La fe. 8. ¿Hay contradicción entre la ciencia y la fe?
Comúnmente, al hablar de ciencia se suele pensar, de modo inmediato, en las ciencias experimentales, aquellas parcelas del saber humano que emplean como métodos propios la observación y la experimentación. Los científicos construyen hipótesis y teorías que son contrastadas mediante la experiencia. Los hechos empíricos son observables de un modo o de otro, bien se trate de los cambios de presión, volumen o temperatura, o de otro tipo de fenómenos. Las ciencias experimentales son, por ello mismo, precisas pero limitadas, ya que no todo lo real, en su densidad y hondura, es científicamente observable.
La ciencia no nos obliga a reducir todo conocimiento al conocimiento científico, ni toda la realidad a la realidad observable en un laboratorio. Esta opción, epistemológica u ontológica, va más allá de la ciencia misma y tiene que ver, más bien, con las presuposiciones de los hombres que se dedican a las labores científicas. Y entre los hombres de ciencia, como entre los demás hombres, se pueden dar las más variadas opciones filosóficas e intelectuales.
La fe no se opone a la ciencia. Proporciona un saber acerca de la revelación que no compite, en el mismo terreno, con los saberes científico-positivos. La fe no nos permite adivinar la composición de la materia, ni cómo se fueron formando las montañas o los continentes. La fe nos habla de Dios y de todas las demás cosas en su relación con Él. Y Dios no es un objeto mundano, material, susceptible de medida o de peso. Dios es Dios, no un ídolo.
Pero también el hombre y el mundo pueden ser contemplados desde la mirada que brota de la fe. Ninguna prueba científica puede cuestionar la legitimidad de esta mirada. Una mirada que descubre a la naturaleza como creación y al hombre como criatura; más aún, como interlocutor de Dios, como destinatario de su mensaje. Esta mirada que brota de la fe, y que ilumina las preguntas últimas acerca del porqué que el hombre como tal no puede dejar de hacerse, reconoce en todas las cosas la obra de Dios. Singularmente, en cada persona humana. Esta mirada es protectora, cuidadosa del mundo y de los hombres. Es una mirada vigilante, atenta a preservar la belleza de la creación y la dignidad de la persona humana.