Homilía del Cardenal Cañizares en la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Homilía del Sr. Cardenal Administrador Apostólico, don Antonio Cañizares Llovera, en la S.I. Catedral Primada

Toledo, 14 de junio de 2009

Celebramos la solemnidad litúrgica del Cuerpo y de la Sangre de Cristo: la fiesta en la que el pueblo cristiano aviva su fe en el misterio de la Eucaristía y lo proclama lleno de júbilo y gozo. La Eucaristía ha caracterizado siempre nuestra genuina identidad: la fe de nuestros concilios, la piedad de la liturgia hispano-mozárabe, el fervor de las procesiones del ‘Corpus Christi’, la filigrana de nuestras custodias, la expresividad de la música sacra, la catequesis de los autos sacramentales, la Adoración al Santísimo en nuestras iglesias, la inspiración eucarística de muchos institutos de vida consagrada, de cofradías y asociaciones, la inocencia de las Primeras Comuniones y la esperanza serena de Viático, la contemplación mística de nuestros santos y el testimonio de nuestros mártires por la Eucaristía".

La Eucaristía está en el centro de la vida cristiana, es el sacramento de nuestra fe, es el el que hace la Iglesia. “Cada vez que en la Iglesia celebramos la Eucaristía, recordamos la muerte del Salvador y anunciamos su resurrección en espera de su venida. Por tanto, ningún sacramento es más precioso y más grande que el de la eucaristía; y cuando comulgamos, somos incorporados a Cristo. En la Eucaristía Cristo nos acoge, nos perdona, nos alimenta con su palabra y su pan, y nos envía en misión al mundo". O como dice el Concilio Vaticano II: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que iba a ser entregado instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos el sacrificio de la Cruz, y a confiar así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria venidera".

Aquí está expresado todo lo que es el misterio insondable de la Eucaristía, en el que se encierra toda la realidad y verdad del misterio de nuestra salvación. En el sacramento Eucarístico, del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, entregado y derramada por nosotros, está toda la Buena Nueva de la salvación que Dios ha hecho posible en su Hijo entregado en sacrificio redentor por todos los hombres. En él está toda la fuente de nuestra esperanza en la gloria futura, en la felicidad, en la dicha plena que todo hombre anda buscando y que no puede hallar si no es precisamente en la íntima unión con Dios, cuando, al fin de los tiempos, podamos participar esa vida eterna.

La Eucaristía es la fuente y la cima de toda la vida de la Iglesia. Toda la vida cristiana brota de la Eucaristía y tiende hacia ella. Porque toda la vida cristiana parte del amor de Dios, que se nos ha entregado en su Hijo Jesucristo y se nos da en el pan de vida y en la bebida de salvación, y toda la vida tiende a ese amor definitivo, haciéndolo ya presente en todas las dimensiones de la vida: amaos como yo os he amado. Toda la vida cristiana, como la Iglesia entera, brota del costado abierto de Cristo, del que mana la vida y nos hace vivir y permanecer en esa vida. Toda la vida cristiana tiende, a partir de esta raíz del amor de Dios, a desplegarse en un amor que testifica el amor mismo de Dios, a desplegarse en un servicio a los demás, que es signo y presencia en medio de los hombres, del amor de Dios.

La Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana y de toda la vida de la Iglesia, es raíz y centro de la existencia cristiana, siembra y exigencia de fraternidad y de servicio a todos los hombres, empezando por los más necesitados en su cuerpo y en su espíritu. La celebración de los misterios de nuestra redención en el sacramento del Altar, nos impulsa al mismo tiempo a promover la inalienable dignidad de todo ser humano por medio de la justicia, la paz y la concordia; a ofrecerse a sí mismo generosamente como pan de vida por los demás a fin de que todos se unan realmente en el amor de Cristo, ese amor que nos hace en verdad hermanos. La Eucaristía es la gran escuela del amor fraterno. Quienes comparten frecuentemente el pan eucarístico no pueden ser insensibles ante las necesidades de los hermanos, sino que deben comprometerse en construir todos juntos la civilización del amor. La Eucaristía nos conduce a vivir como hermanos; sí, la Eucaristía nos reconcilia y nos une; no cesa de enseñar a los hombres el secreto de las relaciones comunitarias y la importancia de una moral fundada sobre el amor, la generosidad, el perdón, la confianza en el prójimo, la gratitud, el respeto a la vida, la edificación de la paz. Si el pueblo cristiano, en España, se centra más y más en la Eucaristía, en la participación asidua en ella, tened por seguro que se abrirá una aurora de paz y respeto a la vida y a las personas en nuestras tierras.

En la Eucaristía, vínculo de unidad y exigencia de amor fraterno, “Cristo, ‘nuestra paz’, nos llama a los cristianos a derribar, unido con El, muros. El se entregó a la muerte para derribar ‘la barrera del odio’ que separaba a las gentes (Cf Ef 2,14) y hacer de todas ellas una única familia bajo un mismo y único Padre. Cristo en la Eucaristía nos asocia a Él, a su cuerpo y a su sangre entregados a la muerte para derribar barreras y ponernos en comunicación de vida y amor con Dios y a los unos con los otros. No es posible, además, ser cristiano, participar de la Eucaristía y no salir al paso de tantos hombres y mujeres como esta sociedad próspera y ‘feliz’ separa. A la vista de tantos recursos económicos como se derrochan en un consumo y una ostentación injustificados y de las posibilidades de producción de los bienes necesarios, hay que decir muy alto que en la tierra “hay bastante para todos” si compartimos lo que para todos fue destinado por el Creador. Ahí, en el compartir, se juega la verdad y sinceridad de nuestra unión con Jesucristo en su entrega para derribar el muro. Ahí y en otras cosas; pero, sin duda, ahí.

Para los creyentes que han vivido el acontecimiento de la salvación en la Eucaristía, ésta no puede terminar en el interior de la iglesia. “Quien ha descubierto a Cristo y participado de Él debe llevar a otros hacia Él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo, es necesario transmitirla. En numerosas partes existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin Él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Algunos escogen la religión fácil, como un producto de consumo, a la medida de uno que no nos ayuda. Es preciso ayudar a descubrir la verdadera estrella que nos indica el camino: Jesucristo". Ahora es el momento de hacer realidad el compromiso apostólico en los ámbitos de la familia, la sociedad, el trabajo, la cultura, la ciencia, la política, la economía, la justicia y la paz. Todas las formas posibles de actuación cristiana en estos ámbitos tienen de hecho su estímulo constante en el imperativo de la caridad de Cristo alimentada en la Eucaristía. De la misma manera que las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales, destinadas a aliviar las necesidades humanas, son una consecuencia clara del mandamiento nuevo (Cf Jn 13,34-35; 15,12-17), así también la animación cristiana del orden temporal, que constituye el compromiso específico de los fieles laicos, representa hoy una consecuencia del mismo imperativo de la caridad que se contiene en el misterio eucarístico y que de él brota.

Finalmente, queridos hermanos, recordemos siempre que en la Eucaristía, Jesucristo resucitado, el Señor de la gloria, “el mismo ayer, hoy y siempre", se hace presente en todos los lugares de la tierra donde se celebra el sacrificio eucarístico y allí donde se conserva el sacramento consagrado por el poder del Espíritu. “El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. . . Es hermoso estar con Cristo y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (Cf Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el ‘arte de la oración’, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?". “¡Cuántas veces, nos dijo Juan pablo II, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!” (EE 25). Que sea el Sagrario, donde se custodia el Santísimo Sacramento, como el corazón vivo de nuestras iglesias. Que cuidemos, además, los signos de adoración y culto eucarístico, como la genuflexión, la lámpara encendida, la dignidad del lugar de la reserva, etc., para que, sin cesar, vayamos avanzando y consolidando la conciencia y la experiencia en todo el pueblo de Dios de que en la Eucaristía se contiene verdaderamente el supremo bien de la Iglesia. Demos, pues, gracias a Dios, llenos de dicha y de alegría desbordante, por este don de la Eucaristía, donde nos encontramos en la cima del amor: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo".

+Antonio Cañizares Llovera, cardenal administrador apostólico de la archidiócesis de Toledo

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