15.06.13

Dejarse mover por el amor

Homilía para el domingo XI del Tiempo Ordinario (Ciclo C).

Jesús no es solamente un maestro, ni solamente un profeta. Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. En Él, en toda su figura, en sus palabras y en sus obras, nos sale al encuentro el amor de Dios; un amor siempre dispuesto a la misericordia y al perdón. San Pablo se dejó atraer por el amor de Cristo hasta el punto de decir: “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Ga 2, 20).

San Pablo describe de este modo la experiencia de la fe y del Bautismo. Por la fe, nos adherimos a Cristo y así Él vive en nosotros y nosotros en Él. En el Bautismo, explicaba Benedicto XVI a propósito de estas palabras de San Pablo, “se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia” (15.IV.2006).

La existencia nueva que la adhesión a Cristo hace posible implica una lucha continua contra el pecado, que es lo único que nos puede separar de Él, y que, separándonos de Él, acorta las perspectivas de nuestra vida, nos reduce al horizonte estrecho de un yo egoísta.

El movimiento de conversión tiene como principal motor el amor a Dios. La mujer pecadora que va al encuentro de Jesús se deja mover por el amor. El relato de San Lucas abunda en verbos, que expresan las acciones que el amor suscita en aquella mujer: se entera de donde está Jesús, va a la casa de un fariseo con un frasco de perfume, se coloca junto a los pies del Señor, llora, riega los pies de Jesús con sus lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los cubre de besos, los unge con el perfume… (cf Lc 7,36-8,3).

La mujer va más allá que el rey David. El profeta Natán, con sus palabras, pone a David ante su pecado: Había matado a Urías para quedarse con su mujer. Y, ante la consideración de la fealdad del pecado, David reconoce su culpa: “He pecado contra el Señor” (cf 2 S 12,7-10.13).

De algún modo, podemos ver reflejada en la conducta de la mujer y en la de David la actitud de la contrición, que es uno de los actos que integran el sacramento de la Penitencia. La contrición, nos dice el Concilio de Trento, es “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar”. Si es imperfecta; es decir, si nace del reconocimiento de la maldad del pecado o del temor a la condenación, no es suficiente para obtener el perdón, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia.

En cambio, la contrición perfecta, que brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, perdona por sí misma las faltas veniales y también los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto como sea posible a la confesión sacramental (cf Catecismo 1541-1543).

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10.06.13

Verdad, ética y poder

Verdad, ética y poder

La apertura a la verdad es esencial para la fundamentación de la ética. Sin referencia a la verdad, la libertad pierde su salvaguardia, ya que la realización personal no se logra a cualquier precio. La conciencia y la razón han de buscar, más allá del subjetivismo, una base objetiva que solo se puede hallar en la verdad sobre el hombre:

“En efecto, la difusión del subjetivismo, que hace que cada uno tienda a considerarse como único punto de referencia y a creer que lo que piensa tiene el carácter de la verdad, nos impulsa a formar las conciencias sobre los valores fundamentales, que no pueden descuidarse sin poner en peligro al hombre y a la sociedad misma, y sobre los criterios objetivos de una decisión, que suponen un acto de razón” (Benedicto XVI).

En el debate público y en la vida política la verdad no es el simple resultado del consenso, sino su condición de posibilidad. Si se descuida la verdad, el ejercicio del poder queda determinado por la opinión pública y por el cálculo pragmático de las ventajas y desventajas , como se refleja en el proceso de Jesús ante Pilato . Tal como ha afirmado Benedicto XVI en Gran Bretaña:

“¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia".

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7.06.13

El volumen 5 (2012) de Telmus. Anuario del Instituto Teológico San José / Seminario Mayor San José, de Vigo.

Ha salido el volumen 5 (2012) de Telmus. Anuario del Instituto Teológico San José / Seminario Mayor San José, de Vigo (Vigo 2013, ISSN: 1889-0237), 379 páginas, 35 euros.

El volumen que presentamos se compone de cinco secciones: I. Estudios sobre el Sacerdocio (hacia el 50ª de Presbyterorum Ordinis). II. Otros estudios. III. Comentarios. IV. Memoria del Curso Académico 2011-2012. V. Recensiones y Reseñas.

La sección dedicada a “Estudios sobre el Sacerdocio” reúne cuatro trabajos. Mons. Celso Morga, Secretario de la Congregación del Clero, escribe sobre “La continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos”. Mons. Juan Ignacio Arrieta, Secretario del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, aborda “El ejercicio de la autoridad como servicio eclesial”. Manuel de Santiago, sacerdote de Tui-Vigo, titula su contribución “El sacerdote siervo y a la vez administrador prudente de la divina Misericordia”. Yolanda Obregón García aporta un detallado ensayo sobre San Juan de Ávila: “Enamorar los ojos de Dios. Audi Filia, un texto vivo de la literatura espiritual del Siglo de 0ro”.

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6.06.13

Sagrado Corazón

La Iglesia celebra en el mes de Junio la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.

Se podría pensar que la devoción al Sagrado Corazón es algo trasnochado, propio de otras épocas, pero ya superado en el momento actual. Sin embargo, el Papa Juan Pablo II, en la carta entregada al Prepósito General de la Compañía de Jesús, el 5 de octubre de 1986, en Paray-le-Monial, animaba a los Jesuitas a impulsar esta devoción:

“Sé con cuánta generosidad la Compañía de Jesús ha acogido esta admirable misión y con cuánto ardor ha buscado cumplirla lo mejor posible en el curso de estos tres últimos siglos: ahora bien, yo deseo, en esta ocasión solemne, exhortar a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo”.

Esta exhortación a promover con mayor celo aún esta devoción, que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo, se fundamenta principalmente, según el pensamiento del Papa, en dos motivos:

El primero de ellos es que los elementos esenciales de esta devoción “pertenecen de manera permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda la historia", pues, desde siempre, la Iglesia ha visto en el Corazón de Cristo, del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los sacramentos que la constituyen. Además, los Santos Padres han reconocido en el Corazón del Verbo encarnado “el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor del Divino Redentor del que este Corazón traspasado es un símbolo particularmente expresivo".

El segundo motivo es que, tal como afirma el Concilio Vaticano II, el mensaje de Cristo, el Verbo encarnado, que nos amó “con corazón de hombre", lejos de empequeñecernos, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y, fuera de Él, nada puede llenar nuestro corazón (cf Constitución pastoral Gaudium et spes, 21-22). Es decir, junto al Corazón de Cristo, “el corazón del hombre aprende a conocer el sentido de su vida y de su destino".

Se trata, por consiguiente, de una devoción a la vez permanente y actual.

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3.06.13

El que odia, odia

Por el hecho de ser religiosos y, sobre todo, por ser católicos, algunas personas, que aborrecen la religión y, por encima de todo, el Catolicismo, nos odian. Odiar no es solo sentir antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien. Es peor; es desear el mal para el odiado y para todo lo que el odiado piense, sienta o crea.

El que odia quiere, en el fondo de su corazón, destruir al odiado. No busca la conversión del otro, no; busca su destrucción. Hasta cierto punto es compresible que deseemos que los demás coincidan con nosotros en lo que consideramos que sostenemos con fundamento, con razón, con suficiente motivo; en lo que, honestamente, pensamos que es bueno, noble y justo.

El que odia no se para en miramientos. Odia y punto. Y cualquier cosa que diga el odiado, razonable o no, reforzará su aversión, su afán implacable de hacer tábula rasa, de empezar de nuevo.

Todo lo que diga “el otro”, el odiado, se convertirá a priori en sofisma, en argumento aparente en favor de lo falso. Jamás se le reconocerá al odiado la capacidad de argumentar. El odiado es, por definición, imbécil, alelado, escaso de razón.

El que odia cree tener las claves del lenguaje. Las palabras que no le gustan simplemente han de ser borradas del diccionario o reinterpretadas, no según el sentido que la tradición lingüística les atribuye, sino según su capricho imperial y soberano.

El que odia se siente en posesión absoluta y exclusiva de la verdad. Y no solo eso. Se siente con derecho a imponer su verdad a costa de lo que sea. ¿A costa de la patria potestad? También. Los padres no pueden escoger, por ejemplo, el tipo de educación que, dentro de lo razonable, desean para sus hijos.

¿Que los padres son católicos y desean que sus hijos sean educados de acuerdo con su fe? No, no. El que odia dirá que no. Y le dará lo mismo lo que diga la Constitución Española: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (27,3). E igualmente le tendrá sin cuidado la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” (a.18).

Al que odia le fastidia que existan resquicios para escapar a su dominio. No desean persuadir, desean exterminar (física, moral o cívicamente). Y tergiversan todo lo tergiversable para lograrlo. Inventan privilegios fiscales, pretextan exenciones y añoran, en el fondo, los totalitarismos anticristianos.

Confunden lo que es, o lo que ellos creen que es, con el deber ser, o lo que ellos creen que debe ser. Hablan de respeto cuando no respetan nada, salvo a sí mismos. Hablan de no discriminación cuando discriminan continuamente. ¿Acaso no sería discriminar, en la escuela o en la sociedad, a un creyente solo por ser creyente? ¿Acaso no es discriminar considerar, sin más, a un creyente como a un enfermo mental - dicho con todo en respeto que merecen esos enfermos -?

Al que odia le encantaría que el Estado, el César, fuese un Nerón de su gusto. No desean un César tolerante, que permita creer o no, educar en conformidad con la fe o no. No es eso. Quieren a un César que, como Nerón, culpe de los incendios de Roma solo a los cristianos. Eso les hace gozar, les llena de sueños de liberación. Les colma de júbilo.

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