21.01.19

¿Mundo y bien?

La palabra “mundo”, como la mayoría de las palabras, no es un término unívoco, ni equívoco, sino análogo (se dice de diversas maneras, diferentes entre sí, pero relacionadas unas con otras). Lo creado es una realidad muy rica, interdependiente, en la que no rige normalmente la ley de “todo o nada”, sino la complejidad de los matices, de las “sfumature”, que dicen los italianos.

El mundo puede ser el universo, la totalidad de lo creado; puede ser la sociedad humana con sus instituciones; puede referirse el “mundo” a la realidad objeto de la acción salvadora de Dios. Puede tratarse del mundo del pecado, del rechazo al amor divino. O quizá puede contraponerse el “mundo” – lo secular, lo civil – a la Iglesia, a lo sacro.

“Gaudium et spes” 2  recoge esta riqueza de significados: “Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación”.

El mundo, liberado del peso del pecado, ha de ser amado. Es el escenario donde se desenvuelve el drama de la Redención. Todavía hay pecado en el mundo, pero no por eso podemos huir de él. Nunca será del todo perfecto, ya que está a la espera de su transfiguración en los nuevos cielos y la nueva tierra. Y, por ello, porque nunca será perfecto nos invita a desconfiar de todo aquello que ya, aquí en la tierra, se presente como intramundanamente perfecto. Vivimos en el mundo, en la tensión entre inicio y plenitud, entre el pecado y la gracia, entre lo que ya es (“spe salvi”) y lo que aún no es.

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19.01.19

¿Mundo y mal?

“No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno” (Jn 17,15). Esta súplica forma parte de la llamada “oración sacerdotal” de Jesús. Creo que esta petición señala un horizonte a seguir en la vida: No es preciso “huir” del mundo, sino solo “huir” del mal.

No veo como meta de un cristiano la aspiración a crear comunidades apartadas de los tiempos y de la historia. Tampoco creo que el Señor nos llame a una suerte de “guerra santa”, a una especie de “reconquista”. No. Jesús nos llama a creer, a vivir en conformidad con nuestra fe y a anunciar la Buena Noticia, que es Él en persona.

Tenemos, los cristianos, que experimentar el gozo de Caná, de las bodas de Caná, del vino nuevo que allí se sirve. Este vino nuevo es el mejor. Solamente si uno está ebrio se inmuniza ante la posibilidad de captar esa mejoría. Pero no necesitamos estar ebrios. El cristianismo, la vivencia de la fe, debe bastarnos para no confundir lo bueno con lo peor. Y debe bastarnos esa evidencia para sentirlo así y para transmitirlo así.

El “mundo” no es sin más - sería un simplificación inadmisible - el reino del mal. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI dice en su libro “Jesús de Nazaret” sobre san Francisco de Asís: “con la fundación de la Tercera Orden aceptó luego la distinción entre el compromiso radical y la necesidad de vivir en el mundo”. Aceptar la propia tarea en el mundo no puede ser óbice para aspirar a la más íntima comunión con Cristo, a “tener como si no se tuviera” (cfr. 1 Cor 7,19).

No me imagino, como católico, hacerme “menonita” o “amish” para ser cristiano. Ni tampoco espero que, como católico, Dios dicte directamente una norma de cómo ha de ser la sociedad o el Estado. Como escribe Ratzinger-Benedicto: “los ordenamientos políticos y sociales concretos se liberan de la sacralidad inmediata, de la legislación basada en el derecho divino, y se confían a la libertad del hombre…”.

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5.01.19

La humildad y la importancia de los signos

Al igual que los Magos siguieron la estrella (cf Mt 2,2), nosotros – y todos los hombres – necesitamos signos que nos guíen hacia Dios. Sin ellos, sin esas señales, no podríamos caminar por los senderos del mundo ni, mucho menos, ir más allá, trascendiéndolos hacia lo Alto. Somos espíritu y materia, alma y cuerpo. Somos, parafraseando a un filósofo, “animales divinos”.

Los signos que Dios nos dispensa para que nos aproximemos a Él son, por lo general, muy discretos. Hace ya un tiempo que vengo meditando sobre ello; sobre esta discreción y sencillez. El beato Newman dice, al respecto, que quienes no perciben la omnipotencia de Dios y de su providencia – una percepción que el amor y la santidad de vida crean dentro de nosotros – “no deben extrañarse al descubrir que los signos o motivos humanos del cristianismo no realizan una función para la que nunca fueron destinados: la de recomendarse a sí mismos del mismo modo que la revelación” (“Sermones Universitarios”, XI, 22).

Solo Dios se recomienda a Sí mismo y solo Él es fundamento de la fe. Pero esta fe es también humana y necesita “pruebas” humanas que garanticen, no su fundamento último, sino su conformidad con la responsabilidad intelectual, moral y social del creyente. Y estas “pruebas” o “motivos” son siempre humildes. Pero son, a la vez, “signos” mediante los cuales Dios nos salva. La estrella es uno de ellos. Parece espectacular, pero quizá no lo fuese tanto. No arrastró a las masas, solo los Magos se dejaron conducir por ella.

El mismo Niño es también, en su humanidad, “envuelto en pañales”, un signo muy discreto, pero lo suficientemente potente para postrarse ante Él, reconociendo en ese Niño a Dios, y ofrecerle todo lo que ellos, los Magos, eran y tenían. Ante ese Niño, los Magos experimentaron la salvación que viene de Dios.

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29.12.18

La importancia de destacar la estructura sacramental de la fe

I. El alcance de lo que significa la “estructura sacramental de la fe”, a la que se refiere el papa Francisco en Lumen fidei 40, puede ser ilustrado, en un primer momento, con ayuda de la categoría de sacramentalidad, esencial para la comprensión no solo de los sacramentos, sino de todo lo cristiano.

Desde esta perspectiva, la revelación, la fe como respuesta humana a la revelación, y la credibilidad de ambas, son vistas de un modo mucho más concreto y personal. La sacramentalidad remite a lo invisible desde lo visible, a lo divino desde lo material.

Dios llega hasta nosotros, entra en el espacio y en el tiempo, en la particularidad de la historia, para facilitarnos el acceso al exceso de su bondad. Así sucede ejemplarmente en el Bautismo y en la Eucaristía.

Para creer nadie está llamado a huir de la singularidad propia o a negarla, sino a abrirse a la novedad de Dios que irrumpe en lo humano manteniendo la unidad y la diferencia, en una cercanía en la que la proximidad no lleva consigo, como recuerda Calcedonia, ni confusión ni separación.

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28.12.18

La necesidad de “contra-imágenes”

Como hemos señalado, el olvido de la naturaleza sacramental de la fe entraña el riesgo de incurrir en la desacralización y en el funcionalismo. A la imaginación en la que se despliega la fe le corresponde velar por la utopía de lo posible.

Ya Pascal reconocía esta función heurística, indagadora, de la imaginación consistente en explorar lo posible. Una tarea hacia la que se muestra sensible, como también hemos indicado, una parte del pensamiento posmoderno.

Aportar una “contra-imaginación”, “contra-imágenes”, de alcance ético que desactive lo que de inhumano está vehiculado por el imaginario mediático, es una obligación inseparable de la fe. Una obligación necesaria para evitar la separación entre verdad y libertad, así como entre antropología y teología.

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