8.04.11

El lenguaje religioso

¿Es significativo el lenguaje religioso? La pregunta ha planeado sobre buena parte de la filosofía contemporánea, en especial a partir del positivismo lógico, y sigue siendo un interrogante que no se puede dejar de atender: “en nuestros días esta cuestión se ha convertido en insoslayable, de manera que cualquier estudio acerca de la religión o de la teología debe comenzar por dar razón del modo peculiar en que el hombre religioso usa el lenguaje” (F. CONESA – J. NUBIOLA, “Filosofía del lenguaje", Barcelona 1999, 263).

Algunos autores prefieren hablar de uso religioso del lenguaje, y no de lenguaje religioso, para indicar que no se trata de un lenguaje distinto del que emplean otras personas en otros contextos, sino del uso que el hombre religioso realiza del lenguaje. En este uso religioso se puede distinguir el lenguaje religioso o lenguaje de la fe, que es el que usan los creyentes para referirse o expresar sus creencias, y el lenguaje teológico, que es el que emplea el creyente en la reflexión intelectual. Dentro del lenguaje religioso se puede distinguir también entre la invocación – el lenguaje que se emplea para hablar a Dios – y el testimonio – que se emplea para hablar de Dios y que revela el compromiso existencial de quien habla - .

Las características del uso religioso del lenguaje – y nos referimos al lenguaje religioso cristiano – dependen de la peculiaridad del ser de Dios y de la naturaleza del acto de fe. Entre Dios y el hombre hay una diferencia cualitativa, por ello el lenguaje humano se muestra parcialmente inadecuado para expresar la realidad divina. Gran parte del lenguaje religioso se sirve del simbolismo, que revela y oculta a la vez la realidad a la que se refiere , de la metáfora y de la analogía, que transfiere a Dios nuestro lenguaje sólo en cierto grado de proporcionalidad y semejanza. Partiendo de la realidad del mundo y del hombre se habla, por analogía, de Dios. El lenguaje religioso cristiano suele ser principalmente narrativo, pues confiesa la actuación de Dios en la historia y en la vida del creyente. Es también implicativo, en el sentido de que no habla sólo del objeto en sí mismo, sino también de la relación del sujeto con Dios.

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6.04.11

El alcance secular del lenguaje religioso

¿Tiene el lenguaje de la fe un sentido limitado al ámbito que le es más propio o puede ampliarse, el sentido, también al campo, digamos, “secular”? Yo creo que es posible esa ampliación, siempre y cuando “ampliación” no equivalga a “reducción”. Grandes conceptos teológicos están en la base del hablar común. Llamamos “centro penitenciario” a una cárcel; empleamos, en la misma constelación de significados, la expresión “redimir pena” y usamos, por señalar un último ejemplo, la palabra “persona”, una categoría que tiene su origen en el debate cristológico y trinitario y que ha pasado a ser una de las grandes aportaciones del cristianismo a la cultura universal.

El lenguaje nos permite acercarnos a la realidad, hacernos de algún modo cargo de ella. Los conceptos, que exceden las palabras, son una especie de puentes mediadores entre la realidad y nuestro entendimiento. La novedad de la revelación divina, que aporta algo que va más allá de las necesarias estructuras del universo – accesibles, en línea de principio al conocimiento físico o metafísico - , no desvirtúa la fuerza del lenguaje, sino que dota al lenguaje humano de un alcance mayor; lo convierte en una especie de “sacramento”, de símbolo, capaz de expresar – limitada, pero adecuadamente - lo divino.

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2.04.11

La ceguera y la luz

Homilía para el IV Domingo de Cuaresma (Ciclo A)

El Señor es la luz del mundo. Él es quien alumbra todas las cosas con el resplandor de Dios: “Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo”, leemos en el prólogo del evangelio de San Juan (Jn 1,9). Donde no hay luz, donde reinan las tinieblas, los objetos no resultan visibles. Sumidos en la oscuridad, nos sentimos completamente desorientados, sin saber cómo ni hacia dónde movernos.

Jesús viene a curar nuestra ceguera, al igual que curó al ciego de nacimiento (cf Jn 9,1-41). Le da a este hombre la capacidad de ver, pero le concede un don más profundo: el don de la fe. Abre así su mirada interior, permitiéndole participar en la mirada de Dios, en la visión con la que Él contempla todo. Lejos de ser ciega, la fe tiene sus propios ojos y capacita para observar la realidad en toda su riqueza y en la pluralidad de sus matices.

Esa mirada nueva hace posible que el que había sido ciego reconozca poco a poco la verdadera identidad del Señor. A sus vecinos, les contesta que “ese hombre que se llama Jesús” hizo barro, se lo untó en los ojos y le mandó ir a lavarse a la piscina de Siloé (Jn 9,11). A los fariseos, que le interrogan sobre quién le ha abierto los ojos, les contesta: “Es un profeta” (Jn 9,17). Y a Jesús, que se le revela como el Hijo del hombre, le responde: “Creo, Señor”, postrándose ante Él.

Queda así caracterizado el itinerario de su fe: Jesús es más que un hombre y más que un profeta; es el Señor. La confesión de fe se traduce en adoración, en reconocimiento pleno de la divinidad del Hijo de Dios.

La peor ceguera no consiste en la incapacidad de ver, sino en la obcecación de no querer hacerlo. La peor ceguera es la incredulidad, la resistencia obstinada en negar la realidad y, en consecuencia, en negar a Dios y las obras de Dios. Como les dice Jesús a los fariseos: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís ‘vemos’, vuestro pecado permanece” (Jn 9,41).

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1.04.11

Dios no retrocede ante nada

Estamos ya muy cerca de celebrar la Semana Santa, de contemplar, en la actualidad de la celebración litúrgica, la hondura, la universalidad y la coherencia del amor de Dios. Un amor que no retrocede ante nada, ni siquiera ante lo más contrario a sí mismo: el pecado y la muerte.

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la expresión en forma humana del amor divino. Él “redimió” – es decir, sanó, restauró y elevó – lo que “asumió”, la naturaleza humana herida por el pecado, y cargó sobre sí las consecuencias que el pecado desencadenó en el mundo.

Todo el misterio de la Encarnación, que incluye la redención, quedaría privado de seriedad y de dramatismo si banalizásemos la distancia infinita que separa al hombre de Dios, a la creatura del Creador y, más aún, al pecador del Justo.

Los primeros discípulos, sorprendidos por la novedad de Cristo, maravillados por su vida, por su pasión, muerte y gloriosa resurrección, acudieron a las Escrituras para encontrar en ellas un horizonte de sentido que les permitiese comprender, hasta cierto punto, el designio de Dios que en Él, en Jesús, había alcanzado su plenitud.

El Nuevo Testamento surge así como una interpretación del misterio de Cristo a la luz de lo que hoy llamamos “Antiguo Testamento”. Inspirados por Dios, dotados por el Espíritu Santo del carisma de la transmisión fiel, los autores del Nuevo Testamento reflejaron por escrito las líneas esenciales y normativas acerca de la identidad y de la misión de Jesús.

Entre estas claves fundamentales está también, y no en un papel secundario, la idea de “expiación”. San Pablo habla de Jesús como “propiciatorio” (Rm 3,25), de Cristo mismo como instrumento de propiciación, como víctima de expiación por todos los pecados. Un motivo que, en la teología posterior, se desarrolló con ayuda de la categoría de “satisfacción”.

El Concilio de Trento, hablando de la justificación, enseña que Jesucristo “por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre”.

¿Qué significa todo esto? ¿Qué horizontes de comprensión puede resultarnos hoy útiles para que, sin negar ni la Escritura ni la Tradición, podamos entender un poco mejor lo que se contiene en la Escritura y en la Tradición?

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30.03.11

María, síntesis de valores

He adquirido - y leído en parte - un libro de esos que creo que pasarán a ser “clásicos”. Porque libros se publican cada año a montones, pero “clásicos”, obras de referencia que van más allá de la ocasión del momento, son ya muchos menos. Me refiero a la publicación de Stefano de Fiores, “María, síntesis de valores. Historia cultural de la mariología”, San Pablo, Madrid 2011, 765 páginas, ISBN 978842853718-6, 34 euros.

Stefano de Fiores es, en la actualidad, posiblemente el más experto mariólogo del mundo. Doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, con una tesis sobre el itinerario espiritual de san Luis María Grignion de Monfort, es profesor de Mariología en la Gregoriana y autor de numerosas obras sobre esta especialidad.

La “presentación” del libro la hace Angelo Amato, actual Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Voy a seguir, en esta breve reseña, muy de cerca el texto del Cardenal Amato, un texto muy preciso y ponderado.

La originalidad de esta obra de Stefano de Fiores radica en el enfoque cultural, un enfoque que constata que “María ha venido constituyendo durante los dos milenios pasados […] un ‘sistema de valores’, que merece constituir el centro de la verdad cristiana y que se revela como sumamente constructivo en el ámbito eclesial y cultural” (“Presentación”, pág. 7). María es “la encrucijada de la fe católica” (L. Scheffczyk), una afirmación válida para todas las épocas.

La obra se halla articulada atendiendo a dos categorías: “Cultura” y “modelos”. El aspecto cultural expone las diversas etapas históricas de la Mariología. Los “modelos” especifican los múltiples enfoques que se han hecho de la figura de María en el transcurso de los diversos períodos históricos.

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