¿Celibato opcional? Sí
No hay ninguna duda: a nadie se le puede obligar, en contra de su voluntad, a vivir el celibato. Tampoco a los sacerdotes. Un hombre, o una mujer, tiene derecho, si encuentra a un posible cónyuge, a contraer matrimonio. El matrimonio entra dentro del campo del derecho natural. Las normas de la Iglesia, o de los Estados, pueden aquilatar el cómo, las formalidades, pero el derecho está ahí, basado en el orden de la creación.
En la Iglesia Católica de rito latino existe, de hecho, un vínculo entre sacerdocio y celibato. Eso significa que los varones que se sientan llamados al sacerdocio han de verificar si, a la vez, tienen la vocación celibataria. Una duda persistente al respecto es motivo más que sobrado para desistir, para dejar el Seminario, para pensar en otra cosa.
Cuando uno es ordenado diácono promete, libremente, de manera pública, ante Dios y su Iglesia, que está dispuesto a vivir la continencia perpetua y perfecta por el reino de los cielos. Esa promesa, para ser válida, ha de ser plenamente libre, sin coacción de ningún tipo. Y ha de desistir quien vea que su camino no discurre por esos senderos.
¿La promesa del celibato es una vacuna contra el enamoramiento, contra nuevos “enamoramientos"? No. Pero sí es un recordatorio permanente para la responsabilidad. No se puede ser todo a la vez. Si se es una cosa, no se puede, muchas veces, ser otra. Quien opta por casarse no puede, al mismo tiempo, querer estar soltero. Quien decide ser padre no puede, con coherencia, despreocuparse de su prole. Quien elige, “sic rebus stantibus", aceptar la vocación sacerdotal en la Iglesia latina ha de hacerlo con todas las consecuencias.