18.04.12

“Telmus”. Anuario del Instituto Teológico San José / Seminario Mayor San José. Vigo. 4/2011

“Telmus”. Anuario del Instituto Teológico San José / Seminario Mayor San José. Vigo. 4/2011, ISSN 1889-0237, Vigo 2012, 282 páginas.

Ha salido de la imprenta el cuarto volumen, correspondiente a 2011, de “Telmus”, el Anuario del Instituto Teológico y del Seminario Mayor de Vigo.

El volumen está articulado en cinco apartados: I. Estudios sobre el sacerdocio (preparando el 50 aniversario de “Presbyterorum Ordinis”, recordando así la conmemoración del Concilio Vaticano II). II. Otros Estudios. III. Comentarios. IV. Memoria del Curso Académico 2010-2011 y V. Rencensiones y reseñas.

La sección de “Estudios sobre el sacerdocio” comprende los siguientes artículos: “De ‘Presbyterorum Ordinis’ a Benedicto XVI”, a cargo de Lucas F. Mateo-Seco; “La ejemplaridad de la Liturgia Episcopal”, de Jaume González Padrós y “Formación de los candidatos al sacerdocio y discernimiento de su idoneidad”, de Ángel Marzoa.

La sección de “otros estudios” abarca un primer bloque – “Jornada Bíblica” – con textos de Antonio Menduiña, Uxío Nerga Menduiña y Xosé Vidal. Los tres artículos versan sobre la edición de la Biblia de la Conferencia Episcopal Española.

En la misma sección se presentan colaboraciones de: Guillermo Juan Morado, “Cada creyente, un eslabón en la gran cadena de los creyentes”; J. A. Fuentes, “Las asociaciones de fieles y la pastoral diocesana y parroquial”; J. Casás, “Credibilidad del mensaje cristiano”; L. Lemos, “Ideologización icónica en los proyectos educativos”; A. Pazos Herrán, “Los católicos ante la política”; M. de Santiago y González, “”Dignidad de la mujer. Mujeres reformadoras, testigos creíbles del amor de Dios” y J. Mª Vázquez Pérez-Peñuela, “El laicismo democrático radical o el retorno a la confusión entre Estado y Religión”.

La sección de “Comentarios” versa sobre las “Normae de Gravioribus Delictis”, de la Congregación para la Doctrina de la Fe. S.E.R. Mons. Juan Ignacio Arrieta, Secretario del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, comenta estas nuevas Normas.

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17.04.12

14.04.12

El día primero

Homilía para el II Domingo de Pascua (ciclo B)

El Señor Resucitado se encuentra con los suyos “el día primero de la semana”. Son estos encuentros, estas apariciones, las que, bajo la acción de la gracia, hacen nacer la fe de los discípulos en la Resurrección.

La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento único, que no tiene parangón con los demás acontecimientos de este mundo. No se trata de un retorno a la vida terrena, como en el caso de las “resurrecciones” obradas milagrosamente por Jesús: la de la hija de Jairo, la del joven de Naím, o la de Lázaro. En la Resurrección de Cristo nos encontramos con la novedad absoluta del paso de su cuerpo del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio (cf Catecismo 646).

Como ha explicado el Papa Benedicto, usando una imagen tomada de la teoría de la evolución, nos encontramos con “la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo”. Su cuerpo se llena del poder del Espíritu Santo y participa, para siempre, de la gloria de Dios.

La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento trascendente que irrumpe en la historia. El Pregón Pascual dice que solo esa noche santa “conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos”. No hubo testigos oculares de ese acontecimiento. Nadie vio el hecho mismo de la Resurrección.

Los apóstoles y los discípulos cuentan con un signo importante: el sepulcro, donde habían depositado el cuerpo de Jesús, estaba vacío. No era una prueba directa, pero sí un signo, que ayudó a los discípulos a caminar hacia el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Al discípulo que Jesús amaba le bastó entrar en el sepulcro vacío, descubrir las vendas en el suelo, para ver y creer (cf Jn 20,8). Sin duda el amor despertó en él la fe con mayor prontitud.

Pero el verdadero signo que el Señor da a los suyos para que crean es su propia presencia, son sus apariciones. María Magdalena y las otras mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús, son las primeras que se encuentran con Él. Luego el Señor se aparece a Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, y a los Doce. Se aparece también a otros discípulos (cf 1 Cor 15,4-8).

Los apóstoles, después de encontrarse con Jesús, que se hizo ver, se convierten en testigos del Resucitado. Nuestra fe se edifica sobre este testimonio de los apóstoles; un testimonio creíble, rubricado incluso por el martirio.

La figura del apóstol Tomás personifica de algún modo la “prueba” de la fe: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo” (cf Jn 20,19-31). Pero el paso de incrédulo a creyente no es un paso exclusivo de Tomás. Es un paso que todos los apóstoles han de dar. La pasión y la muerte de Cristo habían constituido para todos ellos una prueba muy dura. Se sentían abatidos y asustados. Se resistieron a creer a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24,11).

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Pido, por caridad, una oración por el Obispo que me ha ordenado

No suelo traer al blog temas personales. Ni siquiera es frecuente que haga referencia a cuestiones de mi Diócesis. Hoy hago una excepción. El Obispo que me ha ordenado diácono y presbítero, Mons. José Cerviño Cerviño, Obispo emérito de Tui-Vigo, está gravemente enfermo.

Les pido que recen por él. Yo también lo hago.

Muchas gracias.

Guillermo Juan Morado.

13.04.12

Sobre la Resurrección del Señor

Releía esta tarde dos capítulos de un libro que publiqué en 2011. Como ambos capítulos tratan sobre la Resurrección de Jesucristo me parece oportuno traerlos de nuevo al blog. Quizá, en su día, estos textos hayan sido publicados en este blog, aunque tal vez no literalmente.

Los reproduzco sin más:

Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron

La Resurrección de Jesús es la “verdad culminante” de nuestra fe en Cristo, la verdad central y fundamental (cf Catecismo 638). San Lucas relata que las mujeres fueron las primeras que, de madrugada, acudieron al sepulcro (cf Lc 24,1). ¿Por qué esa premura? Beda comenta esa diligencia diciendo: “Si vinieron muy de mañana las mujeres al sepulcro, fue porque habían de enseñar a buscarlo y encontrarlo con el fervor de la caridad”. Es el amor el que mueve a buscar y a creer. Es el amor lo que conduce a Cristo.

Son las mujeres las últimas que lo dejan la tarde de su muerte. Habían seguido a José de Arimatea y habían visto el sepulcro y cómo había sido colocado allí el cuerpo de Jesús. Buscaban a Jesús muerto, para tributarle un último homenaje, llevando aromas y ungüentos. No era la primera vez que las mujeres ungían con perfume, en un gesto de generoso derroche, el cuerpo del Señor. Así, en Betania, María, la hermana de Lázaro, “tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos” (Jn 12,3).

Les mueve el amor, pero no el entusiasmo, la exaltación del ánimo. No esperan encontrar a Jesús vivo. En sus ojos había quedado grabada la escena terrible de la muerte del Señor en el Calvario y el impacto de ver su cuerpo muerto, envuelto en una sábana y depositado en un sepulcro nuevo. Al encontrar corrida la piedra del sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, su reacción es de desconcierto. Necesitan escuchar el anuncio de los ángeles para recordar las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitará”. Es la palabra de Cristo, el recuerdo de su palabra, lo que les lleva a creer.

Esta fe pura, que no cuenta todavía con más indicios que el sepulcro vacío, es la que anuncian a los Apóstoles y a los demás, quienes “lo tomaron por un delirio y no las creyeron”. Sólo Pedro, que ama más a Jesús que los otros, se siente motivado a comprobar por sí mismo lo que decían las mujeres. Pero únicamente vio las vendas en el suelo, y se volvió admirado de lo sucedido, pero no aún creyendo.

También los Apóstoles, como las mujeres, necesitan escuchar el anuncio y hacer memoria de las palabras del Señor. Necesitan que el Resucitado se haga presente y que, como a los discípulos que volvían entristecidos a Emaús, les hable y les explique las Escrituras. Ni las mujeres, ni los Apóstoles ni los discípulos estuvieron dispensados de creer. Tampoco nosotros.

A diferencia de ellos, nosotros no hemos visto el sepulcro vacío ni al Señor resucitado. Pero al igual que ellos, también nosotros, movidos por el amor, hemos de aceptar el anuncio que nos llega a través del testimonio de los apóstoles para confesar, en la fe: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24,34). El mismo hecho de que celebremos, casi dos mil años después, la solemne Vigilia Pascual constituye un signo evidente de la verdad de este testimonio.

Cristo está vivo y nos permite, mediante la fe y los sacramentos, hacer propia su Pascua. Por el bautismo – escribe San Pablo – fuimos incorporados a su muerte, fuimos sepultados con Él en la muerte para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva (cf Rm 6,3-4), la vida de los hijos de Dios, de los hermanos de Cristo, de los herederos del cielo.

Dios nos lo hizo ver

El domingo de Pascua es el último día del Triduo Pascual. Resuena en ese día el “kerigma”, el solemne anuncio de la resurrección de Cristo hecho por Pedro el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección” (Hch 10,40-41).

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