24.12.11

El misterio de la Navidad

Homilía para la solemnidad de la Natividad del Señor (Ciclo B)

Dios se da a conocer en los acontecimientos de la historia de la salvación. La luz de la fe permite descubrir la verdadera profundidad de los hechos e interpretarlos auténticamente. Con el Nacimiento de Jesús se cumple el anuncio del profeta Isaías: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, y es su nombre ‘Mensajero del designio divino’ ” (Is 9,5).

La noticia de su nacimiento es una proclamación de alegría porque en Él, en Jesús, Dios ha venido para consolar a su pueblo, para iniciar su Reino (cf Is 52,7-10). Nadie puede, en consecuencia, sentirse al margen de este evento: “Los confines de la tierra han proclamado la victoria de nuestro Dios” (Sal 97).

¿Quién es este Niño? ¿Cuál es su identidad? La Carta a los Hebreos nos dice que Jesús es el Hijo de Dios: “Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa” (Heb 1,3). El Hijo de Dios, la Palabra preexistente, creadora, conservadora y redentora se ha encarnado en Cristo, trayendo así el mensaje definitivo.

La condescendencia de Dios, su afán de aproximarse a nosotros para que nosotros tengamos acceso a Él, llega a su plenitud con la encarnación del Verbo. El papa Benedicto XVI, empleando una expresión patrística y medieval, dice que “el Verbo se ha abreviado”: “El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance” (Verbum Domini, 12).

En cierto modo, en el misterio de la Navidad se identifican la misericordia y la humildad. El amor fiel y compasivo de Dios, su bondad y ternura, se revela en la humildad del Nacimiento de Jesús: “ha nacido por nosotros, Niño pequeñito, el Dios eterno” (San Romano Melodo). Jesús encarna y personifica la misericordia: “El mismo es, en cierto sentido, la misericordia”, decía Juan Pablo II. Debemos abrir nuestro corazón para que este amor divino nos transforme y nos haga a nosotros humildes para así poder nacer como hijos de Dios.

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22.12.11

¡Feliz Navidad!

Este año el blog ha ido a un ritmo muy lento, no sin lectores, no sin muchos lectores, pero menos que en el año anterior.

Es algo normal. Si hay menos posts, hay menos entradas. En cualquier caso, no me supone un motivo de disgusto. He optado por la calma, por el sosiego, por no forzar la escritura de artículos.

He intentado concentrarme en las homilías de los domingos. Forma parte, esta tarea, de un proyecto personal: Completar los textos de las homilías dominicales de los tres ciclos litúrgicos. Un proyecto parcialmente logrado, aunque quede como desafío el actual “ciclo B".

No quiere decir que, a lo largo de estos años, no haya preparado con atención las predicaciones de cada domingo. Creo que, en eso, con mayor o menor acierto, me he comprometido a fondo. Pero me falta todavía culminar ese trabajo.

Han salido ya tres libros, que recogen sustancialmente el ciclo C, dos de ellos, y el último la primera mitad del ciclo A. Si Dios quiere, saldrá alguno más.

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17.12.11

El trono de David

Homilía para el IV Domingo de Adviento (Ciclo B)

El Libro Segundo de Samuel recoge la promesa hecha por Dios al rey David a través del profeta Natán: “afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre, y el será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre” (2 Sam 7,12.14.16).

Dios quiso fundar para David una casa, una línea sucesoria. Esta promesa está en el origen de la esperanza mesiánica: Dios enviará al Rey-Mesías, descendiente de David, para reinar para siempre.

Esta promesa tiene su cumplimiento en Jesucristo. El evangelio de San Lucas recoge el anuncio del ángel Gabriel “a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María” (Lc 1,27).

El ángel le dice a María: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 31-33).

El plan de Dios se realiza de un modo sorprendente e imprevisto. El Hijo de María será no solo el sucesor de David, sino verdaderamente el Hijo de Dios. A la pregunta de la Virgen: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”, el ángel responde diciendo que su Hijo no tendrá un padre humano, sino que será concebido por obra del Espíritu Santo.

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14.12.11

La lujuria y sus hijas

Santo Tomás de Aquino relaciona la lujuria con el desorden de los actos o de los deseos. Citando a San Agustín hace una observación muy acertada: “la lujuria no es vicio de cuerpos bellos y agradables, sino de un alma que ama perversamente los placeres corpóreos, despreciando la templanza”.

No se dice que los placeres corpóreos sean en sí mismo malos; la maldad radica en amarlos “perversamente”. Lo que está en juego no es, en primer lugar, el cuerpo, sino el alma. Lo que está en juego, en definitiva, es la calidad del amor.

El deseo puede ser desordenado. Y lo es si no atiende ni a límites ni a fines. Esta carencia de límites y de fines convierte el deseo en irracional; por consiguiente, en inhumano. El mero deseo no lo justifica todo. Desear ser rico no hace bueno el robo. Desear a otra persona no disculpa cualquier conducta en relación con esa otra persona. Pero no solo los deseos pueden ser desordenados. También los actos pueden serlo cuando no son proporcionados a su fin.

La lujuria, explica Santo Tomás, es un vicio capital que tiene ocho hijas. La primera es la ceguera mental. Esta ceguera impide juzgar rectamente sobre el fin: “la hermosura te fascinó y la pasión pervirtió tu corazón”, leemos en el libro de Daniel.

La segunda es la inconsideración. La lujuria impide el consejo sobre lo que debe hacerse. El amor libidinoso “no admite deliberación ni consejo, ni lo tiene en sí mismo”. La tercera es la precipitación; es decir, la tendencia a consentir antes de tiempo, sin esperar el juicio de la razón: “los ancianos perdieron el juicio para no acordarse de sus justos juicios”, leemos también en Daniel.

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13.12.11

El acta de los mártires

Se han publicado los datos definitivos correspondientes al año 2010 sobre Interrupción Voluntaria del Embarazo. Con aparente rigor estadístico y con multitud de cuadros se levanta acta del martirio de 113.031 seres humanos que han sido eliminados antes de nacer.

El Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad dice en la presentación de este documento que la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo “garantiza la protección y eficacia de los derechos fundamentales de la mujer que solicita la intervención, en particular, su derecho al libre desarrollo de la personalidad, a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, a la libertad ideológica y a la no discriminación”.

El aborto procurado, la muerte voluntaria y violenta del propio hijo no nacido, se considera un “derecho fundamental” de la mujer que se integra en una constelación de derechos; entre ellos, el derecho a la vida. Una ley que ampara la muerte se presenta, paradójicamente, como garantía del derecho a la vida.

La justicia, a un nivel muy elemental, consiste en dar a cada uno lo suyo; lo que le corresponde o pertenece. Pues se ve que de justicia nada de nada. No existe ni el mínimo atisbo de simetría. Unos tienen derecho a todo. Otros, los concebidos aún no nacidos, no tienen derecho a nada. Pasaron, por arte de la jurisprudencia, de ser personas a ser “bienes” y, en una pendiente depravada, de ser “bienes” a no ser y a no merecer ninguna atención.

Pero “la información estadístico-epidemiológica sobre el perfil de las mujeres que interrumpen su embarazo en nuestro país” tiene, quieran o no, como contrapartida el dejar constancia, al menos numérica, de las víctimas; es decir, de aquellos a los que no se les ha permitido nacer.

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