Cuidar más a nuestros feligreses

La parroquia, dice el Código de Derecho Canónico, es “una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio”.

Es una definición interesante: una comunidad de fieles, estable, con un pastor propio, que es el párroco. Obviamente no es una iglesia particular, sino que forma parte de una iglesia particular, presidida por el Obispo.

Muchas veces me pregunto cómo lograr que nuestras parroquias sean lo que han de ser. Y no pienso en términos de eficiencia o similares. Es verdad que esos parámetros no deben ser desdeñados sin más. Pero, la Iglesia, aunque está en el mundo, no es del mundo. No es una empresa ni una multinacional. Ni la parroquia es una franquicia. Es otra cosa.

Es una comunidad de fieles. El vínculo de unión que relaciona a todos los feligreses es la profesión de la fe, la oración, la vida cristiana y la celebración litúrgica. Es eso y no otra cosa. Una parroquia no es un club de fútbol, una agencia de viajes o un sindicato. Es una parroquia.

Y se trata de una comunidad estable, permanente, dentro de lo que nuestro mundo permite, hoy, que sea estable y permanente. En la mayor parte de los casos, ambas cualidades – estabilidad y permanencia – vienen dados por el lugar de residencia. Por la presencia en un determinado territorio.

Pero un territorio, en sí mismo, no es nada. Lo importante es quien habita ese espacio. Y, en eso, en la atención a las personas, sí que debemos mejorar, pienso yo.

El Papa habla mucho de la “Iglesia en salida”, de las “periferias” y demás. En el fondo, se trata de lo mismo de siempre: de que la Iglesia sea misionera.

Yo creo que una parroquia es misionera si cuida a sus feligreses. No es nada fácil hacerlo, pero hay que intentarlo. Hoy un católico es como un misionero que se adentra en un mundo indiferente, amigable, a veces, o, hasta, hostil. Cada uno de nuestros feligreses suele vivir en “territorio comanche”. Las personas que vienen a Misa son personas que, en su familia, no siempre están rodeadas de comprensión hacia la fe o la vida de fe. A veces, sí; muchas otras, no.

Pero, estos misioneros, que suelen ser las personas mayores, tienen la virtud de la fortaleza. La fe los ha acompañado a lo largo de sus vidas y no quieren, al final de las mismas, apostatar.

Es de justicia hacer todo lo posible para no abandonarlos. Y es, incluso, la mejor opción misionera no hacerlo.

Cuando yo tenía una parroquia – o unas parroquias – pequeñas, de pocos habitantes, era muy fácil visitar a las personas mayores o enfermas. No tenía que hacer ningún esfuerzo. Me bastaba con preguntarle al sacristán. No siempre los visitados querían recibir el auxilio de los sacramentos, pero aceptaban de buen grado que el párroco se acercase a su casa.

En una ciudad, es más difícil. Pero es de primerísima importancia que todos los feligreses estén pendientes unos de otros. Y, si alguien deja de venir a la Misa, hay que saber por qué. Y si es por enfermedad o vejez, hay que acompañarle.

La Iglesia, y la parroquia, es una comunidad de fieles. Pero esa comunidad no puede no ser humana. Quizá nos falta, no por mala voluntad, un poco más de humanidad. Siempre desde el respeto a las personas y a las familias.

Si somos más humanos, seremos también más misioneros.

 

Guillermo Juan Morado.

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