3.03.12

En una montaña alta

Las lecturas de la Palabra de Dios del domingo II de Cuaresma evocan acontecimientos que han tenido lugar en la montaña. Abrahán acude, por mandato de Dios, al país de Moria, donde se dispone a ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac “sobre uno de los montes” (cf Gén 22). Jesús, en el umbral de la Pascua, de su muerte y resurrección, se transfigura delante de tres de los suyos en una “montaña alta”, el monte Tabor. En el trasfondo de las lecturas se perfila un tercer monte, el Calvario, en el que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte por nosotros (cf Rom 8,31-34).

Moria es el país a donde Abrahán se dirige, siguiendo la llamada de Dios. La Liturgia de la Iglesia se refiere a Abrahán con el título de “nuestro padre en la fe”. Él personifica la obediencia en la que consiste la fe; la sumisión libre a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma (cf Catecismo 144). Dios ordena a Abrahán sacrificar a su propio hijo en un monte para poner a prueba su fe. Sin embargo, el ángel del Señor detuvo la mano de Abrahán. Un carnero enredado por los cuernos en la maleza sirvió de víctima para el sacrificio, en lugar de Isaac.

San Marcos sitúa en una montaña alta el episodio de la Transfiguración del Señor (cf Mc 9,2-10). Jesús es el verdadero Isaac, el “Hijo muy amado” del Padre que, en la proximidad de su Pasión, muestra su gloria divina revelando que el camino a la Resurrección, de la que la Transfiguración es sólo un anticipo, pasa por el sacrificio de la cruz. Ya Elías y Moisés, los profetas y la Ley, habían anunciado los sufrimientos del Mesías. Se confirma así la confesión de fe de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Sí, Jesús es el Cristo, el Ungido, el Mesías, el Siervo sufriente que “no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28).

El monte del sacrificio del país de Moria y el monte de la gloria de la Transfiguración parecen preludiar un tercer monte, el monte Calvario. Dios, que detiene la mano de Abrahán para preservar a Isaac, no ahorró a su propio hijo, “sino que lo entregó a la muerte por nosotros” (Rom 8,32). Cristo es aquel carnero enredado en la maleza de la historia que ocupa nuestro lugar en el sacrificio, para expiar nuestras culpas – esa inmensa masa de culpa que pesa sobre la historia de los hombres –.

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1.03.12

Defensa de la vida y ética de la responsabilidad

El reconocimiento de Dios exige la justicia; valor ante el que nuestros contemporáneos se muestran particularmente sensibles. El libro del Éxodo incluye, entre las obligaciones de la justicia, el respeto a la vida del inocente.

En este sentido, el Papa Benedicto XVI ha recordado que la obligación de respetar la vida se sitúa en el contexto de la búsqueda de la justicia, de la cuestión social y de la ética de la responsabilidad: “hay que reafirmar la enseñanza del amado Juan Pablo II, que nos invitó a ver en la vida la nueva frontera de la cuestión social (cf Evangelium vitae, 20). La defensa de la vida, desde su concepción hasta su término natural, y dondequiera que se vea amenazada, ofendida o ultrajada, es el primer deber en el que se expresa una auténtica ética de la responsabilidad, que se extiende coherentemente a todas las demás formas de pobreza, de injusticia y de exclusión” (“Discurso”, 27 de Enero de 2006).

Esta ética de la responsabilidad con relación a la vida humana se fundamenta, para un cristiano, en el respeto al Creador y en la dignidad de la persona humana (cf Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, 466). Por ambas razones, la vida humana es considerada sagrada, y de esa sacralidad deriva un imperativo práctico: “No quites la vida del inocente y del justo” (Éxodo 23, 7).

La vida humana “es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una relación especial con el Creador, su único fin” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2258). Es decir, la vida humana es una realidad que es contemplada en toda su hondura sólo desde una mirada que deje a Dios ser Dios, y que comprenda todas las cosas en su relación con Él, como origen y como fin. Privada de su vínculo con Dios, desprovista de “esa especial relación con el Creador”, en la que consiste su singularidad, la vida humana se devalúa, pierde consistencia y densidad.

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28.02.12

HABÍA ESTADO XIII (escrito por Norberto)

Había llegado a Seleucia con las primeras luces del día, detuvo el carro, de laterales batientes, junto a la dársena habilitada para estiba de minerales y otras mercancías como tintes, lejías y demás productos contaminantes de los alimentos, aun no había cuajado la Escuela Médica Neumática pero algunos precursores alertaban sobre la alteración de los alimentos por causa de la alteración del pneuma.

Loukás había convencido a las autoridades de ello, tras haber observado el resultado de regar un huertecillo dedicado a pruebas con aguas fecales procedentes de algunos enfermos tratados por él, las plantas así abonadas secaron, así mismo unas gallinas que habían irrumpido en el mismo murieron, el médico las descuartizó comprobando el aspecto de sus vísceras, reconociendo el olor de la lejía de teñir.

Ambrósyos se dirigió al carguero amarrado unos pasos más allá, a poniente, había zarpado de Tarso y atracado sin novedad, su carga era variada, ente ella unos serones de esparto reforzado contenían la pirita de hierro que el metalúrgico de Antioquía había encargado, y pagado la mitad por adelantado, buscó al capitán, viejo conocido, y tras los saludos satisfizo la mitad restante del pago recibiendo la tablilla de la factura.

Apenas hubo terminado la carga de la mercancía su mirada se detuvo en un varón judío, su vestimenta era inequívoca, que permanecía sentado sobre una piedra a pocos pasos de la embarcación que le había traído a Seleucia, un carguero procedente de Caesarea Maritima, sus rasgos le resultaron familiares, su aspecto era noble pero tenía los párpados hinchados, ojeras y un tono macilento en el rostro que hacían pensar que no se encontraba bien de salud.

El desconocido destapó la cabeza, plegando el turbante y dejando sus rasgos al descubierto, Ambrósyos, buen fisonomista reconoció, entonces, al pasajero:

Saúl, ¿eres tú?, el desconocido giro el cuello en busca de la voz, reconociendo.

¿Ambrósyos?, ¡mi mal’ak (ángel)¡, dijo con voz cansada pero alegre, sus ojos enrojecidos no ocultaban la satisfacción, se abrazaron con afecto, no se veían desde hacía décadas sin embargo sus vínculos no se habían desecho (ver Había estado V).

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El espíritu que actúa en los rebeldes

Un elemento fundamental para enfocar adecuadamente el tema de la existencia y del poder de los demonios es la afirmación básica de que estos seres son también criaturas de Dios. No podría ser de otro modo. Dios es el Creador de “todo lo visible y lo invisible”. En tanto que criaturas, los demonios son buenos, ya que todo lo que es, en tanto que es, es bueno.

El concilio Lateranse IV, del año 1215, establece: “Creemos firmemente y confesamos con sincero corazón… que Dios es el único origen de todas las cosas, el Creador de lo visible y de lo invisible, de lo espiritual y de lo corpóreo… El diablo y los demás espíritus malignos fueron creados por Dios buenos por naturaleza, pero por sí mismos se hicieron malos”.

¿Cómo entender que un ser creado bueno se hace por sí mismo malo? La razón que explica esta mutación es que ninguna criatura espiritual está eximida de decidirse – ya que es inteligente y libre – a favor o en contra de Dios. Los demonios son ángeles que se han convertido, voluntariamente, en antagonistas de Dios y que pretenden que los hombres se revuelvan también contra Dios y contra Cristo.

Lo demoníaco está presente en el mundo. San Pablo, en la epístola a los Efesios, menciona al “Príncipe del imperio del aire, el Espíritu que actúa en los rebeldes” (2,2). Su labor, la labor de este Príncipe, es tentar y pervertir; viciar con malas doctrinas o ejemplos las costumbres y la fe.

Pero no toda tentación ni toda perversión proviene de él; ya que en el hombre, herido por el pecado, puede surgir la tentación por sí misma. En cualquier caso, provocado directamente por él o por una naturaleza herida, el pecado es la baza de Satanás. Si uno quiere caer en manos del demonio lo tiene “fácil”: basta con pecar.

La posesión es otro modo de caer en manos del Enemigo. Se habla de “posesión” cuando Satanás se apodera del cuerpo de una persona. Aunque es muy difícil distinguir entre la posesión diabólica y los fenómenos patológicos (por ejemplo, las enfermedades mentales).

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25.02.12

Os salva el Bautismo

La unidad del plan divino de salvación se refleja en la unidad de la Sagrada Escritura: las obras de Dios en el Antiguo Testamento prefiguran; es decir, representan anticipadamente, lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en Jesucristo. Decía San Agustín que el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet”.

La Liturgia de la Iglesia nos ayuda a descubrir este dinamismo propio de la Escritura: El arca de Noé prefigura el Bautismo, como ya indica San Pedro en su primera Carta: “Aquello [el arca] fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva” (1 Pe 3,21). En la Vigilia Pascual, en la bendición del agua, la Iglesia dirá: “¡Oh Dios!, que incluso en las aguas torrenciales del diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad”.

El agua del bautismo, anticipada en el agua torrencial del diluvio, es instrumento de muerte, de destrucción, y también de vida, de salvación. El Bautismo destruye el pecado, purificándonos de él, y nos rescata, como el arca rescató a Noé del diluvio, haciéndonos renacer como hijos de Dios.

San Pedro nos da la verdadera clave de interpretación al señalar que el Bautismo salva no por ser un mero lavado que limpie una suciedad corporal, sino en virtud de la Resurrección de Cristo. El signo externo, visible, del agua es instrumento eficaz mediante el cual, con el poder de su palabra y la fuerza de su Espíritu, Jesucristo, que emerge resucitado de la muerte, nos rescata también a nosotros asociándonos a su vida.

El dramatismo de la oposición entre la muerte y la vida, entre el diluvio y el rescate, se mantiene en el lacónico relato de San Marcos de las tentaciones de Jesús (Mc 1,12-15). El Señor, en el desierto, lucha contra una insidiosa tentación: el Diablo quiere poner a prueba su actitud filial ante Dios (cf Catecismo 538). Se realiza en Jesús lo que prefiguradamente había acontecido con Adán en el paraíso y con el pueblo de Israel en el desierto.

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