23.05.11

Primeras comuniones

Recibir la primera comunión es, para un niño, un momento muy importante en su itinerario de iniciación cristiana. Un camino que comienza con el bautismo, que debería seguir con la confirmación y que tendría como cumbre la comunión. Lamentablemente, este proceso se ve alterado, ya que se suele posponer – sin que uno acabe de entender muy bien el motivo – la confirmación hasta los catorce años.

Pero no debo distraerme. Vayamos a lo que, de momento, tenemos. La primera comunión se prepara mediante una cuidadosa catequesis. Pero la catequesis ni empieza ni termina con la primera comunión. La catequesis es muy necesaria antes e, igualmente, después. Es muy fácil comprender que solo dos años de preparación para comulgar no proporcionan un armazón básico para adentrarse en el conocimiento y en la vivencia de la fe.

En lo que respecta a la celebración misma de la primera comunión, creo que debemos apostar por la sensatez. ¿Qué significa una “primera comunión”? Significa que, en el contexto de la celebración de la misa, normalmente el domingo o un día festivo, unos niños se acercan por vez primera a comulgar. Nada menos, pero tampoco nada más.

No hay un ritual de la primera comunión. Sí está prevista una mención en el canon de la misa. Sí está bien que ellos, los niños o sus padres, presentes las ofrendas. Sí está bien que se les tenga presentes en la oración de los fieles y en la homilía. Pero nada más o muy poco más. La primera comunión no es una fiesta de graduación. Lo esencial no tiene lugar “fuera”, sino “dentro”. No en el escenario externo, sino en el misterio de sus almas. Dios viene a ellos y ellos acogen a Dios, recibiendo el sacramento de la eucaristía.

Sería contraproducente montar un “show” o inventar a saber qué añadidos, cuanto no hay que montar nada. Hay que ayudar a que comulguen por primera vez y a que, con la ayuda de Dios, sigan haciéndolo a lo largo de sus vidas. Todo lo externo debe contribuir a lo interno; a que reciban al Señor en gracia, habiendo guardado el ayuno eucarístico y, sobre todo, sabiendo a quien reciben.

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21.05.11

El camino, la verdad y la vida

Homilía para el V Domingo de Pascua (Ciclo A)

“Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Con estas palabras, el Señor se define a sí mismo como el camino único que conduce al Padre: “Aquel que es el camino, no puede llevarnos por lugares extraviados, ni engañarnos con falsas apariencias el que es la verdad, ni abandonarnos en el error de la muerte el que es la vida”, comenta San Hilario.

El Señor se hizo camino por su Encarnación: “el Verbo de Dios, que con el Padre es verdad y vida, se hizo el camino tomando la humanidad”, dice San Agustín. El sendero que conduce a la meta es la humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Si no queremos que el itinerario de nuestra vida termine en el fracaso, en el sinsentido, debemos dirigir nuestra mirada a Jesucristo y caminar siguiendo sus pasos.

El beato Juan Pablo II, en su primera encíclica, indicaba la urgencia de esta mirada: “la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna»” (Redemptor hominis, 7).

Incluso para aquellos que todavía no han llegado a la fe, Cristo es, añadía el papa, un camino elocuente: “Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono”.

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20.05.11

Juan Pablo II: Permitid a Cristo que hable al hombre

1. Introducción. Cristo y el hombre

Entre Cristo y el hombre no existe oposición ni, mucho menos, contradicción. No temer a Cristo; es más, servir a Cristo y, con su potestad, servir al hombre y a la humanidad entera configuran un mismo proyecto, de total coherencia: “¡No tengáis miedo! Cristo conoce ‘lo que hay dentro del hombre’. ¡Solo Él lo conoce!”, decía el beato Juan Pablo II en la homilía del inicio de su pontificado . La respuesta a la duda, a la inseguridad con respecto al sentido de la propia vida y a la amenaza de la desesperación, es la persona de Jesucristo: “Permitid, pues – os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza – permitid que Cristo hable al hombre. ¡Solo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!”.

En síntesis, hallamos en estas frases de Juan Pablo II un programa de todo su ministerio petrino ; un programa que, como veremos, hunde sus raíces en la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, toma cuerpo en la primera encíclica del papa, Redemptor hominis, publicada el 4 de marzo de 1979, y se despliega en la totalidad de su pontificado .

2. La “Gaudium et spes”

La constitución pastoral “Gaudium et spes” sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo fue promulgada el 7 de diciembre de 1965. Basándose en unos principios doctrinales, la constitución pretende exponer la actitud de la Iglesia en relación con el mundo y con los hombres. No podemos olvidar la significativa participación del entonces obispo Wojtyła en las cuestiones tratadas en esta constitución, especialmente en lo que atañe al problema del ateísmo.

En su primera parte (n. 11-45), la Iglesia desarrolla la doctrina sobre el hombre, sobre el mundo y sobre la relación Iglesia-mundo. En la segunda parte (n. 46-90), toma en consideración diversos aspectos de la vida y de la sociedad humanas . Como expresó en su día el papa Pablo VI, “la Iglesia del concilio se ha ocupado mucho no solo de sí misma y de las relaciones que la unen con Dios, sino también del hombre, tal como se presenta realmente hoy” (7 de diciembre de 1965).

En una aproximación fenomenológica, la “Gaudium et spes” intenta “conocer y comprender el mundo en el que vivimos, sus expectativas, sus aspiraciones y su índole muchas veces dramática” a fin de “responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas” (GS 4). Pero esta fenomenología tiende a establecer una antropología inspirada en una versión del hombre en Jesucristo, el Hombre nuevo .

El concilio, a la luz de Cristo, Imagen de Dios invisible y primogénito de toda criatura, “pretende hablar a todos para iluminar el misterio del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales problemas de nuestro tiempo” (GS 10). En términos que evocan los Pensamientos de Pascal, la “Gaudium et spes” expresa la paradoja miseria-grandeza constitutiva del hombre, que “se exalta a sí mismo como regla absoluta o se hunde hasta la desesperación” (GS 12).

En los números del 12 al 18, la constitución pastoral propone las líneas generales de la antropología cristiana: El hombre ha sido creado a imagen de Dios; se encuentra, de hecho, marcado por el pecado; y, uno en cuerpo y alma, está dotado de inteligencia, de conciencia moral y de libertad. En la muerte, “el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (GS 18).

Después de abordar la cuestión del ateísmo - aludiendo, entre otras cosas, al ateísmo de raíces humanistas de quienes “exaltan tanto al hombre, que la fe en Dios resulta debilitada, ya que les interesa más, según parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios” (GS 19) - , la “Gaudium et spes” presenta en el n. 22 a Cristo, el Hombre nuevo, como la verdadera respuesta al misterio del hombre: “Realmente, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado […]. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (GS 22).

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16.05.11

Cuidado con lo que se predica

He leído por ahí la noticia de que un feligrés que asistía a la misa dominical, molesto por la forma y por el fondo de lo que predicaba el sacerdote, lo increpó desde su banco: “Esto es una misa, no un mitin”.

No puedo juzgar sobre el caso en concreto porque yo no estaba en esa iglesia. Puede que tenga la razón el feligrés, puede que la tenga el sacerdote, que la tengan en parte los dos o, incluso, ninguno de ellos. Para los efectos de este post es lo de menos.

A mí me pasó una vez una cosa parecida. Había ido a celebrar la misa dominical a una antigua parroquia mía – en ese momento ya no era yo el párroco – y, mientras leía el evangelio del domingo, un señor comenzó a protestar desde uno de los bancos del fondo del templo. El evangelio decía: “Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio, y el que se casa con una repudiada por su marido comete adulterio” (Lc 16,18).

Algo desconcertado al oír los gritos de protesta, interrumpí la lectura y, cuando ya volvió a reinar el silencio, la continué. Solo al final de la proclamación del evangelio me permití observar, antes de iniciar la homilía: Un sacerdote tiene el derecho y el deber de leer en la misa el Evangelio de Jesucristo. Después de la celebración, pude enterarme de las razones concretas por las cuales aquel hombre se había sentido aludido.

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15.05.11

La Instrucción

He leído, con algo de calma, la “Instrucción” de la Pontificia Comisión “Ecclesia Dei” sobre la aplicación de la Carta Apostólica Motu Propio data “Summorum Pontificum” de S.S. Benedicto XVI. Se trata de un texto de carácter normativo, dentro de las competencias que le corresponden a esa Pontificia Comisión, cuya tarea es acompañar e instar el cuidado pastoral de los fieles, ligados con la precedente tradición litúrgica latina, presentes en distintas partes del mundo.

La Instrucción tiene tres partes. La primera de ellas – la introducción – resume la naturaleza, el alcance y el significado de “Summorum Pontificum”. Este “Motu Proprio” es, se nos dice, “una ley universal para la Iglesia” que establece unos “criterios esenciales” para el llamado “usus antiquior” del Rito Romano: “Los textos del Misal Romano del papa Pablo VI y del Misal que se remonta a la última edición del papa Juan XXIII, son dos formas de la Liturgia Romana, definidas respectivamente “ordinaria” y “extraordinaria”: son dos usos del único Rito Romano, que se colocan uno al lado del otro. Ambas formas son expresión de la misma “lex orandi” de la Iglesia. Por su uso venerable y antiguo, la “forma extraordinaria” debe ser conservada con el honor debido”.

Se proporciona así, creo yo, una clave para interpretar la ley: Un uso es “ordinario” y otro “extraordinario”, pero “se colocan uno al lado del otro”. Y no solo eso, sino que “la ‘forma extraordinaria’ debe ser conservada con el honor debido”.

Además se dice expresamente que “Summorum Pontificum” no es solo una ley, sino que “constituye una relevante expresión del magisterio del Romano Pontífice” y del oficio que le es propio como supremo moderador de la liturgia y como Pastor de la Iglesia universal.

¿Qué ha pretendido “Summorum Pontificum”? Un triple objetivo: Ofrecer a todos los fieles la liturgia romana en el “usus antiquior”, “garantizar y asegurar realmente el uso de la forma extraordinaria a quienes lo pidan” y favorecer la reconciliación en el seno de la Iglesia.

La segunda parte explicita las tareas de la Pontificia Comisión “Ecclesia Dei”, que tiene “potestad ordinaria vicaria para la materia de su competencia” y que, además, es “superior jerárquico” a la hora de decidir sobre los recursos que legítimamente se le presenten.

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