Una tarea difícil, pero muy bella
En la homilía de hoy no he podido apenas glosar el texto de San Pablo a los Corintios (1 Cor 9,16-19.22-23). Ya se sabe, así lo decía el beato Newman, que toda homilía ha de ser incompleta – no doy fe de la literalidad de las palabras, pero sí de la integridad del sentido de esta afirmación -. No se puede, ni se debe, decirlo todo de una vez. Mejor es decir algo, un poco, en cada ocasión.
San Pablo dice que no tiene más remedio que predicar. No lo hace por soberbia, sino por ser consciente de que es la misión que se le ha encomendado. Una tarea que comporta su propia paga. No se refiere el apóstol al salario en dinero – ya que él, renunciando a un derecho, ha optado por no vivir del ministerio - , sino a una compensación mucho mayor y más honda: el bien del Evangelio, del cual el predicador es el primer beneficiario.
Cada vez veo con mayor claridad la exactitud de esta valoración de San Pablo. El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, la Buena Noticia que es Él en persona, es un bien, algo valioso y estimable por sí mismo. El mayor de los bienes, ya que nada puede compararse a la Palabra de Dios. El Sumo Bien, del que proceden todos los bienes, es Dios mismo y Él se comunica mediante su Palabra, a través de su Hijo, el Verbo encarnado.
Desde una consideración meramente humana, demasiado humana, la predicación puede parecer inútil. Predicar es proferir palabras, solo palabras, como quien esparce por aquí y por allá pequeñas semillas. Benedicto XVI, que es un gran predicador, ha dicho al respecto: “En apariencia, la semilla no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es promesa ya presente hoy. Y así, con esta parábola [se refiere a la parábola del sembrador], dice: ‘Estamos en el tiempo de la siembra: la palabra de Dios parece solo una palabra, casi nada. Pero ¡ánimo!, esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto” (25-7-2005).