19.03.11

La Transfiguración

Homilía para el Domingo II de Cuaresma (Ciclo A)

En el “Mensaje para la Cuaresma” de 2011, Benedicto XVI sintetiza el significado del Evangelio de la Transfiguración: “El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: Él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor”.

Detengámonos en la contemplación de este pasaje evangélico (cf Mt 17, 1-9), considerando tres aspectos: La Transfiguración como manifestación de la gloria de Cristo, como anuncio de la divinización del hombre y como invitación a sumergirse en la presencia de Dios.

1. La Transfiguración muestra a Jesús en su figura celestial: Su rostro “resplandecía como el sol” y sus vestidos “se volvieron blancos como la luz”. Moisés y Elías, precursores del Mesías, conversaban con Jesús.

La voz que procede de la nube confirma la enseñanza de Jesús: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle”. Es preciso escuchar a Jesús y cumplir así la voluntad de Dios. San Juan de la Cruz comenta al respecto que sería agraviar a Dios pedir una nueva revelación en lugar de poner los ojos totalmente en Cristo, “sin querer otra cosa alguna o novedad”: “Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aun más de lo que pides y deseas”.

La aparición de la gloria de Cristo está relacionada con su Pasión: “La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente” (Benedicto XVI).

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18.03.11

El camino del discípulo

Este libro, que ya está disponible, ha sido elaborado a partir de materiales que he ido publicando en el blog. Les resultará familiar, por tanto, a los que frecuentan “La puerta de Damasco".

En la página de la editorial Cobel es posible descargar un archivo que permite leer una muestra del contenido del libro.

Constituye la continuación de “La humanidad de Dios", publicado igualmente por Cobel.

Guillermo Juan Morado.

16.03.11

La Tradición

En la Iglesia, la existencia de la Tradición es una consecuencia de la definitividad y de la universalidad de la revelación divina. Jesucristo es la Palabra de Dios, el Verbo encarnado, y su mensaje – un mensaje que se identifica con su Persona – ha de llegar a todos los hombres de todos los pueblos.

La Tradición está al servicio de esta auto-transmisión de la revelación divina. El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, universaliza, actualiza e interioriza la revelación. Él es Señor y Dador de vida. Él mantiene vivo el vínculo que une a la Iglesia con su origen, con su fundador y con su fundamento perpetuo: Jesucristo. Él es el verdadero guía y protagonista de la Tradición.

Al servicio de esta auto-transmisión de la revelación está en ministerio de los apóstoles y de sus sucesores. A toda la Iglesia ha sido confiada la Tradición, pero sólo a los sucesores de los apóstoles les ha sido encomendada la tarea de su interpretación auténtica – con autoridad - . Para desempeñar esta función cuentan con el mandato de Cristo y con la asistencia del Espíritu Santo.

Ya desde la Antigüedad se reconoció en la sucesión episcopal de la Iglesia de Roma el signo, el criterio y la garantía de la transmisión ininterrumpida de la fe apostólica. San Ireneo de Lyon escribía al respecto: “Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes, pues en ella se ha conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles”.

Existe un nexo entre la sucesión de los obispos – principio personal – y la Tradición apostólica – principio doctrinal - . En realidad, ambos principios coinciden. El Obispo de Roma, Sucesor de Pedro – a quien el Señor constituyó como roca - , no es el dueño de la Palabra de Dios, sino su primer y principal servidor: “Veritas, non auctoritas facit legem”. La verdad no deriva de la autoridad del Papa, sino que la autoridad del Papa deriva de su comunión permanente con la verdad que es Jesucristo – una permanencia que el Señor, con la asistencia de su Espíritu, garantiza - .

Pedro no se va a separar jamás de la Iglesia, ni la Iglesia se va a separar jamás de Cristo. Por esta razón, que brota de la fe, los cristianos podemos tener la certeza de que, unidos a Pedro, prestándole el obsequio religioso de la inteligencia y de la voluntad, permaneceremos en la unidad de la Iglesia de Cristo.

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14.03.11

Verdad y diálogo

Puede parecer, a primera vista, que “verdad” y “diálogo” son nociones opuestas. Por “verdad” entiendo, básicamente, la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas se forma la mente. Por “diálogo”, el intercambio de ideas en busca de avenencia.

Yo creo que es posible que el hombre conozca la verdad; que puede aproximarse a ella poco a poco; en más, que se juega mucho en esta empresa. Pese al influjo del relativismo, es casi imposible prescindir de una referencia a la verdad. No habría siquiera “relativismo” sin contraposición a algo “absoluto”, incondicionado y, en este sentido, no “relativo”.

Lo mismo sucede con el mal. Si decimos que algo es “malo” estamos suponiendo que se distingue de lo “no malo”; estamos suponiendo, en suma, que hay algo así como lo bueno o el bien.

A la hora de buscar, de encontrar y de reconocer lo bueno y lo verdadero necesitamos no solamente la luz de la inteligencia, sino también el ejercicio de la libertad. La palabra “asentimiento” une, en su significación, el “asenso” y el “consentimiento”; el admitir como cierto o conveniente lo que otra persona ha afirmado o propuesto y, a la vez, la conformidad de la voluntad.

¿Sería posible un “consenso” sin “asenso” y sin “consentimiento”? Yo creo que no. Es decir, el “consenso” no es el creador, ni el sustituto, de la verdad; es más bien el resultado – quizá provisional – que se puede obtener presuponiendo que la verdad existe, aunque no siempre nos sea posible a todos, en un momento dado, contemplarla en su integridad y amplitud. El “consenso” es como un “mínimo” de verdad, una parcela de la misma, con respecto a la cual todos los que intervienen en el discurso están dispuestos a asentir y a consentir.

No podemos “negociar” la verdad; pero sí podemos, hasta cierto punto, establecer los canales que puedan conducir a un acuerdo, aunque éste sea transitorio y provisional. Nos obliga a ello la vida, la necesidad de coexistir y, a poder ser, colaborar con quienes no piensan en todo exactamente igual que nosotros.

Si estos criterios que, de modo muy sumario, he expuesto pueden considerarse válidos, cabría aplicarlos también al diálogo interreligioso, que no puede equivaler a la indiferencia o a la desobediencia con respecto la verdad.

Sin la búsqueda honrada de la verdad, sin el objetivo de profundizar en ella, el diálogo interreligioso sería imposible. Pero esta renuncia a la búsqueda y a la profundización la humanidad no puede permitírsela. Hago mías unas palabras del Papa, que me parecen cargadas de sensatez. Y un creyente, un verdadero creyente - que jamás ha de ser un fanático - , no puede ser insensato; no puede abdicar de la cordura, de la prudencia y del buen juicio.

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