Y tú, más

Acabo de leer una carta al Papa en la que veinte personas, que dicen que son teólogos, le piden al Romano Pontífice que apruebe la posibilidad de que los divorciados vueltos a casar (civilmente) puedan acceder, sin más, a la comunión eucarística.

Los argumentos son un tanto pobres. No piden un cambio “dogmático” – no piden que lo que era verdad deje de serlo - , sino un cambio “pastoral”. Ya no sé qué significa eso. En nombre de la “pastoral” parece que cabe todo. Pero no puede caber todo si se trata de seguir a quien se definió a sí mismo como el Camino, la Verdad y la Vida.

Lo sensato sería que, si piden un cambio, pidiesen no un cambio pastoral, sino un cambio dogmático. Algo así como decir: “Hemos descubierto nuevos campos en el mapa de la verdad. Lo que considerábamos que era la verdad, no lo es en realidad. Por fidelidad a la misma, rogamos que se tenga como verdad lo que hasta ahora no se reconocía como tal". Eso sería más honrado.

Si ese punto no queda claro, no cabe invocar soluciones “pastorales”, suponiendo quizá que la “pastoral” sea algo así como las rebajas de la temporada. Las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio son muy claras: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Estas palabras son tan absolutas que no se prestan a mucha interpretación. Ni parecen ser unas palabras dependientes de un contexto cultural, ya que Jesús remite no a una cultura, sino al proyecto creador de Dios (“Al principio, no era así”).

La misericordia es un atributo divino. Que Dios es misericordioso significa que Dios está dispuesto a perdonarnos. Pero la misericordia no puede amparar la injusticia. Dios no puede decirnos, por ejemplo: peca y sigue pecando, roba y sigue robando, fornica y sigue fornicando. Dios sí nos dice que, a pesar de nuestros pecados, Él está dispuesto a perdonarnos. Pero si nosotros no nos burlamos de su misericordia, trataremos de dejar de hacer lo que no está bien, sino mal.

Comparar la indisolubilidad del matrimonio con la norma de la circuncisión tampoco es un argumento que me convenza.  La circuncisión no forma parte, que yo sepa, del orden de la creación. Era una norma, diríamos hoy, de derecho positivo, no de derecho natural. O sea, una norma que se puede cambiar.

Apelar a lo que las personas célibes pueden comprender o no con relación a los casados es un sofisma. Un célibe puede comprender mucho o poco. Y un casado, igual.

Una Iglesia que aceptase el divorcio – aunque fuese a cuentagotas – sería una Iglesia paganizante. Es imposible, a la vez, defender con coherencia la indisolubilidad del matrimonio y el divorcio. Ni siquiera lo ha hecho nunca la Comunión Anglicana.

La Iglesia no abandona a los que han fracasado en su matrimonio. Pero tampoco les engaña. No les anima a justificar sus errores, sino a caminar hacia la santidad.

Y ya apelar al derecho a la propiedad, tachándolo casi de delito, es completamente entrar dentro del absurdo. Hay un derecho, aunque sea condicionado, a la propiedad privada. No lo hay al adulterio: “El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio” (Catecismo).

No es de recibo querer ampliar el derecho – inexistente – al sacrilegio. Lo de menos, casi, sería que la Iglesia dejase comulgar a cualquiera en cualquier situación. Eso sería – casi – lo de menos. Lo que más debe preocuparnos, sea cual sea nuestra condición, es si, a pesar de ese “permiso”, agradamos o no a Dios.

En todo este debate – bastante falso, por otro lado – yo solo pienso en una cosa: La Iglesia no tiene potestad para decidirlo todo. Solo es creíble si obedece a su Señor. Lo demás, sobra.

 

Guillermo Juan Morado.

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