el 15 del mismo mes. Sólo en Roma tuvo San Blas cincuenta y cuatro iglesias y oratorios bajo su protección, y muchísimos monasterios e iglesias del mundo dicen poseer reliquias de este mártir.

¿Quién era San Blas y cuál es el motivo de su popularidad? De las cuatro actas griegas de San Blas pueden extraerse algunos datos: Era médico, obispo de Sebaste, en Armenia (actualmente Sivas, en Turquía), que vivió en tiempos de los emperadores Diocleciano y Licino (307-323). Decretada la persecución, Blas buscó asilo en una cueva, donde fue descubierto por unos cazadores y denunciado al gobernador Agrícola de Capadocia. Fue torturado con peines de hierro y, finalmente, decapitado.

Las actas apócrifas le atribuyen, y éste es el motivo de su popularidad, numerosos milagros. Se le invoca como abogado contra la difteria y contra todos los males y accidentes de garganta. En algunos lugares persiste la costumbre de bendecir a las personas el día 3 de febrero con dos velas diciendo esta oración: “Por la intercesión y los méritos de San Blas, obispo y mártir, Dios te libre de los dolores de garganta y de cualquier otro mal”.

En la oración colecta de la Misa se pide a Dios que nos conceda, por los méritos de San Blas, “la paz en esta vida y el premio de la vida eterna”. Todos nosotros ansiamos la paz del corazón. Y esa paz anhelada la encontramos en Jesucristo, nuestro Señor: “Él es nuestra paz” (2,14), dice San Pablo en la Carta a los Efesios, pues Él derriba la enemistad, el muro de la separación entre los hombres y los pueblos. Y es también Jesucristo quien declara “bienaventurados a los que construyen la paz” (Mateo 5, 9).

Existen, al menos, dos amenazas para la paz del corazón: La ira y el odio. La ira es un deseo de venganza por el agravio o el daño recibido. Podemos, legítimamente, pedir una reparación para el mantenimiento de la justicia, pero no debemos permitir que el deseo de venganza anide en nuestro interior. El odio voluntario, la antipatía o la aversión hacia alguien cuyo mal se desea, destruye también la paz del alma. El Señor, frente a la venganza y a la ira, prescribe el amor, la caridad: “Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mateo 5,44-45).

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