2.11.11

El purgatorio

La existencia del purgatorio carecería de sentido la conmemoración de los fieles difuntos. No rezamos por los santos, por aquellos que ya han llegado a la meta, sino que nos encomendamos a ellos. Tampoco por los condenados, ya que se han autoexcluido de modo definitivo de la comunión con Dios y con los hermanos. Rezamos, eso sí podemos hacerlo, por los fieles difuntos. Por los que, como dice bellamente la liturgia, “nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz”.

Las representaciones del purgatorio pueden engañarnos. Sería erróneo imaginar el purgatorio como un infierno temporal. Tiene que ser algo muy distinto. El purgatorio es el estado que experimentan aquellos que mueren en paz con Dios y con los demás pero que, no obstante, necesitan purificarse de las marcas que las consecuencias de sus pecados han dejado en su alma. Nada que no sea santo puede entrar en la presencia de Dios. Hay una incompatibilidad absoluta entre Dios y el pecado. Para ver a Dios se necesita la limpieza del corazón.

En la vida terrena encontramos ocasiones para reparar por las consecuencias de nuestras culpas. No basta solo con arrepentirse o con recibir el perdón. Cada acción, si es negativa, puede provocar nuevas acciones negativas. Una mentira, una deslealtad, un agravio, genera probablemente nuevas mentiras, nuevas deslealtades, nuevos agravios. Se abre una cadena de la que, de antemano, no conocemos el último eslabón.

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1.11.11

Tiempo de esperanza

El mes de Noviembre, en la liturgia y en la piedad de los fieles, nos sitúa ante las realidades últimas: la muerte, el juicio, el infierno y el paraíso. Sería preocupante que concediésemos tanta importancia a lo penúltimo que nos olvidásemos de lo postrero, de lo definitivo.

Noviembre se abre con la solemnidad de Todos los Santos. De algún modo, esta es la fiesta de la fe. Lo que el cristianismo anuncia se ha cumplido. Y se ha cumplido de modo sobreabundante. No uno ni dos, sino una “muchedumbre inmensa”, de “toda nación, raza, pueblo y lengua”, ha llegado a Dios, ha culminado su peregrinación.

Se nos habla de un premio. El cielo es un premio y, en consecuencia, gozo. La vida temporal adquiere así su justo valor: le corresponde merecer. En cambio, la meta equivale a disfrutar del premio. Sin olvidar que todo mérito es gracia, pues, como enseña el Catecismo, “los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente”.

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29.10.11

El estilo cristiano

Homilía para el Domingo XXXI del TO (Ciclo A)

Estableciendo un contraste polémico con los escribas y los fariseos, Jesús perfila el estilo de vida de los cristianos, su manera de comportarse. No cuestiona el Señor la autoridad doctrinal de aquellos que ocupan “la cátedra de Moisés” y que, por sus conocimientos, interpretan la Ley dada por Dios a Israel: “haced y cumplid todo lo que os digan”, advierte (Mt 23,3). Sin embargo, esos maestros no son dignos de imitación, pues sus palabras no corresponden con sus obras: “no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen”.

¿En qué aspectos daban mal ejemplo los escribas y los fariseos? El evangelio señala tres razones: imponen cargas pesadas con sus complicadas interpretaciones de la Ley, todo lo que hacen es para que los vea la gente y buscan por encima de cualquier otra cosa el prestigio, el reconocimiento social (cf Mt 23,4-7). Estos tres motivos pueden estar también presentes en nuestras vidas, ya que la tentación de decir y no hacer, la tentación de la incoherencia, puede acecharnos también a nosotros.

Imponemos cargas pesadas a los demás cuando somos muy exigentes con ellos, sin dispensarles nada. Y muchas veces esa exigencia extrema en relación con los otros va acompañada de una alta condescendencia con nosotros mismos. No es esta la actitud de Jesús, que nos ofrece un yugo llevadero y una carga ligera (cf Mt 11,30) y que se muestra siempre dispuesto a socorrer al que lo necesita, tomando sobre sí nuestras dolencias y cargando con nuestras enfermedades (cf Mt 8,17).

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28.10.11

Asís: Religión, anti-religión, verdad

El papa ha preparado y explicado la “Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo” que ha tenido lugar en Asís. El título de este acontecimiento era: “Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz”.

En la audiencia del miércoles, 26 de octubre, se refirió al renovado empeño en favor de la “promoción del verdadero bien de la humanidad y en la construcción de la paz”. Una tarea que el papa no desea llevar a cabo aisladamente, sino “junto a los miembros de las diversas religiones, e incluso con hombres no creyentes pero sinceramente en búsqueda de la verdad”.

Un cristiano está convencido de que la mejor contribución a la paz es la oración. El rey de la paz, profetizado por Zacarías, es Jesús. Su poder radica en la potencia de Dios, que es la del bien y del amor. Ese poder se realiza en la Cruz. En la “gran red de las comunidades eucarísticas” se hace real hoy este Reino de paz.

Los cristianos podrán construir este reino si no ceden a la tentación de convertirse en “lobos entre los lobos”; por el contrario, han de apoyarse, como San Pablo, en la fuerza de la Cruz.

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22.10.11

El mandamiento principal

Homilía para el Domingo XXX del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

En nombre de los fariseos un escriba, un doctor de la Ley, le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” (Mt 22,36). La Torá, la Ley dada por Dios a Israel, comprendía 248 mandatos y 365 prohibiciones. Todos ellos, mandatos y prohibiciones, son importantes pues Dios no impera nada que carezca de relevancia

Si la Ley viene de Dios no se puede establecer una jerarquía entre mandatos importantes y no importantes: todos lo son. Pero, ¿cuál es el mandamiento central de la Ley, aquel que la condensa y la resume? Jesús responde citando la frase que los judíos decían cada mañana en la oración: “Escucha, Israel…, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Este mandamiento es “el principal y primero” (Mt 22,38).

Se trata de amar a Dios manteniendo una relación viva con Él que abarque las dimensiones fundamentales de nuestro ser: “Se te manda que ames a Dios de todo corazón, para que le consagres todos tus pensamientos; con toda tu alma, para que le consagres tu vida; con toda tu inteligencia, para que consagres todo tu entendimiento a Aquel de quien has recibido todas estas cosas. No deja parte alguna de nuestra existencia que deba estar ociosa”, comenta San Agustín.

Hay un segundo mandamiento semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39). Este segundo mandato es inseparable del anterior porque el amor al prójimo y a uno mismo está en realidad contenido en el mandato del amor a Dios. Como explica el Pseudo-Crisóstomo: “El que ama al hombre es semejante al que ama a Dios, porque como el hombre es la imagen de Dios, Dios es amado en él como el rey es considerado en su retrato. Y por esto dice que el segundo mandamiento es semejante al primero”.

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