Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera

“Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera [de la ceguera de los hombres] para realizar su designio de salvación” (Catecismo 600). Es una afirmación muy fuerte. Podríamos traducirla como: “Dios ha permitido lo peor para realizar lo mejor”.

¿De dónde sale lo uno y lo otro? ¿De dónde procede, casi, una afirmación y su contraria? La Escritura dice que la muerte redentora de Cristo no es el resultado del azar, de la casualidad, de una “desgraciada constelación de las circunstancias”. No. Proviene, o pertenece, “al misterio del designio de Dios”.

El azar es lo fortuito, lo imprevisto. La casualidad es la combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar. Frente a todo ello está “el misterio del designio de Dios”. Dios no improvisa. Dios es fiel. Dios es “inmutable”; es decir, no deja de ser quien es.

Dios, en su designio, cuenta con la libertad de los hombres; incluye en él, en su designio, la  respuesta libre de cada hombre a su gracia. Nosotros improvisamos, fallamos, cambiamos de parecer. Dios, a pesar de lo que hagamos, no deja de ser Dios.

¿En qué consiste esta fidelidad inmutable de Dios? ¿Qué es lo que no le hace cambiar? Es su misericordia, su propósito de salvarnos, de rescatarnos: “Cristo ha muerto por nuestros pecados” (1 Cor 15,3). San Pablo lo afirma con una claridad que, si no fuese revelada, debería de no ser tomada en cuenta.

La misericordia de Dios es una paradoja; es lo imposible que se hace posible. En Cristo esta paradoja se hace real: “a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado para nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21).

Jesucristo no anula nuestro pecado, no lo banaliza, no hace como si careciese de importancia. Todo lo contrario. Lo toma muy en serio. ¿Es trivial un asesinato, un abuso de los pobres, una explotación? No lo es, no lo será jamás. La bondad de Dios, su misericordia, no se ríe de las víctimas del mal.

Jesucristo carga sobre sí, para vencerla, toda esa potencia del mal. La carga sobre sí, no para dejarse hundir por ella, sino para superarla. El designio de Dios, su plan misterioso, es “un designio de amor benevolente” (Catecismo 604): “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8).

El amor de Dios no tiene excepciones. Su amor se acerca en rescate “por muchos”. Su amor, la entrega de su Hijo, es en favor de todos.

¿Dios “quiere” nuestro castigo? En cierto modo, sí. Como medio para su misericordia. ¿Dios quiere el mal o nuestro mal? Nunca. ¿Dios “quiere" la muerte de su Hijo? La quiere, la acepta, como signo de que su amor no retrocede, no se echa atrás, no se deja vencer; la “quiere” como prueba de que su amor, él mismo – Dios - , es inquebrantable, inmutable.

Fue san Juan Pablo II quien dijo: “Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo”.

Dios lo permite todo, casi todo. El límite de su permisión, el límite que confina el mal, es su amor, su misericordia.

Este “límite” nos conforta.

Guillermo Juan Morado.

Pueden leer, si quieren, “El Triduo Pascual interior”, en Atlántico Diario.

 

Guillermo Juan Morado.

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