Reparar más allá de la muerte

Sin la existencia del purgatorio carecería de sentido la conmemoración de los fieles difuntos. No rezamos por los santos, por aquellos que ya han llegado a la meta, sino que nos encomendamos a ellos. Tampoco por los condenados, ya que se han autoexcluido de modo definitivo de la comunión con Dios y con los hermanos. Rezamos, eso sí podemos hacerlo, por los fieles difuntos. Por los que, como dice bellamente la liturgia, “nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz”.

Las representaciones del purgatorio pueden engañarnos. Sería erróneo imaginar el purgatorio como un infierno temporal. Tiene que ser algo muy distinto. El purgatorio es el estado que experimentan aquellos que mueren en paz con Dios y con los demás pero que, no obstante, necesitan purificarse de las marcas que las consecuencias de sus pecados han dejado en su alma. Nada que no sea santo puede entrar en la presencia de Dios. Hay una incompatibilidad absoluta entre Dios y el pecado. Para ver a Dios se necesita la limpieza del corazón.

En la vida terrena encontramos ocasiones para reparar por las consecuencias de nuestras culpas. No basta solo con arrepentirse o con recibir el perdón. Cada acción, si es negativa, puede provocar nuevas acciones negativas. Una mentira, una deslealtad, un agravio, genera probablemente nuevas mentiras, nuevas deslealtades, nuevos agravios. Se abre una cadena de la que, de antemano, no conocemos el último eslabón.

Por mucho que dure, la vida terrena es corta, breve. Cabe pensar que no siempre, cuando esta vida llega a su fin, se habrán extinguido los efectos de nuestros malos pensamientos, de nuestras malas acciones o de nuestras omisiones. Y Dios, en su misericordia, permite que se restablezca la justicia. Nos da, por así decirlo, la oportunidad de reparar más allá de la muerte.

En eso consiste el purgatorio, en poder reparar más allá de la muerte. El encuentro con Cristo, nuestro Juez, nos hará tomar conciencia de la trascendencia de nuestras obras. Él nos mirará con misericordia y su mirada nos avergonzará por nuestras injusticias. Será amargo saber que nada, incluso para mal, ha sido en vano. Será amargo reconocer la poca fidelidad, el mucho egoísmo, la falta de correspondencia.

Lo más sensato es pensar que, quizá, el purgatorio sea lo que nos vamos a encontrar mañana. No todos. Habrá quienes, por vía de martirio o de santidad no martirial, puedan gozar inmediatamente después de la muerte de la gloria del cielo. Habrá quienes – Dios nos lo evite – vean ratificado su “no” para siempre. Pero yo ya me conformaría con el purgatorio. Y hay una razón muy clara: podrá ser mejor o peor, pero su única puerta de salida es la que conduce al cielo.

Y la fe nos dice algo más: podemos ayudar a quienes viven ahora esa etapa. Existe la comunión de los santos; es decir, nunca estamos solos, salvo que hayamos peleado por esa soledad. Si peregrinamos por la tierra, los que ya están en Dios nos ayudan. Pero también nosotros, mientras somos peregrinos, podemos ayudar a los fieles difuntos. Podemos ofrecer por ellos buenas obras, que ayuden a restablecer la justicia: los ayunos, la oración y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa.

Cuando ofrecemos la Santa Misa por un difunto nuestra oración ya no es solo nuestra oración. Es la oración de la Iglesia, Esposa y Cuerpo de Cristo, que el Señor hace suya incorporándola al diálogo, a la intercesión, que el Hijo, permanentemente – en el Espíritu Santo - presenta ante el Padre.

Buen día, el de los fieles difuntos. Una conmemoración cargada de fe, de esperanza y de unión en la caridad.

Guillermo Juan Morado.

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He recuperado un texto escrito hace ya un tiempo. Lo añado como apéndice.

LOS DOS LIBROS

En el “Juicio Final” de Miguel Ángel, los ángeles anuncian con trompetas la llegada del “día de la ira”; del día de la verdad, cuando “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (“Juan” 5, 28-29). En ese inmenso fresco, unos ángeles portan libros. Uno de los libros es de gran tamaño; en él están inscritos los nombres de los condenados. El otro, es un pequeño libro; el libro de los salvados.

Como el gran pintor de la Sixtina, nosotros podríamos interpretar en términos numéricos las palabras de Cristo en el Evangelio: “’Señor, ¿serán pocos los que se salven?’” Jesús les dijo: “’Esforzaos en entrar por la puerta estrecha’”. La respuesta parece desalentadora. Es como si, en efecto, el Señor contestase que son pocos los salvados; tan pocos como para poder inscribir sus nombres en un pequeño libro.

Sin embargo, Jesús no da cifras. No nos dice cuántos se van a salvar, sino cuál es el camino de la salvación. Ese camino es “la puerta estrecha”. Es decir, el camino de la salvación no se parece a la entrada de un centro comercial en época de grandes rebajas. La puerta no está abierta de par en par, sino medio entornada. Uno no atraviesa el umbral de esa puerta arrastrado por la multitud, sino únicamente si desea traspasarlo.

La salvación no es algo automático. El Concilio Vaticano II, hablando de la vocación universal a la santidad en la Iglesia, enseña que, para alcanzar la perfección a la que están llamados, “los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo” (“Lumen gentium”, 40). La “puerta estrecha” es la puerta de la entrega, del servicio, de la dedicación completa a Dios y a los hermanos. ¿Cómo cruzar esta puerta? El Concilio nos lo dice también: “Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre”.

Lejos de ser un enigma, el perfil de la puerta está bien definido. La senda de la vida es la conformación con Cristo; el seguimiento de sus huellas; la identificación con su obediencia. En realidad, la puerta no es un lugar por el que entrar o salir. La Puerta es el mismo Jesucristo: “Yo soy la puerta”, nos dice el Señor (“Juan” 10, 7). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (“Juan” 14, 6).

La estrechez no significa, únicamente, escasez de anchura. Lo “estrecho” es también lo íntimo y lo cercano. Jesús es la “puerta estrecha”; la puerta que, para franquearla, exige el compromiso total de la propia libertad; la apuesta completa en favor del seguimiento. Pero es también la puerta de nuestra casa; la que da acceso a nuestra auténtica morada. Cristo es puerta y anfitrión. Y Él nos dice, a cada uno, si queremos dejarnos salvar: “si alguno entra a través de mí, se salvará; y entrará y saldrá y encontrará pastos” (“Juan”, 10, 9).

Por el Bautismo, nuestros nombres han quedado inscritos en el libro de la vida. Sólo nuestro empeño en el mal, nuestra obstinación en el pecado, puede hacer ineficaz esa anotación. En la Eucaristía imploramos la infinita misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 “Pedro” 3, 9). Que el Señor nos libre de la condenación eterna y nos cuente entre sus elegidos. Amén.

Guillermo Juan Morado.