8.11.12

¿Creer "en" la Iglesia?

Con frecuencia se tiende a considerar que la fe es un asunto estrictamente privado, una opción de la propia conciencia que no puede ir más allá de las fronteras íntimas del yo. Sin embargo, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes”.

Una cadena está formada por una serie de eslabones enlazados entre sí, de modo que se sustentan unos en otros y, a su vez, ayudan a sustentar a otros. La imagen nos ayuda a reflexionar sobre la eclesialidad de la fe, sobre la vinculación interna que une a la fe con la Iglesia. Siendo un acto humano y profundamente personal, el creer es simultáneamente un acto eclesial. No hay cadena sin eslabones, pero tampoco eslabones sin cadena.

La fe es eclesial porque nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El hombre necesita aceptar, confiar y recibir para desplegar plenamente todas sus potencialidades. Necesita, es suma, creer para saber. Como ha escrito el filósofo Gadamer: “llegamos demasiado tarde siempre que pretendemos saber lo que deberíamos creer”. Antes de realizar cualquier juicio científico o antes de llevar a cabo cualquier tarea transformadora de la realidad, el ser humano recibe de su entorno, de su cultura, de su tradición, la estructura básica que permitirá todo el resto. Análogamente, la Palabra de Dios llega a nosotros a través de la mediación histórica, de la memoria actualizadora, de la Iglesia.

La fe es eclesial porque el “nosotros” no anula el “yo”, sino que lo hace posible. Dios, que es el ser en plenitud, no es soledad o aislamiento, sino perfecta donación: “Dios es único, pero no solitario”, confiesa una antigua fórmula de fe. En la Trinidad lo que une es, a la vez, lo que distingue: Cada Persona es su amor – el Padre ama como Padre, el Hijo ama como Hijo y el Espíritu Santo ama como Espíritu Santo – pero, a la vez, el amor es común a los tres, constituyendo la única esencia divina. Análogamente, en el hombre no se contraponen individualización y socialización, sino que se complementan.

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6.11.12

¿Por qué la Iglesia se opone al "matrimonio" gay?

Un artículo escrito hace 7 años:

No sé si ustedes se han parado a pensarlo: ¿Por qué la Iglesia se opone al “matrimonio” gay?

A muchos les parece que el hacer posible que se casen dos hombres o dos mujeres es una medida de justicia. Si todos los ciudadanos tienen derecho a contraer matrimonio, ¿por qué no los homosexuales? Si las familias suelen organizarse en torno a dos personas que comparten su vida, ¿por qué esas dos personas han de ser siempre un hombre y una mujer? Si todo matrimonio puede procrear hijos o adoptarlos, ¿por qué privar a las parejas homosexuales de esa posibilidad?

Sin embargo, la Iglesia, remontándose a la razón humana, a la Sagrada Escritura y a toda la tradición, sigue insistiendo: el matrimonio es la unión conyugal de un hombre y de una mujer, orientada a la ayuda mutua y a la procreación y educación de los hijos.

En esta defensa a ultranza de la institución matrimonial, la Iglesia no “gana” nada. No obtiene ningún “beneficio”. No aumenta su poder, ni su influencia, ni tampoco incrementa la cantidad de donativos que pueda recibir. Al contrario, se expone al escarnio público por parte de algunos colectivos muy influyentes y al rechazo de sus posiciones por parte de sectores importantes de población. Si a pesar de este “coste”, la Iglesia sigue insistiendo en su mensaje, es que algo muy serio está en juego.

En efecto, el matrimonio no es una institución meramente “convencional”; no es el resultado de un acuerdo o pacto social. Tiene un origen más profundo. Se basa en la voluntad creadora de Dios. Dios une al hombre y a la mujer para que formen “una sola carne” y puedan transmitir la vida humana: “Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra”. Es decir, el matrimonio es una institución natural, cuyo autor es, en última instancia, el mismo Dios. Jesucristo, al elevarlo a la dignidad de sacramento, no modifica la esencia del matrimonio; no crea un matrimonio nuevo, sólo para los católicos, frente al matrimonio natural, que sería para todos. El matrimonio sigue siendo el mismo, pero para los bautizados es, además, sacramento.

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3.11.12

Escucha, Israel

XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

La llamada de Dios precede a la respuesta del hombre. Y es en esta clave de diálogo cómo se ha de entender la vida moral. Los mandamientos no se imponen como un pesado fardo, como un ideal ético que haya que cumplir a base de esfuerzo, como una especie de reto imposible para el hombre, que carga sobre sí las huellas del pecado: “La existencia moral – enseña el Catecismo – es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio de Dios que se propone en la historia” (n. 2062).

“Escucha, Israel” (cf Dt 6, 2-6). El que habla, el que interpela, el que llama solemnemente, es el mismo Dios. Dios, que es Amor, y que lleva la delantera en el amor. El Dios invisible que, en su revelación, “habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2). Los mandamientos explicitan “la respuesta de amor que el hombre está llamado a dar a su Dios” (cf Catecismo, 2083).

El “amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” constituye una invitación a vivir la vida teologal; la existencia cristiana, basada en la fe, la esperanza y la caridad.
La obediencia de la fe es, simultáneamente, la respuesta a la revelación divina y la primera obligación moral que deriva de la escucha de Dios. Amar al Señor es creer, con todo el corazón y con toda el alma, y dar testimonio de esa fe con todas las fuerzas. Amar al Señor es esperar en Él, confiando en que Dios nos dé la capacidad de correspondencia al amor que nos regala y de obrar en conformidad con los mandamientos. Amar al Señor es responder con un amor sincero a la caridad divina.

La vida teologal, que es la vida en Dios, informará las virtudes morales; entre ellas, la virtud de la religión, que nos dispone a adorar a Dios, a orar, a ofrecerle, unido al único y perfecto sacrificio de Cristo (cf Hb 7, 23-28), el sacrificio de nuestra propia vida entregada; que nos impulsa a cumplir los votos y las promesas, y a tributar a Dios, individual y socialmente, un culto auténtico.

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2.11.12

Reparar más allá de la muerte

Sin la existencia del purgatorio carecería de sentido la conmemoración de los fieles difuntos. No rezamos por los santos, por aquellos que ya han llegado a la meta, sino que nos encomendamos a ellos. Tampoco por los condenados, ya que se han autoexcluido de modo definitivo de la comunión con Dios y con los hermanos. Rezamos, eso sí podemos hacerlo, por los fieles difuntos. Por los que, como dice bellamente la liturgia, “nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz”.

Las representaciones del purgatorio pueden engañarnos. Sería erróneo imaginar el purgatorio como un infierno temporal. Tiene que ser algo muy distinto. El purgatorio es el estado que experimentan aquellos que mueren en paz con Dios y con los demás pero que, no obstante, necesitan purificarse de las marcas que las consecuencias de sus pecados han dejado en su alma. Nada que no sea santo puede entrar en la presencia de Dios. Hay una incompatibilidad absoluta entre Dios y el pecado. Para ver a Dios se necesita la limpieza del corazón.

En la vida terrena encontramos ocasiones para reparar por las consecuencias de nuestras culpas. No basta solo con arrepentirse o con recibir el perdón. Cada acción, si es negativa, puede provocar nuevas acciones negativas. Una mentira, una deslealtad, un agravio, genera probablemente nuevas mentiras, nuevas deslealtades, nuevos agravios. Se abre una cadena de la que, de antemano, no conocemos el último eslabón.

Por mucho que dure, la vida terrena es corta, breve. Cabe pensar que no siempre, cuando esta vida llega a su fin, se habrán extinguido los efectos de nuestros malos pensamientos, de nuestras malas acciones o de nuestras omisiones. Y Dios, en su misericordia, permite que se restablezca la justicia. Nos da, por así decirlo, la oportunidad de reparar más allá de la muerte.

En eso consiste el purgatorio, en poder reparar más allá de la muerte. El encuentro con Cristo, nuestro Juez, nos hará tomar conciencia de la trascendencia de nuestras obras. Él nos mirará con misericordia y su mirada nos avergonzará por nuestras injusticias. Será amargo saber que nada, incluso para mal, ha sido en vano. Será amargo reconocer la poca fidelidad, el mucho egoísmo, la falta de correspondencia.

Lo más sensato es pensar que, quizá, el purgatorio sea lo que nos vamos a encontrar mañana. No todos. Habrá quienes, por vía de martirio o de santidad no martirial, puedan gozar inmediatamente después de la muerte de la gloria del cielo. Habrá quienes – Dios nos lo evite – vean ratificado su “no” para siempre. Pero yo ya me conformaría con el purgatorio. Y hay una razón muy clara: podrá ser mejor o peor, pero su única puerta de salida es la que conduce al cielo.

Y la fe nos dice algo más: podemos ayudar a quienes viven ahora esa etapa. Existe la comunión de los santos; es decir, nunca estamos solos, salvo que hayamos peleado por esa soledad. Si peregrinamos por la tierra, los que ya están en Dios nos ayudan. Pero también nosotros, mientras somos peregrinos, podemos ayudar a los fieles difuntos. Podemos ofrecer por ellos buenas obras, que ayuden a restablecer la justicia: los ayunos, la oración y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa.

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1.11.12

El amor infinito

Solemnidad de Todos los Santos

La solemnidad de Todos los Santos nos invita a desear y a esperar el cielo. El deseo pone en camino, mueve hacia lo que se apetece. Un enfermo que desea su curación acude al médico y se somete al tratamiento preciso. Alguien que desea aprender acude a la escuela o a la Universidad, o se dedica con afán a la lectura y el estudio. Desear el cielo nos compromete a seguir la senda de las bienaventuranzas para así llegar a la meta, que no es otra sino Dios mismo.

La espera de cielo va más allá del deseo. La esperanza se fundamenta no en nuestras ansias, sino en Dios mismo, en su voluntad y en su poder. Dios quiere para nosotros el cielo; es decir, “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). La condenación, el infierno, no responde al deseo de Dios, sino que lo contradice, de un modo semejante a como lo contradice el pecado. Tal como enseña el Catecismo, el infierno es el “estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados” (n. 1033). A pesar de Dios, a pesar de su amor benevolente, por decirlo así, podemos condenarnos, si hacemos mal uso de nuestra libertad.

Pero, ¿qué es el cielo? No podremos ni desearlo ni esperarlo sin imaginar de algún modo en qué consiste. Benedicto XVI nos proporciona una especie de descripción, basándose en los datos de la fe: “Sería [el cielo] el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el ‘tempo’ – el antes y el después – ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría” (Spe salvi, 12).

El cielo es, por consiguiente, “amor infinito”, “vida plena” y “alegría”. No es una experiencia o una realidad completamente ajena a la que podemos tener en la tierra, pero sí es una experiencia desbordante, que, a lo sumo, podemos pregustar en anticipo. El amor humano no es “infinito”, ya que – si lo humano se limitase a lo terreno – hasta el amor tendría fin y término. Bastaría con la desaparición de los que son amados y de los que aman. Tampoco la vida temporal, pese a conocer momentos de plenitud – esos momentos que parecen detener el tiempo – , es plena, ya que está siempre amenazada por la provisionalidad y la contingencia. Y la alegría, que nos hace sospechar horizontes más amplios, limitada a nuestras solas fuerzas es un sentimiento perecedero.

Sólo Dios rompe los límites, porque Él, entrando en nuestra vida y en nuestra historia, puede convertir lo finito en infinito, lo provisional en definitivo y la alegría amenazada en alegría para siempre. Dios, haciéndose humano, nos hace divinos y siembra en nuestro corazón, por pura gracia, la fe, la esperanza y la caridad.

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