Darwin, 150 años de teoría de la evolución

En 1859 Darwin publicó su famosa obra “Sobre el origen de las especies mediante la selección natural”. La teoría de la selección natural se basaba en algunas observaciones, y en conclusiones derivadas de las mismas.

Las observaciones eran tres: Toda especie tiende a reproducirse en progresión geométrica cuando no hay una presión ambiental. No obstante, en condiciones naturales, el tamaño de una población permanece constante durante largos períodos de tiempo. Y, en tercer lugar, no todos los miembros de una especie son iguales; es decir, se pone de manifiesto una gran variación individual.

Las conclusiones extraídas de estas observaciones eran, básicamente, dos: Debe existir una especie de “lucha por la existencia” y, en segundo lugar, los individuos que presenten unas variaciones favorables poseerán una ventaja competitiva sobre los otros.

Darwin - y Wallace - , supusieron sólo el comienzo de la actual teoría moderna de la evolución. Sea como sea, desde el punto de vista teológico la pregunta por la compatibilidad entre teoría de la evolución y doctrina de la creación tiene que ver - y hablamos en hipótesis, sin “canonizar” ninguna teoría científica - con el interrogante acerca de cómo Dios actúa en el mundo. ¿Debemos pensar a Dios como un factor meramente intramundano o, más bien, como el fundamento trascendente del (presuntamente cierto) proceso evolutivo?

¿Dios actúa siempre de modo inmediato o, de modo habitual, mediante causas segundas? Nada impide pensar que Dios intervenga desde “dentro” del mundo, dinamizando la causalidad finita, elevándola y potenciándola. La causalidad trascendente de Dios se llama “creación”; la causalidad de las criaturas, en este caso, “hominización”. Pero en este proceso de “hominización” surge la novedad de cada persona. El alumbramiento del yo personal sería, pues, la emergencia de “una realidad nueva e intrínsecamente irreductible”, como decía Julián Marías. O, dicho con un lenguaje más clásico, “las almas son inmediatamente creadas por Dios”.

Juan Pablo II se refirió, en 1996, a la teoría de la evolución con estas palabras: “nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis. En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La convergencia, de ningún modo buscada o provocada, de los resultados de trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento significativo en favor de esta teoría”.

Y añadía el Papa: “Así pues, refiriéndonos al hombre, podríamos decir que nos encontramos ante una diferencia de orden ontológico, ante un salto ontológico. Pero, plantear esta discontinuidad ontológica, ¿no significa afrontar la continuidad física, que parece ser el hilo conductor de las investigaciones sobre la evolución, y esto en el plano de la física y la química? La consideración del método utilizado en los diversos campos del saber permite poner de acuerdo dos puntos de vista, que parecerían irreconciliables. Las ciencias de la observación describen y miden cada vez con mayor precisión las múltiples manifestaciones de la vida y las inscriben en la línea del tiempo. El momento del paso a lo espiritual no es objeto de una observación de este tipo que, sin embargo, a nivel experimental, puede descubrir una serie de signos muy valiosos del carácter específico del ser humano”.

Es decir, no es, en principio, incompatible con la fe - excluyendo todo materialismo reduccionista - aceptar la teoría de la evolución como una contribución importante para profundizar en la comprensión de los orígenes del hombre.

Guillermo Juan Morado.

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