Oración, fe, palabra
Homilía para el XXIX Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
Uno de los rasgos que han de caracterizar a la oración es la perseverancia. Debemos orar siempre y sin desanimarnos (cf Lc 18.1-8). Como escribía Evagrio Póntico: “No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar”.
¿De dónde brota la oración perseverante? Surge del amor humilde y confiado. El Catecismo nos recuerda, al respecto, tres evidencias de fe “luminosas y vivificantes” (cf Catecismo 2742-2745): Orar siempre es posible, es una necesidad vital y resulta inseparable de la vida cristiana.
Siempre podemos orar, porque Cristo está con nosotros “todos los días” (Mt 28,20). Da igual lo que nos toque vivir, bien sea la bonanza o la tempestad. En cualquier situación, podemos elevar nuestra alma a Dios y pedirle los bienes convenientes. En cualquier tiempo se hace posible el encuentro personal de cada uno de nosotros con Dios.
Orar es una necesidad vital, a fin de no caer en la esclavitud del pecado. Sin Dios, separados de Él, al margen de Él, no hay vida verdadera. Dios no nos creó para la muerte, sino con la finalidad de hacernos partícipes de su vida. La gracia consiste en esa participación en la vida de Dios que nos introduce la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La oración resulta, en consecuencia, inseparable de la vida cristiana, pues no se puede establecer una disociación entre la plegaria y las obras. Cada acontecimiento, cada instante, cada situación, ordinaria o extraordinaria, se convierte en ocasión propicia para implorar la venida del Reino de Dios.