9.05.13

Treinta y un días de mayo

TREINTA Y UN DIAS DE MAYO
Para vivir el mes de María

Guillermo Juan Morado
ISBN 978-84-9842-5796 Formato: 12,5x19,5 cm. 136 págs.

El pueblo cristiano ha dedicado a la Virgen el mes de mayo. Es un gesto de cariño. Los treinta y un días de mayo son otras tantas exultaciones de la grandeza de Dios, de las maravillas que obró en favor nuestro. Y por ello es el mes de María, aquella en la que de modo más resplandeciente brilla la belleza de la salvación.

Editorial CCS. Colección “Mesa y Palabra". Madrid 2010.

Para los que llevan un tiempo siguiendo el blog, reconocerán en este libro el “mayo virtual".
Saludos,

Guillermo Juan Morado.

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5.05.13

Haremos morada en él

Homilía para el VI Domingo de Pascua (Ciclo C)

La relación de Dios con nosotros no constituye un vínculo puramente exterior, sino que se trata de una unión interior. Sin perder su trascendencia y sin anular nuestro ser de criaturas, Dios mismo quiere habitar en nuestro corazón: “El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a Él y haremos morada en él” (Jn 14,23).

El Espíritu Santo, que une al Padre y al Hijo, nos une también a nosotros con Cristo y, de este modo, nos hace hijos del Padre. Los santos han sido conscientes de esta inhabitación de la Trinidad en el alma: “Ha sido el hermoso sueño que ha iluminado toda mi vida, convirtiéndola en un paraíso anticipado”, escribía la Beata Isabel de la Trinidad.

El Espíritu Santo es ese principio interior que siembra en nosotros el amor a Cristo, que nos recuerda constantemente su enseñanza y que nos da la fuerza para cumplirla: “Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la escucha de su Palabra, sin inquietud ni temor, teniendo en el corazón la paz que Jesús nos dejó y que el mundo no puede dar” (Benedicto XVI).

Uniéndonos a Cristo y haciéndonos hijos del Padre, el Espíritu Santo nos transforma en hermanos, en miembros de la familia de Dios, que es la Iglesia. El libro del Apocalipsis describe a la Iglesia, en su consumación final, como la ciudad santa, la Jerusalén celeste envuelta en la gloria de Dios. Una ciudad que no necesita “sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero” (Apo 21,23). Cada uno de nosotros estamos llamados a ser, por la caridad, piedras vivas de esa morada de Dios con los hombres.

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27.04.13

La medida del amor

Homilía para el V Domingo de Pascua

El evangelio del quinto domingo de Pascua nos introduce en el coloquio de Jesús con los suyos en la última cena. El Señor apunta a lo esencial: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros” (Jn 13,34-35).

Dios es quien hace “nuevas” todas las cosas (cf Ap 21,5), quien hará bajar del cielo a la humanidad renovada, a la nueva Jerusalén, cuando ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor. Y mientras aguardamos la instauración plena del Reino de Dios, el Señor nos propone vivir en conformidad con esta novedad que Él ha inaugurado y que Él llevará a la plenitud.

Dios es el modelo y la medida del amor. Vivir el mandamiento “nuevo” significa, ante todo, acoger el amor del Padre al Hijo, que se derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Dios nos ha amado primero (cf Jn 4,10) y, en consecuencia, “no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este ‘antes’ de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 17).

La medida del amor no está en nosotros, sino en el Corazón de Cristo. Hemos de amar como Él nos ha amado, insertándonos en un movimiento de entrega que se expresa en la Cruz, en un dinamismo transformante que abarca todo lo que somos: nuestro entendimiento, nuestra voluntad y nuestros sentimientos.

Amar como Dios ama significa acercarnos a los demás con la mirada propia de Dios, haciendo nuestra la perspectiva de Jesucristo. De este modo, “al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que Él necesita” (Deus caritas est, 18). Si dejamos que Dios entre en nuestras vidas, podremos comunicar a los demás el amor que procede de Él.

El mandamiento nuevo, la fe que actúa por la caridad, es la “señal” distintiva de los discípulos de Cristo. San Agustín lo explicaba con gran plasticidad: “Todos pueden signarse con la señal de la cruz de Cristo; todos pueden responder amén; todos pueden cantar aleluya; todos pueden hacerse bautizar, entrar en las iglesias, construir los muros de las basílicas. Pero los hijos de Dios no se distinguen de los del diablo sino por la caridad. Los que practican la caridad son nacidos de Dios; los que no la practican no son nacidos de Dios. ¡Señal importante, diferencia esencial! Ten lo que quieras, si te falta esto solo, todo lo demás no sirve para nada; y si te falta todo y no tienes más que esto, ¡has cumplido la ley!”.

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21.04.13

Dos nuevos diáconos en Tui-Vigo

Dos nuevos diáconos en Tui-Vigo

Para cualquier diócesis es un motivo de alegría celebrar una ordenación diaconal o sacerdotal: «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15). “Dios promete a su pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen y lo guíen: «Pondré al frente de ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas» (Jer 23, 4)”, recordaba el beato Juan Pablo II.

Sí, es un motivo de gozo. Dios sigue enviando pastores a su pueblo, a la Iglesia. Sin embargo, junto a la alegría, se despierta también un interrogante: ¿Son suficientes estos pastores? Casi nos hemos acostumbrado a un régimen de milagro continuo. Porque cada vocación que hoy llega a su término es, literalmente, un milagro; un hecho extraordinario.

Y este hecho, recibir de Dios la llamada a pastorear a su pueblo y responder generosamente a esta vocación, no debería ser un milagro, sino algo, ciertamente con una base sobrenatural, mucho más frecuente. Algo que siempre ha de ser visto con agradecimiento pero, quizá, con menos sorpresa.

Ya hace tiempo que pienso que, en algunas iglesias locales, no faltan las vocaciones al sacerdocio. No. Lo que falta es algo más básico: falta la fe. Benedicto XVI ha tenido la lucidez – una característica de todo su pontificado- de señalarlo con total claridad: “En nuestro tiempo, cuando en vastas regiones de la tierra la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que se extingue, la prioridad más importante de todas es hacer presente a Dios en este mundo y facilitar a los hombres el acceso a Dios”.

Hacer presente a Dios, facilitar el acceso a Dios. Ahí está el desafío. Porque sí es verdad que, al menos entre nosotros, “la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que se extingue”. Yo lo veo cada día. Cada día me asombro, a pesar de los pesares, de que haya personas que vienen a Misa. Cada domingo es una sorpresa. Y no digamos cada ingreso en el Seminario o, más aun, cada ordenación.

Dirán algunos que hay pocos seminaristas, y es verdad. Pero, ¿de dónde salen los seminaristas? En teoría deberían salir de la vida parroquial y diocesana. Milagrosamente parecen salir, casi, de la nada. Por pocos que sean, son muchísimos en proporción con los jóvenes que vemos en nuestras parroquias. Por eso, entre otras cosas, cada vocación es un milagro.

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20.04.13

Pastores en la Iglesia

Homilía para el IV Domingo de Pascua

La Sagrada Escritura emplea la metáfora del pastor y del rebaño para describir las relaciones que unen a Dios con su pueblo: “como pastor que apacienta su rebaño, recoge en sus brazos a los corderos, se los pone sobre el pecho, conduce al reposo a las ovejas madres” (Is 40,11). Dios confía las ovejas de su rebaño a sus servidores y promete enviar a un rey-pastor, a un nuevo David, al Mesías (cf Ez 34,23), que vendrá en forma de siervo y que, como una oveja muda, justificará por su sacrificio a las ovejas dispersas (cf Is 53).

Jesús cumple esta profecía del pastor venidero. Él es el Buen Pastor, que guía a su grey y la conduce “hacia fuentes de aguas vivas”. Reúne al “pequeño rebaño” de la Iglesia, un rebaño perseguido por los lobos de fuera y por los de dentro, disfrazados de ovejas, pero pastoreado por Jesús, el Hijo de Dios, que revela a los suyos el amor del Padre.

Entre Jesús y los suyos se crea un vínculo que se caracteriza por el conocimiento mutuo y por el amor recíproco, un amor fundado en el que une al Padre y al Hijo: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano”.

Escuchar la voz del Buen Pastor es acercarse al Evangelio, abriendo el oído para percibir “la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre” que es Jesucristo, nuestro Señor (cf Catecismo 65). En la Sagrada Escritura, leída en la Tradición de la Iglesia e interpretada con autoridad por el Magisterio, resuena hoy en el mundo esa voz viva que proviene de Dios.

La escucha de la Palabra genera la fe, que se convierte en un principio de conocimiento. “No se trata – como explicaba el Papa Benedicto XVI – de mero conocimiento intelectual, sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna”.

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