14.06.11

Una buena iniciativa: el Premio Ratzinger

La Fundación Vaticana Joseph Ratzinger – Benedicto XVI ha instituido el Premio Ratzinger, que se otorga a personalidades destacadas en el ámbito de la teología. Me parece una iniciativa muy loable. Es necesario que la Iglesia reconozca y promueva la labor de los teólogos. La teología no es un lujo, es una necesidad interna de la fe. La “fides” es siempre “quaerens intellectum” y el cristianismo es, por esencia, la religión del Logos.

Ha habido, en la historia moderna y contemporánea, dos etapas de especial brillo de la labor teológica. La primera de ellas, auténticamente gloriosa, corresponde al concilio de Trento. Los documentos de ese concilio siguen sorprendiéndonos como verdaderas obras maestras. Pensemos, por ejemplo, en el decreto sobre la justificación. Parece casi imposible que un tema tan difícil pueda haber sido tratado con tal profundidad y, al mismo tiempo, con tanta claridad.

Otro momento ha sido el concilio Vaticano II. Los teólogos fueron, en buena medida, protagonistas del concilio. En su calidad de peritos o de asesores, los teólogos acapararon la atención no solo de la Iglesia, sino también del mundo. Dudo de que en ningún otro momento de la historia se hubiesen publicado y leído más libros de teología que en los años en los que se desarrolló el segundo concilio vaticano y en los inmediatamente posteriores.

¿Ventajas? Ha habido muchas. La palabra sobre Dios, y eso es la teología, ocupó espacios públicos. Y es mejor hablar de Dios que no hacerlo. Pero ha habido también desventajas, porque algunos teólogos han dado la impresión de aceptar con gozo el paso de ser humildes servidores de la verdad a ser “estrellas”, con los riesgos que comporta la fama. En años no tan lejanos, el fenómeno del “disenso” ha causado graves daños a la causa de la fe y a la comunión eclesial.

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Doctor Evangélico

San Antonio de Padua

Es muy probable que, si hiciésemos una encuesta entre sus devotos, no todos sabrían responder a la pregunta: “¿Quién es el Doctor Evangélico?”. Porque devotos sí tiene San Antonio, aunque tal vez algunos de ellos no sepan que es Doctor de la Iglesia; en concreto, el “Doctor Evangélico”. “Evangélico” por el estilo de su vida y por el contenido de su predicación, que se alimentaba de la fuente de la Sagrada Escritura.

San Antonio de Padua, como suele ser llamado, ni era de Padua ni tenía como nombre de pila “Antonio”. Nació en Lisboa a finales del siglo XII y en Portugal se le conoce solo como “San Antonio de Lisboa”. ¡Ay del que se atreva a referirse a él de otro modo en el país vecino! Su nombre era Fernando. Formó parte de los canónigos regulares de San Agustín y, poco después de su ordenación sacerdotal, ingresó en la Orden de los frailes Menores.

Fray Antonio, ya franciscano, aspiraba a predicar el Evangelio en tierras del Islam, en el norte de África, pero no llegó a satisfacer ese deseo. Predicó, sin embargo, mucho y bien en Francia y en Italia, convirtiendo a muchos herejes. Para un hombre de la Edad Media las tierras del Islam era algo equivalente a lo que estaba más allá de la Cristiandad; pero la Providencia quiso hacerle comprender que no hace falta ir tan lejos, pues también dentro de la Cristiandad había “no cristianos” o, al menos, algunos cristianos que, por apartarse de la verdad de la fe, corrían el riesgo de dejar de serlo del todo.

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11.06.11

La efusión del Espíritu Santo

Homilía para la solemnidad de Pentecostés (ciclo A)

“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”, les dice el Señor a los discípulos. Y añade: “Recibid el Espíritu Santo” (cf Jn 20,21-22). El Señor vivo, crucificado y resucitado, se hace presente en medio de los suyos para comunicarles el Espíritu Santo, que los capacita para la misión; una misión que continúa la misión de Cristo y que tiene su origen último en el Padre.

Como enseña el Catecismo: “El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu” (n. 731).

De este modo, la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud y se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación, hablando de “las maravillas de Dios” (cf Hch 2,1-11). Para realizar su misión, el Espíritu Santo construye la Iglesia y la dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6).

Es decir, la Iglesia no es una construcción humana, sino divina. No somos nosotros quienes hacemos la Iglesia; es Dios quien la edifica. Si nos dejamos moldear por la gracia, seremos colaboradores de Dios; miembros del Cuerpo místico de Cristo y piedras vivas del Templo del Espíritu Santo que es la Iglesia. Solo Dios puede abrir a los hombres el acceso a Él; solo Dios puede insertarnos en su comunión de amor, en la intimidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La Iglesia es sacramento, signo e instrumento, del que Dios se sirve para realizar este proyecto de hacer de cada uno de nosotros familiares y amigos suyos.

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8.06.11

La credibilidad de Jesús de Nazaret

Ofrezco este texto que puede ayudar a contextualizar la lectura del libro de Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección", Madrid 2011.

1. Introducción: Jesús de Nazaret, objeto, motivo de la fe y motivo de credibilidad

Preguntarse sobre la credibilidad de Jesús de Nazaret equivale a interrogarse por la responsabilidad intelectual de la fe, que tiene en Jesús su origen, centro y fundamento.

La fe cristiana consiste en la adhesión a Jesucristo, en reconocerlo a Él como el Mesías y el Hijo de Dios vivo (cf Mt 16,16). Él es no solo el Revelador, sino la misma Revelación, su mediador y su plenitud (cf DV 3). Tal como escribió San Juan de la Cruz: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra”.

La fe, como enseña el Concilio Vaticano I, ha de ser “conforme a la razón” y, para que esta conformidad o proporción sea posible, la revelación porta en sí misma motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de fe “no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu” (DH 3010). Entre estos signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos, sobresale uno: la misma figura de Jesús de Nazaret.

Es decir, en Jesús de Nazaret coinciden el objeto de la fe – la revelación que Él es –; el motivo de la fe – la razón última por la que se cree: la autoridad divina, que en Jesús se nos presenta en su forma personal - y el motivo principal de credibilidad en virtud del que podemos asentir de un modo libre y humanamente responsable.

2. Tres dimensiones de la credibilidad de Jesús

Podríamos distinguir, al menos, tres aspectos en los que se refleja la credibilidad de Jesús de Nazaret, tres dimensiones que muestran que su Persona, su figura y su mensaje son dignos de ser creídos: Su perfecta coherencia, su historicidad y su significatividad; es decir, su capacidad de iluminar los interrogantes más profundos del hombre. Las tres dimensiones son necesarias y, a la vez, indisociables .

No bastaría con que Cristo fuese un personaje coherente, desde el punto de vista literario, para creer responsablemente en Él. Tampoco sería suficiente mostrar solo la historicidad de Jesús de Nazaret para que el acto de fe resultase conforme a la razón. Hay muchos personajes históricos, de los que tenemos abundantes datos, que no por ello se convierten, para una persona sensata, en objeto de una adhesión personal plena y definitiva como lo es la adhesión de fe a Cristo. No nos conformaríamos, asimismo, con mostrar solo la significatividad, la capacidad de iluminar la condición humana, de Jesús de Nazaret para poder creer en Él, si esta capacidad no estuviese respaldada por la coherencia y por la historicidad de su figura.

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3.06.11

Yo estoy con vosotros

Homilía para la solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo A)

Cuarenta días después de la Resurrección, durante los cuales “come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino” (Catecismo 659), el Señor entra de modo irreversible con su humanidad en la gloria de Dios. El acontecimiento histórico y trascendente de la Ascensión supone la exaltación de Cristo a la derecha del Padre, obteniendo el señorío sobre todas las fuerzas creadas: “Y todo lo puso bajo sus pies”, escribe San Pablo (Ef 1,22).

La Ascensión del Señor no equivale a su ausencia, sino a un modo nuevo de presencia. Él, que tiene “pleno poder en el cielo y en la tierra”, les dice a los discípulos: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cf Mt 28,16-20). Jesús, que por su Encarnación se hizo el “Emmanuel”, sigue siendo el “Dios con nosotros”. Su presencia es, a la vez, un consuelo – ya que nunca estaremos solos – y un desafío, que nos tiene que mover a descubrirlo continuamente en los hambrientos, en los pequeños y en los marginados (cf Mt 25, 31-46).

La presencia de Jesús es incondicional: “Yo estoy con vosotros”. Nada ni nadie puede destruir esta presencia, ni siquiera la muerte o nuestra imperfección. Él siempre está y, por consiguiente, siempre podemos estar con Él o retornar a Él si nos hemos alejado del Señor por nuestro pecado. Igualmente, a pesar de las crisis que le toque padecer a la Iglesia en su caminar por la historia, tenemos la certeza de que el Señor sigue estando en ella y con ella.

San Mateo, en el final de su Evangelio, recoge esta promesa de Jesús; una promesa que va acompañada de un encargo: “Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). A unos discípulos que no son perfectos - al menos, no todos, ya que, aunque “se postraron” reconociendo a Cristo, “algunos vacilaban” – el Señor les confía la misión de hacer nuevos discípulos.

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