InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Diciembre 2008

31.12.08

María Tudor

No soy especialista en Historia y, por consiguiente, mi comentario ha de interpretarse como lo que es: una reseña hecha por alguien que, entre sus lecturas, suele incluir los libros de Historia y, de modo muy destacado, las biografías.

Acabo de terminar “María Tudor. La gran reina desconocida”, de María Jesús Pérez Martín (Ed. Rialp, Madrid 2008, 927 págs.). A mi modo de ver, en esta obra se entrecruzan tres perspectivas: la historia de Inglaterra – y, de algún modo, de la Europa de la época - ; la historia de la Iglesia en un período extraordinariamente significativo – someramente, la primera mitad del siglo XVI – ; y el propio drama biográfico de la protagonista del libro, la reina María Tudor.

María Tudor no ha tenido suerte con la fama que, justa o injustamente, le ha atribuido cierta historia. El nombre de un famoso cóctel, el “Bloody Mary” – “María la Sanguinaria” – perpetúa, a niveles populares, lo que, sospechamos, es el resultado de una exitosa campaña de “damnatio memoriae”.

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Resentimientos

Uno puede resentirse del cuerpo o del alma. Un accidente, una caída, un golpe fuerte pueden dejar una herida duradera, un pesar, una molestia que se empeña en pervivir en el tiempo. Mi espalda puede resentirse de dolencias pasadas y, de vez en cuando, puede hacerme llegar el eco de esa sensación molesta y aflictiva.

También el alma se resiente. Los disgustos, los desengaños, las decepciones, las traiciones, las faltas de correspondencia a la amistad nos lastiman. Y el pasado, como es nuestro pasado, nunca acaba de irse. En la medida en que lo recordamos forma parte también de nuestro presente. El pesar o el enojo, motivados quizá por acontecimientos que han sucedido hace años, no son a veces pesares o enojos de ayer, sino de hoy, vivos en su lacerante impresión.

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30.12.08

Censurar a la Iglesia

Se ha convertido en un ejercicio habitual. Si la Iglesia, a través de sus maestros autorizados, dice algo sobre algún tema inmediatamente se aplica una implacable censura. Lo que dice la Iglesia es corregido, reprobado, señalado públicamente como malo.

El argumento que se esgrime para justificar este dictamen es más o menos siempre el mismo: “La Iglesia no puede imponer a una sociedad unas normas de conducta”. Un argumento bastante débil, pues resulta de dominio público que la Iglesia no puede, al menos con medios coactivos, hacer valer su autoridad.

¿Que el Evangelio dice una cosa y yo quiero hacer la contraria? ¿Qué el Papa predica en un sentido y yo pienso y vivo en el sentido opuesto? ¿Que los Obispos señalan una conducta como negativa y a mí esa misma conducta me parece el súmmum del progreso, de la bondad y de la justicia? Todo el mundo sabe que esa disidencia no me acarreará ningún problema. Me pueden llevar a los tribunales si vulnero las leyes del Estado. Nada me va a pasar, al menos en este mundo, si transgredo la ley de Dios o los mandamientos de la Iglesia.

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28.12.08

Terrorífico Tamayo

Acabo de escribir su nombre y ya estoy arrepentido. Tamayo, ¿quién es Tamayo? Nadie. En el campo teológico, nadie. Y en el eclesial, menos que nadie. Pero está ahí, parece que a sueldo, dispuesto a desacreditar todo lo que provenga de la Iglesia de Cristo.

Nunca han faltado en la historia los “tamayos” de turno. Siempre ha habido alguien presto a susurrar al oído del poder lo que el poder quería oír, o a hacer propaganda al ritmo marcado por el tirano. Frente a fidelidad a la conciencia – Tomás Moro – , la postura de un Cranmer – el seguidismo del poder – ayuda a marcar la diferencia, a separar la honra de de la vileza.

A Tamayo, las palabras pronunciadas por los Obispos en las Misas que hoy se han celebrado en la fiesta de la Sagrada Familia le parecen terroríficas. A Tamayo, como al Demonio, la palabra del Evangelio le provoca espanto y pavor. Ofrece así, gratuitamente para la Iglesia, aunque quizá bien pagado por otros cauces, una norma negativa cuasi infalible: No le gusta a Tamayo, “ergo” está bien.

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27.12.08

La Sagrada Familia

El primer domingo después de Navidad celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia. El Hijo de Dios se hizo hombre y asumió, para redimirlas, las realidades humanas. También la realidad de la familia. Acepta creer y fortalecerse en el seno de la familia formada por Él, por María, su Madre, y por San José (cf Lc 2,22-40). La Sagrada Familia es el reflejo en la tierra del misterio de la comunión eterna de la Santísima Trinidad.

Como Jesús, cada uno de nosotros hemos nacido en el regazo de una familia. Nuestros padres han aceptado ser colaboradores de Dios para transmitirnos el don de la vida, para educarnos, para hacernos comprender, a través de su amor, que Dios nos ama por nuestro nombre, tal como somos; con nuestras virtudes y con nuestros defectos.

Dios se ha valido también de nuestra familia para regalarnos el don de la fe. Cuando éramos muy pequeños, alguien – nuestra madre, nuestro padre, nuestros abuelos, algún familiar que vivía en nuestra casa – puso en nuestros labios las palabras adecuadas para dirigirnos a Dios. Nos enseñaron las primeras oraciones: El Padrenuestro, el Ave María, el Gloria, la oración al ángel de la guarda…

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