15.03.13

Misericordia y justicia

Homilía para el V domingo de Cuaresma (ciclo C)

Jesús reúne en sí la verdad, la mansedumbre y la justicia: “Trajo por lo tanto – escribe San Agustín- la verdad como Doctor, la mansedumbre como Libertador y la justicia como Conocedor”. En el templo enseñaba, como Maestro, a todos los que acudían a Él (Jn 8,2). Enseñaba como quien tiene autoridad (cf Mt 7,29), perfeccionando la Ley y aportando su interpretación definitiva.

Incluso aquellos que se dirigen a Él para comprometerlo, los letrados y los fariseos, le llaman “Maestro” y le plantean cómo interpretar la Ley: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?” (Jn 8,4-5).

La respuesta de Jesús no niega la justicia. Como comenta San Agustín: “No dijo no sea apedreada, para que no pareciese que hablaba contra la Ley. Tampoco dijo sea apedreada, porque había venido, no a perder lo que había encontrado, sino a buscar lo que se había perdido. ¿Pues qué responderá? ‘El que entre vosotros esté sin pecado, tire contra ella la piedra el primero’. Esta es la voz de la justicia. Sea castigada la pecadora, pero no por los pecadores. Cúmplase la Ley, pero no por medio de los mismos que la quebrantan”.

Solamente Él, que era el único que estaba sin pecado, podría tirarle la primera piedra. Los demás, no: “Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último” (Jn 8,9). Y llega ese momento de gran intensidad donde se queda Jesús solo y la mujer, de pie, en medio. Quedan únicamente, como dice San Agustín, “la miseria y la misericordia”. Y añade el Obispo de Hipona: “Yo creo que aquella mujer se quedó aterrada, porque esperaba ser castigada por Aquél en quien no se podía encontrar culpa alguna”.

Sin embargo, Jesús, que no puede negar la justicia, tiene, para la mujer, palabras de mansedumbre y de misericordia: “’Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?’ Ella contestó: ‘Ninguno, Señor’. Jesús dijo: ‘Tampoco yo te condeno’”. Mientras que los pecadores dictaban sentencia de muerte, el Justo no condena. Se complace en perdonar, en absolver.

El Señor condena el pecado, pero absuelve al pecador. Jesús no disculpa la gravedad del adulterio, no dice que carezca de importancia, que sea lo mismo pecar que no pecar. Como observa San Agustín, no le dice: “vete, y vive como quieras; está segura que yo te libraré; yo te libraré del castigo y del infierno, aun cuando peques mucho". No. Le dice: “Anda, y en adelante no peques más”.

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Bergoglio y Francisco

Somos quienes somos, únicos e irrepetibles. Individuos de la especie humana, con una singularidad propia e intransferible. Pero también nuestro cargo, nuestro empleo, nuestro oficio, nos obliga a estar a la altura de lo que hemos llegado a ser.

Ser Papa no es una condición ontológica; es un oficio, un ministerio. Ser Papa es, ni más ni menos, ser Obispo de Roma, Sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia universal. Todo a la vez.

¿Condiciona la persona el oficio? Sí, sin duda. Uno es quien es. Y desempeña el propio papel en conformidad con su modo, necesariamente peculiar, de ser. Pero la proposición inversa también es válida: “el oficio condiciona a la persona”. Una vez que alguien accede a un ministerio, se “expropia”, deja de ser en buena medida quien era para servir a un ministerio que precede y supera a quien uno es.

El proceso de adaptación persona-oficio es bidireccional. Uno ha de adecuarse a su oficio, y el oficio – el ministerio – va a ser cumplido por alguien en concreto. Pero, si hablamos de ministerios – sacerdotal o episcopal – , resulta inevitable pensar que el oficio, la responsabilidad encomendada, va mucho más allá de la persona que ha de llevarlo a cabo.

¿El papado depende de quien, hoy o ayer, sea Papa? Es evidente que sí. Pero asimismo la persona que hoy o ayer sea Papa será muy consciente de que, por encima de todo, ha de ser Papa.

Pensemos en los últimos Papas. Tan distintos: Una fuerza de la naturaleza, un huracán, como Karol Wojtyła, o bien, muy diferente, una brisa suave como Joseph Ratzinger. Un líder nato y un profesor. Pero ambos han compartido el mismo oficio: ser Papa.

Ambos se han “expropiado”, en el mejor sentido de la palabra. Ambos han puesto al servicio de su ministerio lo mejor de sí mismos: La audacia mística del Papa polaco y la solvencia intelectual del Papa alemán.

Algo así sucederá, creo yo, con el Papa Francisco. Será él, pero ya no será él. Será él, en lo más suyo. Ya no será él, solo él, en lo que le ha sido confiado, en su nueva responsabilidad.

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14.03.13

La sorpresa del cónclave: Francisco I

(Escrito para “Faro de Vigo”)

A diferencia de lo que sucedió en el anterior cónclave, del que salió elegido Benedicto XVI, el nombre del nuevo Papa ha causado una enorme sorpresa: el cardenal argentino Jorge Bergoglio, ya Francisco I.

Es verdad que en 2005 sí se hablaba de él como “papable”, pero en esta ocasión ningún “vaticanista”, que se sepa, lo había incluido en las frecuentes – y ya vemos que excesivamente especulativas - “quinielas” .

Me alegra que haya sido así, que haya resultado imprevisible la elección del Pontífice. Los cálculos humanos fallan a menudo cuando se trata de las cosas de Dios y de su Iglesia. Y han fallado, de hecho, esta vez.

La Iglesia es católica, universal; congrega a hombres de todas las razas, pueblos y culturas. Por primera vez en la historia un iberoamericano accede a la sede de Roma, reflejando así la importancia que el nuevo continente tiene en la vida de la comunidad cristiana.

Hay tres elementos que me han llamado poderosamente la atención en la primera comparecencia pública del Papa, en el balcón central de la basílica de San Pedro. En primer lugar, su actitud humilde, cohibida casi al principio y ya, en cuanto ha tomado la palabra, más desenvuelta. En segundo lugar, la piedad: Ha comenzado rezando y pidiendo a los fieles que rezasen por él y, antes incluso que por él, por el Papa emérito. Y el tercer rasgo, la conciencia clara que ha mostrado de ser, ante todo, el obispo de Roma y, en consecuencia, el pastor de la Iglesia universal.

El nombre elegido, Francisco, que evoca la atractiva figura de San Francisco de Asís, el santo de la pobreza, marca también una línea clara, una apuesta por la sencillez evangélica de quien se presenta no como un mandatario, sino como un pastor que quiere seguir las huellas de Cristo, que no ha venido a ser servido sino a servir.

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12.03.13

Será el papa

Sea quien sea, será el papa. Podrá ser blanco, negro o amarillo. Será el papa, el obispo de Roma, el Sucesor de Pedro, el Pastor de la Iglesia Universal.

No parece sensato, en este momento de la vida de la Iglesia, albergar dudas o reticencias. Tras la renuncia de Benedicto XVI, los cardenales podrán elegir al nuevo papa con plena libertad.

Me tocó vivir en directo, en su día, el último cónclave. Estaba en la Plaza de San Pedro cuando el cardenal proto-diácono, Jorge Medina Estévez, anunció a la Iglesia y al mundo: “Habemus papam”. Antes de decir el nombre del elegido la multitud allí congregada prorrumpió en un enorme aplauso. Aplaudían al papa, sin saber quién sería el papa.

Pues antes de que el cónclave sea “cónclave”, diría lo mismo: Será el papa. Yo no tengo un candidato claro – o, si lo tengo, me lo reservo - . No he ocultado mis preferencias. No he silenciado que preferiría que el cónclave nos sorprendiese. Como quizá suceda.

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9.03.13

La memoria del amor

IV Domingo de Cuaresma

El evangelio de San Lucas ofrece, en el capítulo 15, tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. San Ambrosio señala, en las tres parábolas, una misma finalidad: “para que estimulados por estos tres remedios curemos las heridas de nuestra alma”. Jesucristo es el pastor que carga con cada uno de nosotros sobre sus hombros; la Iglesia es la mujer que enciende la luz y barre la casa hasta encontrar la dracma perdida; y Dios es el padre siempre dispuesto a que nos reconciliemos con Él. “Dios mismo – escribe San Pablo – estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados” (2 Cor 5,19).

Dios es el padre misericordioso que no teme repartirnos los bienes que nos tocan en herencia: la razón y la libertad. Podemos emplear estos dones como un cauce para adherirnos sin coacciones a nuestro Creador o como un pretexto para ensayar una vía alternativa. De nosotros depende optar por nosotros mismos, despreciando a Dios, o bien elegir nuestro auténtico fin, que consiste en vivir como hijos de Dios. Si preferimos edificar nuestra existencia al margen de Dios, no tenemos derecho a atribuirle a Él nuestros fracasos. Sin Dios, el hombre corre el riesgo de dilapidar su fortuna, de verse reducido a la condición de un mero animal, envidioso de la suerte de los cerdos que tienen algarrobas a su alcance.

La parábola ilustra, en buena medida, la suerte de un mundo edificado sobre el olvido de Dios. Cuando el mundo se olvida de Dios, en la tierra se abre el infierno, y el hombre – o el Estado – usurpa a Dios “el derecho de decidir lo que es bueno y lo que es malo, de dar la vida y la muerte”. En efecto, “hay filosofías e ideologías, pero también cada vez más modos de pensar y de actuar que exaltan la libertad como único principio del hombre, en alternativa a Dios, y de ese modo transforman al hombre en un dios, pero es un dios equivocado, que hace de la arbitrariedad su sistema de conducta”, ha recordado Benedicto XVI.

Conviene cultivar la memoria del amor. Por grande que llegue a ser nuestra lejanía de la casa del padre, si, en algún momento de nuestra vida, hemos experimentado el amor de Dios sentiremos la nostalgia de volver a Él, de sustituir el vacío de la distancia por la riqueza de la proximidad. Es el recuerdo el que hace recapacitar al hijo pródigo de la parábola. La experiencia cristiana nos impulsa a almacenar recuerdos, a incrementar la memoria de los hijos, a desear el mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta.

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