14.05.11

“Yo soy la puerta”

Homilía para el IV Domingo de Pascua (Ciclo A)

Jesús se define a sí mismo como la puerta que conduce a la vida: “Yo soy la puerta de las ovejas: quien entre por mí se salvará” (Jn 10,9). “Él se llama puerta por ser el que nos conduce al Padre”, dice San Juan Crisóstomo. La súplica de los profetas: “Ojalá rasgases el cielo y descendieses” (Is 63,19) ha sido escuchada. Jesús es el Verbo encarnado, la verdadera puerta del cielo descendida a la tierra (cf Jn 1,51), el único Mediador por el cual los hombres tienen acceso al Padre.

Por su Pasión y su Resurrección, Cristo ha cruzado ya los umbrales de la muerte. Él es el Viviente, el Santo y el Verdadero que, como dice el Apocalipsis, tiene la llave de David que da acceso a la nueva Jerusalén, al cielo, “de forma que si él abre, nadie cierra, y si él cierra, nadie abre” (Ap 3,7). En la tierra, el germen y el principio del reino de los cielos es la Iglesia, el redil “cuya puerta única y necesaria es Cristo” (Lumen gentium 6).

¿Cómo se entra por esta puerta? Sabemos que es estrecha (cf Mt 7, 14) y que no se puede traspasar sin la humildad: “Cristo es una puerta humilde; el que entra por esta puerta debe bajar su cabeza para que pueda entrar con ella sana”, comenta San Agustín. Y en otro pasaje añade el Santo Doctor: “Entra por la puerta el que entra por Cristo, el que imita la pasión de Cristo, el que conoce la humildad de Cristo, que siendo Dios se ha hecho hombre por nosotros”.

El apóstol San Pedro incide en la humildad como elemento esencial del testimonio cristiano; un testimonio que incluye la disponibilidad a sufrir con paciencia penas injustas. Se trata de seguir las huellas de Cristo, el Pastor y Guardián de nuestras almas, que en su pasión “no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente” (1 Pe 2,23). La vía de la humildad es el camino que nos permite acercarnos a Cristo, adherirnos a Él, seguirle y atenernos a su mensaje.

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12.05.11

Nuestra Señora de Fátima

La conmemoración de Nuestra Señora de Fátima supone para nosotros una invitación, una llamada, a la penitencia; es decir, a la fe y a la conversión.

Solo así – respondiendo a esa llamada - podremos vivir la verdadera devoción a María, que hizo siempre la voluntad de Dios, pues la devoción a la Virgen consiste fundamentalmente en la imitación de sus virtudes.

La conversión y la obediencia a la voluntad divina son una fuerza poderosa que neutraliza el mal en el mundo. María ejemplifica de modo singular la lucha contra el mal. La Virgen, escribe el beato Juan Pablo II, es “más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado” y por eso se convierte en “señal de esperanza segura” (“Redemptoris Mater” 11).

La fuerza del mal se desató el 13 de mayo de 1981 – hace ahora treinta años – contra “un obispo vestido de blanco” – como decía la tercera parte del secreto de Fátima, redactada por sor Lucía en Tui el 3 de enero de 1944 -, contra el papa Juan Pablo II. La intervención de María desvió las balas que eran ciertamente mortales.

Al camino de los pecadores, que desemboca en la condenación eterna, María contrapone el camino de la salvación. También nosotros podemos avanzar por este segundo camino con la ayuda de la oración (el Rosario), con la consagración a su Corazón Inmaculado y con la Comunión eucarística reparadora.

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7.05.11

Le reconocieron al partir el pan

Homilía para el tercer domingo de Pascua (Ciclo A).

La fe pascual tiene su origen en la acción de la gracia divina en los corazones de los creyentes y en la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado (cf Catecismo 644). Es el Señor quien se acerca a los discípulos que se dirigían a Emaús, se pone a caminar con ellos y, finalmente, despierta su fe (cf Lc 24,13-35).

No había bastado con ver morir a Jesús para creer en Él como Mesías e Hijo de Dios. Es verdad que se había mostrado como “un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo”, pero esa esperanza parecía quedar definitivamente defraudada por la muerte. “¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto. Y han permanecido muertos”, comenta Benedicto XVI.

La Resurrección es la prueba segura que demuestra la identidad y la misión de Jesús. Sí, Él es el Hijo de Dios, vencedor de la muerte. Él es el salvador del mundo, que puede darnos la vida verdadera. Es esta certeza la que mueve el testimonio de la Iglesia desde sus orígenes: “matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos”, proclama San Pedro (cf Hch 3,15).

El Señor escucha a los caminantes de Emaús que, decepcionados, no acaban de creer los rumores que hablaban de que Cristo estaba vivo, pues su sepulcro había sido encontrado vacío. Con gran paciencia, el Señor “les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura”. La Resurrección es el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, la realización de esas predicciones.

Pero será el gesto de partir el pan lo que abra los ojos de estos discípulos para así reconocer a Jesús. San Agustín comenta que “cuando se participa de su Cuerpo desaparece el obstáculo que opone el enemigo para que no se pueda conocer a Jesucristo”. La Eucaristía es la verdadera escuela que nos permite adentrarnos en el conocimiento del Resucitado, en la comunión con Él.

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6.05.11

Memoria y profecía: Un importante discurso de Benedicto XVI

El papa ha dirigido un importante discurso a los participantes en el congreso promovido por el Ateneo de San Anselmo, organizado con ocasión de los cincuenta años de su fundación. Es decir, el papa ha hablado para los principales expertos en liturgia de todo el mundo, pues estos especialistas son los que acuden a este tipo de convenios.

¿Qué les ha dicho? Intentaré, en este breve artículo, elaborar una especie de mapa conceptual resaltando las principales ideas apuntadas por Benedicto XVI. A mi modo de ver son las siguientes:

1º La creación del Instituto Litúrgico de San Anselmo se debió al deseo del beato Juan XXIII de responder a las exigencias de reforma de la liturgia que surgieron en el contexto del llamado “movimiento litúrgico” - el Instituto tenía como principal finalidad “asegurar una sólida base a la reforma litúrgica conciliar” - . ¿Cuáles eran estas exigencias? El papa las enumera con gran claridad:

a. El objetivo del movimiento litúrgico era “dar nuevo impulso y nuevo aliento a la oración de la Iglesia”.

b. Se veía, en la vigilia del concilio Vaticano II, “la urgencia de una reforma” en el campo de la liturgia.

c. La exigencia pastoral que animaba el movimiento litúrgico pedía que se favoreciese y se suscitase “una participación más activa de los fieles en las celebraciones litúrgicas a través del uso de las lenguas nacionales”. Asimismo, se deseaba una profundización en el tema de la “adaptación de los ritos en las diversas culturas”.

d. La necesidad de profundizar en “el fundamento teológico de la liturgia” para que la reforma estuviese “bien justificada en el ámbito de la revelación y en continuidad con la tradición litúrgica de la Iglesia”.

2º “El Pontificio Instituto Litúrgico entre la memoria y la profecía” es el título del congreso, título que da pie al papa a hablar primero de la memoria y, después, de la profecía.

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Una pena

nullRealmente, es penoso. Siempre hay quien cumpla el papel de “aguafiestas”, de la “persona que turba cualquier diversión o regocijo”. A algunos cristianos, pretendidamente católicos incluso, la fiesta les repugna. Lo suyo son las caras largas, la queja por sistema, la amargura. El viernes santo, sin la más mínima expectativa del domingo de pascua, les encanta. Son así. No se les puede pedir más. A cada cual, lo suyo.

Ahora, a los amargados, les ha dado por arremeter contra el papa Juan Pablo II. Les da lo mismo. De lo que se trata es de estar “en contra”. En contra del papa, en contra del último concilio, en contra de la reforma litúrgica. De lo que se esté “en contra” es secundario. Lo básico es estar “en contra”.

Lo más curioso es que, con esa actitud, reivindiquen un “plus” de catolicidad. No lo merecen en absoluto. No cuela ya la disculpa. Por más razones que aporten, al final va a ser verdad que, contra el papa, no hay Iglesia. La disposición “anti-papa”, digan lo que digan, jamás han sido un sello en favor del catolicismo. Más bien, todo lo contrario.

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