8.02.20

Sabor, antorcha, candelero

El Señor compara a sus discípulos con la sal y con la luz (cf Mt 5,13-16): “Vosotros sois la sal de la tierra”; “vosotros sois la luz del mundo”. ¿Qué significa ser sal y ser luz? La sal da sabor a los alimentos y los conserva. La luz ilumina, haciendo irradiar entre los hombres a Cristo, Luz del mundo (cf Jn 9,5).

Ser sal de la tierra equivale a conservar la alianza con Dios para, de este modo, hacer sabroso el mundo. Un mundo sin Dios es un mundo soso, sin gracia y sin viveza. No basta edificar el mundo solamente contando con la ciencia y con la tecnología; es preciso, asimismo, contar con la apertura a Dios y a los hermanos. Dios existe y es Él quien nos ha dado la vida: “Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre” (Benedicto XVI).

Abriéndonos a Dios, viviendo en comunión con Él, nos convertimos en “templo de Dios vivo” (2 Co 6,16). De este modo, Dios puede morar entre los hombres y hacer presente en el mundo el amor incondicional y el perdón sin límites. Para ser sal de la tierra, debemos ser dóciles a la acción del Espíritu Santo, dejándonos conformar con Cristo para convertir nuestra existencia en un culto grato al Padre.

La comunión con Dios se traduce en servicio al prójimo: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne” (cf Is 58-7-10). En Dios podemos reencontrarnos con el otro y ver en el otro algo más que un congénere; ver a un hermano. La coherencia entre la fe y la vida sazonará todas nuestras actividades y todas nuestras relaciones con los demás: en la familia, en el trabajo, en el ocio, en nuestros compromisos con la sociedad en su conjunto.

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31.01.20

La Fiesta de la Presentación del Señor

En un Sermón, a propósito de la Fiesta de la Presentación del Señor, San Sofronio, después de glosar los motivos principales de esta festividad, añade: “Esto es lo que vamos celebrando, año tras año, porque no queremos olvidarlo”.

La celebración litúrgica es un antídoto contra el olvido. Celebrando, no sólo recordamos las maravillas que Dios ha obrado en favor nuestro, sino que, por la fuerza del Espíritu Santo, estos acontecimientos salvadores se hacen presentes y actuales.

La Presentación del Señor es una fiesta muy bella. En las parroquias suelen acudir más fieles que de costumbre. Quizá sea una impresión mía, pero tengo la sensación de que cuanto más se “materializa”, en el buen sentido, la Liturgia, más impacto causa en la sensibilidad religiosa de las personas: la bendición del fuego o del agua, en la Vigilia Pascual, la bendición de las candelas en la festividad de la Presentación o, más sencillamente, la devota bendición del pan el día de San Blas.

Las candelas simbolizan la luz que es Cristo, que ha venido para iluminar a las naciones, porque únicamente la Luz de Dios tiene la potencia necesaria para iluminar completamente el Universo. Donde esta Luz no llega, no porque no quiera llegar, sino porque pide, por decirlo así, permiso para hacerlo, sigue reinando la noche y el pecado.

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29.01.20

Cincuenta años de 14 parroquias de Vigo

Hoy (29 de enero de 2020) he podido leer en “Faro de Vigo” un interesante artículo de Alberto Cuevas Fernández, sacerdote y periodista, titulado “Cincuentenario de 14 parroquias de la ciudad”.

D. Alberto Cuevas es una bendición para esta diócesis de Tui-Vigo y, al mismo tiempo, es responsable, en buena medida, del trato que los medios de comunicación social de Vigo, incluidos los periódicos, dispensan a la iglesia diocesana y a las parroquias. Ese trato, no adverso, consiste en escuchar y en no ser rácanos a la hora de informar. Ni más ni menos.

Dice Alberto Cuevas que “han pasado 50 años y las circunstancias sociales y pastorales de ahora son distintas a las de aquella época. Quizá incluso contrarias”. Tiene toda la razón. Mi parroquia, la de San Pablo, de Vigo, es una de esas 14 nuevas parroquias. La situación no es, evidentemente, la misma. En una entrevista en “Atlántico Diario”, he afirmado que “ahora ya no coinciden población y feligreses, la Parroquia es un pequeño rebaño” (“Atlántico”, 24 de enero de 2020, página 19).

Los católicos somos, en Vigo, y creo que en España, una minoría. ¿Quiénes van a Misa el domingo? Calculo que no llegará al 5% de la población. De todos modos, es una minoría, o ha de serlo, significativa, decisiva. A mí me gusta que la parroquia que me han encomendado esté dedicada a San Pablo, apóstol de los gentiles.

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25.01.20

El Señor nos ha rescatado con la red de su palabra

La Iglesia es la reunión de los hombres en torno a Jesucristo, el Hijo de Dios (cf Catecismo 541). Él es la “luz grande” que brilla en medio de las sombras de muerte (cf Is 8,23-9,3; Mt 4,12-17). Las tinieblas simbolizan el error y la impiedad, la ignorancia y la confusión; en definitiva, el desconocimiento de Dios. En medio de esa oscuridad, resplandece Cristo, que quiere dar comienzo a su Iglesia mediante su predicación y la llamada a los primeros apóstoles.

Galilea, una tierra devastada y maltratada en tiempos del profeta Isaías, colonizada por poblaciones extranjeras, va a ser el escenario escogido por Dios para el inicio del ministerio de Jesús. Interpretando alegóricamente la Sagrada Escritura, algunos comentaristas medievales, como Rábano Mauro, ven en Galilea una figura de la Iglesia, “donde se verifica el tránsito de los vicios a las virtudes”, de la falsedad a la rectitud.

Allí el Señor empezó a predicar: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. La exhortación a la penitencia va unida al anuncio de un gran bien, la felicidad del Reino de Dios. La palabra de Cristo convoca a los hombres. En realidad, Él en persona es la Palabra “que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI). En sus palabras humanas se expresa Aquel que es la Palabra divina.

Con la autoridad de su palabra, llama a los apóstoles: A Pedro y a Andrés, a Santiago y a Juan. Forma así una comunidad reunida alrededor de Él. En este caso no son los discípulos quienes eligen al maestro, sino que es el Maestro quien elige a los discípulos: “Venid y seguidme”. La llamada los vincula a su persona y les exige una decisión radical: dejarlo todo; es decir, poner en segundo plano lo que no puede ocupar el lugar de Dios.

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24.01.20

Conversión del apóstol san Pablo

La liturgia de esta festividad nos invita a la conversión y al apostolado. Convertirse significa encontrarse con Cristo en el camino de la propia vida, dejarse envolver por su resplandor, escuchar su palabra, conocer su voluntad. La consecuencia de este encuentro, para cada uno de nosotros como para San Pablo, es el testimonio, dejándonos transformar por la gracia para cumplir el mandato misionero de Cristo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.

¿En qué consistió la conversión de San Pablo? Esencialmente en el encuentro con Cristo Resucitado. Un acontecimiento que cambió radicalmente su vida, haciendo que de perseguidor de Cristo, de la Iglesia de Cristo, pasase a ser apóstol: “el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano” (Benedicto XVI, “Audiencia”, 3-9-2008).

Podemos decir que San Pablo experimentó una auténtica muerte y una auténtica resurrección: muere a todo lo que era hasta entonces para renacer como una criatura nueva en Cristo: “Todo lo que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él” (Flp 3,7-8).

Esta fiesta nos llama a realizar una experiencia similar; a volver a encontrarnos realmente con el Señor. Él sale a nuestro encuentro - como salió al encuentro de Saulo en el camino de Damasco - en la lectura de la Sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Como decía el Papa Benedicto XVI, “podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos”.

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